• Lo primero que hizo Lalo de los Santos al conocerme fue corregirme un acorde. "Permitime -se explayó con naturalidad- Este dedito va acá y este otro arriba... así suena mejor". Estaba en el patio de la casa de un amigo en común, quien nos acercó en la idea de que habría un choque de corazas que no ocurrió. Por el contrario, una ola de simpatía nos reunió sentados en las baldosas, y cuando nos quisimos dar cuenta ya era de noche. "Es difícil la música, pero solo la salva el amor que le pone uno", alargó fumando en la esquina. Usaba una camperita de cuero, tenía dedos largos y un tic de tocarse el laciado pelo de indio que le caía sobre la cara. "Este debería ser mi profe", me dije, pero me dió no se qué pedirle clases. A esa edad de oro uno aprende mirando, compartiendo. Tuvimos poco tiempo en ello: al mes se estaba yendo a vivir a Buenos Aires. "Esto ya no se si es un viaje o una huida", me dijo la tarde anterior. No quisiera significar con este encuentro una postal de amistad, el preciso ámbito de lo cordial, benévolo en el tiempo, con misteriosas inmediaciones y agradecimientos silenciosos. Mas tarde, en un espacio que ya no recuerdo, aspiramos a las mismas cosas, la misma noche, el mismo desvelo por el puchero, la poética de componer juntos y saltar a la aventura de correr por escenarios insólitos. Tan locos como nosotros. Una tarde lo fui a despedir. Le llevé un dibujo original enmarcado de un chiste canalla. Estaba gris y me guiñó un ojo. Me quedé mirando esa sencillez: el cuerpo abatido y la sonrisa elevada, como en una época reciente e inmemorial; como en otro país, sabiendo que uno se iba de viaje y el otro se quedaría. Si lo tuviese cerca le pediría por favor que me corrija todos lo acordes que uso mal y que prepare el último, el que aún no completé y el que nos habrá de juntar en el ensayo que todavía nos estamos debiendo.
     
  • Habíamos nacido en la misma esquina, en ochava, separados por un muro invisible: el almanaque. Cuando cumplí un año nos mudamos unas cuadras y me perdí de encontrarme con él por la peregrina idea de progresar que acuciaba a mis padres. De un terreno con alambrado, baño al fondo y heladera en el piso abierta sobre la que se derramaba el hielo en unas arpilleras y sobre ella la comida ‑protegida por una malla metálica‑ pasamos a una casa con piso cementado, terraza y timbre. Calle Alsina, evocadora de malones, zanjas e indiada aborrecida. Un avance macro en un universo separado por diez cuadras. Las barreras de la calle Paraná eran mi límite junto al cine Mendoza recostado como un viejo sobre las vías. El guardabarreras, con su ojo diamantino rojo, y mas allá el oeste, del que nada se sabía. Una invitación de la casualidad hizo que lo reconociera: mi tío nos llevaba en la parte trasera de la chata a buscar unos muebles cuando al entrar en la rotonda por Montevideo lo distinguí en la plaza, tocando la guitarra. Más tarde, al conocerlo personalmente, evoqué aquella postal. "Siempre estaba ahí, en la plazoleta. No había otro lugar donde tocar o estar", dijo sencillamente. Fue el primer semidios perfecto de mi misma edad, alguien a quien admirar por fin. Un trajinado errante de la bohemia, con la malicia y la socarronería propias del valle de sombras y medias luces donde había nacido. La calle Carriego. Nombre de poeta para un feo sucio y malo como lo era Rubén Goldín, guardia y guía de un ejército de ratas flautistas, dragones tangueros, spinettas afinadas con las zarpas de un angel revelado. De él quise y no pude aprender a cantar, pero me dejó la sapiencia fatalista del que olfateó en las salamancas, de donde extrajo el fuego, la crueldad de niño, el humor como saeta, el oído absoluto. No lo perdí en la vida‑ aún hoy componemos a la distancia‑ esa que nos abdujo cuando nacimos ambos en cunas pobres y mal terminadas allá por zona Oeste, barrio Belgrano, allí donde el Diablo perdió el poncho olvidado en la cama de alguna bruja.
     
  • El Turco Antún estaba parado al borde del escenario de la Sala Lavardén bajo una luz de lamparitas explicándonos la necesidad de unión, el cooperativismo. Parecía un jeque árabe, un profeta hebreo, un capitán de piratas, un general de historieta a lo Nippur de Lagash, con sus brazos cruzados, mesándose con nerviosismo la barba. Una noche se apareció por mi casa ‑una cucha invernal que compartía con una dama‑ dispuesto a cambiar las letras de sus temas. Luego desistió. Me llamó para que pasara a tomar mates y hablar. Siempre había algo que tramaba, un algo de antemano que incurría en el goce físico de la música, la audición de algo que no oíamos, una salida al laberinto tal vez. El tuvo el suyo propio, pero lo enfrentaba con su tamaño de pájaro gigantesco y al borde del risco volaba y hacía volar; era fatalista, de un humor negro insondable, entre un aparente ayer y un contundente hoy que no bastaban para desintegrarlo. Uno lo miraba y al tornarlo más humano pensaba: "Yo con este tipo voy a cualquier guerra que se desate". Luego, se sentaba a componer.. Junto a Blanc, Salli, Coqui, López, Lalo y Goldín armó una banda de gladiadores invencibles. Entre las brumas de la calle Paraná y evitando moverse para no ser disueltos por el rayo de la fama y el dinero, el Turco acumuló monedas invisibles de un valor  incalculable que canjeaba por chistes, por acordes, por felicidad. Algo falló porque se fue temprano. Tal vez el talismán que lo protegía se enmoheció y su propósito de darle interés dramático a esta historia lo obligó a cambiar el final y dejó de ser inmortal en vida para serlo en el Más Allá que sigue siendo para todos lo que supimos amarlo, el Más Acá. Pablo el Enterrador le dejó una flor inoxidable como trofeo en su puerta de chapa, en la sala de ensayo, allá por la cortada que se cruza con la calle Paraná.
     
  • "Nadie puede pasar de payaso a cantor comprometido", fue la sentencia del anónimo productor local cuando se empezó a olfatear que Baglietto sería un referente de los '80, una fresca ventisca sobre el rock vernáculo, una afrenta para muchos porteños. "Son muuuy tristes", parodiaba Mario Pergolini una imitación del otro rosarino Menotti en un  sketch que pretendía convertirla en un amargo. Pero lo regional hizo estragos y la Trova se afirmó por valores propios hasta estallar en un caleidoscopio difícil de controlar aún para los detractores. Evaristo  Monti, un capitoste radial de lengua bífida, intentó vincular a Juan con la pederastía. Otro, un tal Giordano, estableció que era una porquería todo. "Esto es una moda que no va durar más que dos años a lo sumo". Parecía mentira que un grupo se animara a desembarcar y mojarle la oreja al rock porteño. No fue esa la intención, pero los conservadores y cuidadores de la quinta seca no quieren nuevos brotes, ya se sabe.
     
  • Era el Gordo Martínez un manager, productor, un hacetodo porteño que conocimos cerca del '83 u '84 y en quien creímos a la hora de grabar. Tendríamos que haber desconfiado de su Taunus quemado y su medrosa búsqueda de alimentos por todo el sello. Pero nos dejamos llevar. Sus bolsillos eran enormes sacos repletos de tarjetitas, fotos, direcciones anotadas en papeles doblados, de todo menos dinero. Conseguía algún vale de vez en cuando y lo festejaba arrojándolo sobre la mesa como un rey generoso. Cierta vez me llevó al bar de la esquina del sello donde en un rincón apartado desenfundó un Geloso con teclas y me hizo escuchar una grabación. Había allí dos temas de dos grupos distintos. Pasó el primero, luego el segundo.

    - ¿Y Tano? ¿Cuál te gusta?".

    No lo pensé mucho: -El segundo es el mejor.

    - ¿Pero estás sordo? -me replicó- Al primero es a quien voy a producir, con el segundo no pasa nada.

    - Pero Gordo, mirá que...

    ‑ Mirá que nada, vos no entendés de negocios -dijo cerrando el aparato y bebiendo el resto de café. Al tiempo me fui enterando que el segundo grupo al que yo había señalado como el mejor y al que el productor había descartado era nada más ni nada menos que una canción del demo de Soda Stereo. Lo repito: debíamos haber desconfiado de entrada nomás de su olfato.

 

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