“Cuando terminé la prepa decía ¿adónde voy? ¿a hacer pinturas? ¿a dibujar animalitos? No quería ser pintora, eso estaba muy claro, yo no quería pasarme el tiempo con un caballete, quería hacer cosas, pero no sabía qué y cuando llegué a la escuela (la Escuela Nacional de Arte Teatral de México) lo descubrí”, dice Félida en el documental “Félida Medina, su mundo, su universo” de Patricia Ruíz Rivera.
La voz de la escenógrafa carraspea recuerdos y planta bandera: “todo el mundo considera que los escenógrafos somos unos destripados que no pudimos ser actores. No es cierto.” La decana de la configuración escénica, una referente de la iluminación teatral y de un modo de concebir y utilizar el espacio, nació y murió en Temascaltepec.
Docente desde 1970 (Premio a la Excelencia Académica) y miembro del Partido Comunista de México, formó durante décadas a generaciones y generaciones de escenógrafos y escenógrafas profesionales y movió el tablero (la tradición teatral de los varones sentaba a las mujeres en los talleres porque las prefería vestuaristas) parándose en el escenario que ella misma inventaba y construía.
Creó más de cien montajes para la ópera, para el cine y fundamentalmente para el teatro: Cementerio de automóviles (1968), Los albañiles (1969), El Juicio (1971), El extensionista (1978), Escarabajos (1991) y Tirano Banderas (1992), entre otras. En vocación satisfecha y sintiendo aquel miedo inaugural y la euforia de armar una escenografía descubrió que quien estuviera a cargo de una composición escenográfica además de saber construir, de saber pintar y de saber clavar clavitos, tenía que saber mirar y escuchar.
Martillo y mirada: “no solo es hacer, también es ver, analizar, entender y preguntar por qué y responderse por qué se está poniendo tal cosa”. Para Félida, una de las primeras artistas en usar estructuras tubulares y acrílicos en escenarios mexicanos, crear espacios habitables sin hibridación de mandato que definitivamente no eran solo una obra visible (y mucho menos un patrón de decoración engamado) era ir por la vida indagando orillas en invención y en búsqueda perpetua: “no es tanto el material sino el lenguaje con que se usa”.
Le gustaba fumar, le gustaba la naturaleza y no le gustaba nada estar mucho tiempo en lugares cerrados, susurro épico a cielo abierto de su primer trabajo como escenógrafa cuando todavía era una alumna, un debut al aire libre un día de marzo de 1964 con un grupo de teatro mexicano-israelí dirigido por Iván García. Murió en pandemia, tenía cáncer.
Había recibido premios por sus atmósferas innovadoras con imágenes móviles y suelos desnivelados, había usado materiales de su terruño y jugado con materiales nuevos, había montado ambientes de riguroso realismo y ambientes de ilusión inquieta y había representado a la Sociedad Mexicana de Escenógrafos que ayudó a fundar. Los homenajes que los meses traen, ópalos dispersos adornados por los deseos industriosos y la distancia, hablan de su generosidad de maestra, de su legado y de la necesidad de recuperar los nombres y de contar la historia no contada de las escenógrafas.