Portentoso estanciero. Gobernador con todos los poderes. Restaurador de las leyes. Tirano. Líder popular. Amado. Odiado. Con todo, protagonista excluyente de la política del siglo XIX desde el costado por el que se lo perfile: Juan Manuel de Rosas trazó un tajo en la historia. Una marca que caló hondo entre 1820 y 1852 –años más, años menos– y dejó una huella que llega hasta hoy, con detractores y seguidores. De aquellos días, a unos 110 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires sobrevive hoy un edificio que fue testigo de los hechos y a la vez protagonista de una empresa tan inédita como faraónica, en dos aventuras separadas por más de cien años. Pero primero, lo primero: allá lejos y hace tiempo.

Juan Manuel de Rosas nació en Buenos Aires el 30 de marzo de 1793. Se encaminó al mundo de las tareas rurales y desde ahí fue modelando su figura de hombre de campo hasta convertirse en el más potente de la provincia. Para 1817 ya estaba casado hacía unos cinco años con Encarnación Ezcurra –una figura central, luego, en su derrotero político– y fue entonces cuando se llegó hasta “los pagos de Monte”. En esta zona compró la estancia Los Cerrillos, un emprendimiento básicamente ganadero para trabajar en sociedad con Juan Nepomuceno Terrero y Luis Dorrego. En su vida también era algo del pasado su participación en la defensa durante las Invasiones Inglesas. Es decir: no pasaba los veintitantos años, pero Rosas ya era todo un hombre cuando llegó a Monte.

No mucho después fue su debut en la participación política activa. Apoyó a Martín Rodríguez en la lucha por la gobernación. Y ganó. Mientras tanto, su costado estanciero no paraba de crecer, y eso le iba dando un gran conocimiento del día a día de la peonada: la información y detalles sobre sus vidas. Sus costumbres. Y él justamente buscó eso. Acercarse, protegerlos, ganarse la confianza de quienes serían fundamentales después en su trazado político.

Cuentan que Los Cerrillos fue mutando en una especie de fuerte, custodiado por cañones y fosos. Y en esa tierra segura Rosas levantó una construcción de 25 metros de largo, con habitaciones hilvanadas y múltiples entradas laterales independientes. Un terreno pequeño y protegido donde pasó muchos días y noches, alternando con Buenos Aires, al ritmo de un poder cada día más grande.

El interior de la reliquia histórica, con sus paredes de adobe y techo de paja.

200 AÑOS Ese es el tiempo que pasó y –se puede dar fe por las viejas imágenes de archivo– lo que vemos de este caserón de techo de paja es lo mismo. Esta mañana es fría, la lluvia fina no para, el cielo está completamente gris y en el rancho al que acabamos de entrar los paredones de 45 centímetros de adobe nos separan del día desapacible. Pienso en el frío. En el frío de hoy, pero aún más en el de hace dos siglos. Mal que mal, ahora una estufita extemporánea puede dar una mano a los visitantes, pero sigo pensando en dos siglos atrás. Imagino algunos muebles, alguna mesa, algún catre y un frío que quién sabe cómo combatirían. La voz de Iara Cuello, que me recibe, me devuelve a la tierra y me da los primeros datos sobre el rancho. “Si pensamos en la zona en la que estaba, este rancho fue un lujo. Los pagos de Monte no eran muy habitados, porque era muy asediados por los malones”.

Esta franja de tierra que actualmente ocupa el pueblo de San Miguel de Monte supo estar en la línea definitivamente límite de la frontera con “el indio”. Uno de los puntos más expuestos. Y en ese filo estaba esta construcción de estilo chorizo, de piezas encadenadas. La primera, donde me recibe Iara, es pequeña y de ahí vamos recorriendo una a una. “Acá no se quedó a vivir su familia –cuenta–, ellos se mantuvieron en Buenos Aires por lo peligroso de este lugar. Él sí estuvo hasta 1835, así que desde acá se ocupó de muchas cuestiones”. Este “acá” del que habla Iara es básicamente un espacio fino y largo dividido en cinco: esta primera sala que actuaba como recibidor, unida a una segunda, más grande, que era algo así como una sala de invitados. 

El rancho, devenido en museo y “reliquia histórica”, no tiene ahora mucho mobiliario: visten las paredes sólo algunos banners con mapas de la época e información, y una maqueta es el centro de la segunda habitación. Esa escasez le da el pie a Iara para comentar el sentido de la más pequeña e importante estancia del rancho. Apretada entre dos pares de piezas y con paredes que van de los 45 a 60 centímetros de ancho, la del centro es evidentemente la más protegida: era la habitación de Juan Manuel de Rosas. “En la época el rancho no tenía muchos muebles, así que es fácil imaginarse un catre y no mucho más. Las noches que habrá estado él acá, que habrá estado pensando y planeando…” , dice. Las puertas internas son altas, pero las que comunican con el afuera son mucho más bajas y también la pequeña ventana, tanto que cualquier visitante apenas alto tendría que agacharse para poder pasar. El tamaño de tiene que ver con el lugar y la época. Durante el ataque de los malones, cuenta la guía, entraban con caballo y todo. Eso era lo habitual. “Los indios vivían su vida sobre el caballo”, dice Iara. “El rancho cuenta también su época”. 

El período en que manejó parcialmente sus asuntos desde este rancho incluyó su partida en 1833 junto con los Colorados del Monte  como una primera expedición al “desierto”. Ese fue el punto inicial de la primera campaña, en la que llegó hasta Río Colorado. Luego se instaló en la Capital. Entrando ya en la cuarta habitación, una vitrina muestra objetos de la época: en una de las puntas, quizá el más contundente de los documentos que sintetizan el período: la divisa rojo punzó original, con la inscripción “¡Vivan los Federales! ¡Mueran los salvajes asquerosos inmundos Unitarios!”. “La divisa punzó –relata Iara– era de uso obligatorio: hombres, caballos y mujeres. A las mujeres que no quisieran colocárselas, se les pegaba con brea en el cabello”. Esta habitación era originalmente para invitados, y la última, más pequeña, para los quehaceres domésticos. Aunque no había ni fogón ni baño adentro; se cocinaba afuera y en esa última sala se preparaban los elementos para el servicio.

Pasó el tiempo, pasaron los hechos: Rosas, que había sido gobernador con poderes extraordinarios desde 1829, volvió a ese cargo en 1835 después de la muerte de Facundo Quiroga. Se instaló en Buenos Aires y este rancho de adobe quedó atrás. Mientras la vida del Restaurador seguía su poderoso curso, esta propiedad pasaba de manos. Pasaron décadas, hasta que en 1900 se hicieron de esta estancia los Bemberg. Los Bemberg de Otto, los mismos de la cervecería famosa. Construyeron su nueva casa, y este rancho quedó como depósito; como lugar para descanso de empleados. Iara cuenta que entre los lugareños nunca se olvidó su valor histórico, pero la realidad iba para otro lado. Pasaron 80 años hasta que el rancho se declaró “reliquia histórica”. Era 1980. Iara nos propone imaginar qué pasó cuando la gente comenzó a llegar a conocer la construcción. Que pasó con los dueños, y este rancho-atractivo en medio de su propiedad. Y ahí arranca la segunda historia.

En 1987 se hizo el único traslado de una construcción de adobe en Sudamérica.

EL VIAJE  En 1987, los Bemberg donaron el rancho al pueblo de Monte. Y se hicieron cargo del costo de la particular mudanza. ¿Pero cómo? Con una muy buena cantidad de dólares se encaró el primer y único traslado de una construcción de adobe en Sudamérica. Fueron tres meses de planificación a puertas cerradas. Se excavó por debajo del rancho y se colocaron vigas de hormigón. Por debajo de esas vigas pasaron criques hidráulicos para levantarlo, apuntalándolo con tacos y nivelándolo a ojo, para que no se quebrara. Se puede decir que lo “enyesaron” con tarimas de madera. Después se lo levantó hasta un metro y medio, y se le puso debajo el carretón de traslado, construido especialmente con 120 ruedas de dirección hidráulica individual.

Pero lo difícil no terminaba ahí. Desde la estancia hasta el pueblo distan unos 30 kilómetros de un camino atravesado por un arroyo. Camino que por entonces no tenía más que un puente de madera. Un puente imposible para este plan de 140 toneladas. Así que el trayecto tuvo que ser el doble: por otra vía de 60 kilómetros, a una velocidad de cinco kilómetros por hora –como quien lleva una torta de cumpleaños con toda la responsabilidad sobre los hombros y dando pasos cortitos–. Fueron unos 12 días de viaje. Dos semanas enteras, contando el tiempo de bajarlo en el nuevo lugar. Las sólidas vigas de hormigón quedaron enterradas, transformándose en cimientos. 

En esta esquina, en este frío, este rancho –rosado e implantado– cumple dos siglos exactos de su construcción y treinta exactos de su mudanza. Y luce como siempre. Con sus paredes originales, y el increíble techo legítimo en las dos primeras salas, hecho por los pueblos pampas, trenzadas en pasto dulce, con cañas de tacuara y troncos de palmera. Y todo atado con tientos de cuero de potro. Por un incendio el rancho perdió el techo de la parte trasera, que fue reconstruido hace un par de décadas. Bien sirve ese detalle para ver la calidad del original: sobrevive, altivo, en mucho mejor estado que su copia reciente.