Escribir sobre Maresca ahora que está de moda. Ahora que tiene una muestra en el Mamba, una muestra donde después de tantos años me la reencuentro. Me la imagino como la montajista general de su propia muestra (ella no hubiera usado la palabra “curadora”): dirigiendo un grupo de gente disonante, dando instrucciones, armando ese desconcierto que era su especialidad.
Hace más de 22 años Maresca me pidió que contara sobre la trastienda de sus instalaciones, cómo era su manera de trabajar, de lo que se generaba entre la gente. Fui al Rojas a una entrevista con Adriana Miranda, no recuerdo bien lo que dije. Sí recuerdo que fue difícil encontrar alguien que se pudiera quedar con ella en ese horario, creo que al final se quedó Marta Dillon. Me imagino que la entrevista no debe haber sido buena porque Adriana no puso nada en el video: ese día yo estaba nerviosa porque afuera sonaban muchas sirenas y porque, en los últimos tiempos, dejarla a Maresca me inquietaba.
Después de la entrevista volví a su casa caminando rápido por las veredas, subí los dos pisos por escalera salteando escalones, respiré un poco para bajar la agitación y entré. Había que pasar por el vestidor- altar antes de llegar: ahí siempre estaba prendida una vela de las que duran siete días y se compran en santerías y había una foto de Almendra, su hija, levantándose el pelo y mostrando la nuca. Atravesé la puerta de un metro y medio y llegué a su cuarto. Cuando entré Maresca miraba la tele tapándose un ojo para ver mejor. Azorada me dijo: “Hubo un atentado en la Amia”.
Desde ese día ha corrido mucho agua bajo el puente. Ahora Maresca es famosa, estudiada y admirada pero recorriendo la muestra pienso que tal vez sea la realidad más pintoresca que el mito. El mito la endurece, la encasilla, la limita. Maresca era pura intuición, no tenía conciencia de lo que hacía hasta que lo hacía, e incluso después tampoco se lo tomaba demasiado en serio. No separaba la vida de su trabajo como artista, no diferenciaba entre asistentes, amigos, amores o amantes, todos participábamos sin pararnos a pensar si queríamos o no. Ella se tomaba un vino una noche (o podía ser una taza de té una tarde) y de golpe decía: “se me ocurrió”. Y cada vez que a ella se “le ocurría” yo le decía, le rogaba entre risas, “chiquito Maresca, que sea chiquito” porque sabía que mi destino, y el de quienes la rodeábamos, iba a ser cargar esas inmensidades, esas ocurrencias, dos pisos por escalera o bajarlas con cuerdas por el balcón. Ella dirigía con la fuerza de una comandanta, en zapatillas, con el pantalón de jean gastado, con su polera negra o rayada, con la mirada firme y la carcajada fácil.
En esa época llevaba el pelo corto, yo era la encargada de cortárselo a pesar de carecer por completo de habilidad psicomotriz. Por alguna misteriosa razón, y lo compruebo en las fotos, se lo dejaba parejito y prolijo, corto de un lado, largo del otro. Algunas veces le decía: “Basta, está muy corto”, y ella se reía y me decía: “Cállate y seguí cortando que me gusta la sensación cuando se toca con la almohada”. Ahora, cuando miro las fotos en la muestra, me pregunto si los que no la conocieron la imaginan como una femme fatale, histérica y seductora. Ella era seductora pero sus herramientas de seducción eran el humor y la inteligencia.
La vida en común sucedía en su casa. Tal vez por eso le cabía el apodo de “La Patrona”. La Patrona de su propia pensión porque alquilaba cuartos para mantenerse aunque no se los alquilaba a cualquiera: elegía a sus inquilinos, hacía una selección caprichosa que sólo ella entendía. La Patrona porque en su casa te hacía sentir como en la tuya y a veces más en la tuya que en tu propia casa. La Patrona porque cocinaba rico y sencillo, unas manzanas al fuego con miel y almendras que podían irrumpir en medio de la visita. A veces también cerraba la puerta de su habitación-taller. En esos momentos daba pudor molestarla. Así de sociable como podía ser, tenía su lado introspectivo, necesitaba aislarse.
Después de vivir un año en su pensión me mudé a La Boca. Un día ella vino a visitarme (no era de venir mucho a mi casa). Llegó alegre, con repollitos de Bruselas, ajo y arroz integral para preparar algo para el almuerzo. Mi casa todavía estaba llena de cajas sin desembalar pero mientras ella cocinaba, ella siempre cocinaba, clavó sus ojos en la puerta de fórmica tornasolada de la mesada de mi cocina. La miró y la acarició suave con las yemas de los dedos, me dijo, “Quiero esto para la base de una obra”. Ni le presté atención, seguí cebándole mates que no tomaba, porque no tonaba mate y mientras le preparaba un té volvió sobre el tema. Le dije que no, que no iba a romper mi cocina de época para su base.
Pero ese último invierno cuando ya casi no salíamos para nada más que para ir al hospital, un día la invité a dormir a casa para cambiar el paisaje: la vista de la pintura del mar que tenía frente a su cama y el cuadro del tigre que tenía a la izquierda. Recuerdo que la subí a caballito por la escalera porque se cansaba, pero al llegar al living caminó apurada, con insólita energía hacia la cocina. La puerta tornasolada pendía de un solo tornillo por falta de mantenimiento. Me miró con sonrisa plena. “Es tuya”, le dije. Como siempre, yo tuve que cargar el mamotreto de fórmica hasta su casa. Días después, su asistente Demián la traía terminada: ahora era la obra “Ella y yo”. Faltaban pocos días para la inauguración de Frenesí, la última retrospectiva de Maresca, en 1994.
El ojo avizor. Obras 1982-1994, la importante retrospectiva de Liliana Maresca en el Museo de Arte Moderno, Avenida San Juan 350, de martes a viernes de 11 a 19, sábados, domingos y feriados de 11 a 20. Lunes cerrado. Hasta el 5 de noviembre.