Casi 550 kilómetros separan a Caseros de Coronel Suárez. Se trata de dos de los tantos puntos extremos que se unieron a lo largo de la vida de Ricardo Iorio. El lugar en el que se crió, actual partido de Tres de Febrero, y en el que falleció ayer, a los 61 años.
Más allá del anecdotario geográfico, el dato también sirve para trazar una línea en el perfil artístico de Iorio, creador de las bases de un estilo musical que puso una impronta nacional al heavy metal al incorporar elementos propios del tango y, sobre todo, del folklore, a un género que llegó al país casi como una mímesis de las referencias mundiales del género.
Del conurbano industrial al sur campero de la provincia de Buenos Aires, en Iorio conviven un puñado de expresiones que dan cuenta de algunas de las más fuertes expresiones identitarias bonaerenses. Del sonido metálico que atrajo a los jóvenes que se ganaban el mango en los cordones industriales y le puso palabras a situaciones de explotación y asfixia; a la prosa existencial del canto surero y la milonga campera; sin dejar de indagar en el arrabal porteño, amargo y decidor. Todo eso fue Iorio a lo largo de los más de 40 años que duró su carrera como creador e intérprete. Rock duro, Edmundo Rivero y José Larralde, todo en un solo tipo.
Desde su irrupción como una de las cabezas de V8, Iorio desarrolló un perfil compositivo en el que la sinceridad y el apego a sus ideas lograron imponerse por sobre los entornos y las correcciones epocales. En esa aventura, se convirtió en vocero de la generación que explotó contra la represión y la modorra cómplice en los últimos años de la dictadura, poniéndole voz a los jóvenes a los que los primeros años de la democracia también los persiguió, los estigmatizó y los metió en cana sólo por elegir determinadas formas de vestir y comprender el mundo.
En esa transparencia extrema también terminó pareciéndose a una caricatura propia de un país que tiene como uno de sus principales referentes políticos a Javier Milei. No se hablará aquí de eso, de lo que demasiado se ha publicado ya. Hay veces que no es necesario activar antídotos morales para seguir resaltando las cosas que están mal, sobre todo cuando lo que performa y corporiza identidades colectivas es otra cosa. Porque, además, a contramano de lo puede desprenderse de algunas lecturas lineales, los conciertos de Iorio no estaban llenos de fachos, casi de la misma forma en que los recitales del Indio Solari no se colmaban de kirchneristas y personas con ideas de izquierda.
La industria discográfica descubrió a Ricardo Iorio en 1983, cuando apareció el primer disco de V8. Antes, la banda que por entonces completaban Alberto Zamarbide, Osvaldo Civile, y Gustavo Rowek ya había participado del festival B.A.Rock del año anterior, representando junto a Riff una versión actualizada del rock duro que encontraba antecedentes de bandas pioneras como Manal, Pappo's Blues y La Pesada, pero también en grupos como Pescado Rabioso y, sobre todo, El Reloj.
Los primeros representantes del metal de los ochenta encontraban en ese grupo a la referencia más directa de lo que por esos años empezó a dar forma de un movimiento subterráneo que de repente copó la escena. Desde diferentes puntos de la ciudad, pero por sobre todo desde los sectores más alejados del centro, cientos de chicos y chicas empezaban a sentirse interpelados por una música que rompía con lo visto hasta el momento pero que, además, introducía un elemento novedoso: les hablaba a ellos. El éxito de V8 radicaba allí, en la capacidad por poder gritar las verdades de los sectores postergados social y económicamente. Iorio fue uno de los primeros rockeros de este país que describió esa realidad y, al hacerlo, los hizo parte de un colectivo que todavía no encontraba quién pudiera representarlos.
“Los que están podridos de aguantar/ el llanto de los quieren paz/ Los que están hartos de ver/ las caras que marcan el ayer/ Vengan todos acá hay un lugar/ junto a la brigada del metal/ Gente demente que no es igual/ a la hiponada de acá”, dice el himno anti-hippie del primer disco de la banda. Se llama “Brigadas metálicas” y es un homenaje a esas cofradías que formaban para ir a ver los recitales y evitar que la policía, aún con el resabio represivo de la dictadura, los persiguiera y los encarcelara sólo por eso.
La historia cuenta que la tapa de “Luchando por el metal”, editado por el sello Umbral, iba a ser una foto con todas las brigadas reunidas Barrancas de Belgrano, uno de los tantos puntos de encuentro de aquellos primeros agrupamientos metaleros. Cuando iban a hacerla, una razzia terminó con todos los participantes detenidos y trasladados a la comisaría 33 arriba de un colectivo.
Si en V8 Iorio había podido canalizar el sentimiento de rebeldía de los primeros años del regreso democrático, con Hermética profundizó absolutamente todo. Junto a Antonio “El Tano” Romano, Claudio O'Connor y Tony Scotto, Iorio dio forma a su grupo más exitoso.
Hermética fue la voz emblemática de la música argentina que se paró contra el menemismo, pero también fue la banda que cambió la forma de entender al heavy argentino, incorporando en su repertorio ritmos autóctonos y lenguajes propios del arrabal suburbano. De hecho, el grupo hasta se animó a llevar al metal el clásico “Cambalache”, el himno de Enrique Santos Discépolo que la banda grabó en el EP llamado “Intérpretes”.
No había “ruido” en el mensaje, porque Iorio se convirtió en algo así como el heredero metalero de aquel poeta que le había cantado a los comienzos del siglo XX. Entrando en el último tramo de ese centenar de años, la realidad no parecía haber cambiado demasiado y, en algunos casos, había empeorado. Ricardo lo notaba y, llevando su capacidad creativa al extremo, entregó su obra a la resistencia contra aquel modelo. Y aquellos jóvenes que habían crecido en un país que volvía a tropezar y se dirigía directamente a una nueva catástrofe donde las víctimas iban a ser las mismas de siempre, también iban a tener su banda sonora.
Hermética le cantó a las luchas obreras y a la de los pueblos originarios. Denunció la explotación, los apremios de la policía y el servicio militar obligatorio. Habló de desaparecidos, de políticos corruptos, y de las ciudades que oprimen, pero también mantuvo latente esa idea de contención colectiva que se expresaba en cada uno de los conciertos de la banda, que se volvieron cada vez más masivos, hasta que de repente, se terminó.
“Mañana es ya/ y sin achiques/ el pibe marcha pedaleando/ a laburar/ Desayunó mate de origen/ masticó algo; prendió un faso/ y se alejó/ A ganarse un hueso como changarín/ de un trompa extranjero que compra el país/ y lo derrite después/ haciendo al pibe que estibe/ Lo vi volver, tarde y deshecho/ de su batalla cotidiana/ hecha hoy canción” arranca diciendo “El pibe Tigre”, el tema más recordado de “Mundo Guanaco”, el primer disco de Almafuerte, la última banda de Iorio.
Junto a Claudio Marciello y Claudio Cardaci, el poeta y el músico encontraron su costado más maduro y todo lo que se había construido en sus anteriores grupos encontró una maquinaria para canalizarse casi como el propio Iorio nunca lo había logrado hasta entonces. A lo largo de once discos, casi dos décadas y, no menor, ocho presidentes, empezaron a aparecer canciones que sonaron en las radios y su nombre empezó a ser uno de los más respetados en la escena nacional.
También en esos años aparecieron con mayor presencia las influencias folklóricas, y el nacionalismo que lentamente empezó a ocupar casi la inspiración principal del hombre que se fue alejando de la urbe para retirarse al campo y empezar a transitar sus últimos años en soledad.
El poeta metalero dio forma a su último proyecto colectivo tomando el seudómino de Pedro Bonifacio Palacios, el poeta platense que, entre otras cosas, escribió “Piu Avanti”, que Iorio eligió para homenajear a las Madres de Plaza de Mayo, en 1997.
No te des por vencido, ni aun vencido,
no te sientas esclavo, ni aun esclavo;
trémulo de pavor, piénsate bravo,
y arremete feroz, ya mal herido.
Ten el tesón del clavo enmohecido
que ya viejo y ruin, vuelve a ser clavo;
no la cobarde intrepidez del pavo
que amaina su plumaje al primer ruido.
Procede como Dios que nunca llora;
o como Lucifer, que nunca reza;
o como el robledal, cuya grandeza
necesita del agua y no la implora…
¡Que muerda y vocifere vengadora,
ya rodando en el polvo, tu cabeza!