Desde Londres
El Brexit y sus fantasmas mueven hoy el amperímetro de la política en el Reino Unido. En medio de unas negociaciones estancadas que podrían volar por los aires a mediados del mes próximo, el Laborismo de Jeremy Corbyn acaba de adoptar una posición decididamente pro-europea mientras que entre los conservadores los moderados están alzando la voz y hasta la primer ministro Theresa May y el equipo negociador liderado por David Davis procuran sonar más conciliadores.
Jeremy Corbyn votó a favor de permanecer en la Unión Europea (UE) en el referendo de junio de 2016, pero perteneció históricamente al ala más euroescéptica del partido. En las elecciones de junio presentó una posición “pragmática” que procuraba mantener un equilibrio entre las bases trabajadoras del norte del país, que habían votado a favor de abandonar la UE, y el resto del partido, mucho más proclive a un acuerdo con Europa post-Brexit que mantenga el máximo nivel posible de pertenencia al bloque europeo.
El Mercado Unificado Europeo (Single Market) y la Unión Aduanera son los dos grandes pilares de la UE. El Single Market permite la libre circulación de servicios, bienes y personas entre todos los miembros del bloque que funcionan a este nivel económico, laboral y financiero como una nación. La Unión Aduanera es la pata comercial de esta política que establece los mismos aranceles y requisitos para los productos que vienen del resto del planeta.
En la campaña electoral la posición “pragmática” de Corbyn consistió en reconocer que el Reino Unido abandonaría la UE porque así lo habían decidido los británicos en el referendo pero, al mismo tiempo, buscaría negociar un Brexit que protegiese al máximo la economía británica y la relación con el continente. Corbyn admitía que no podía permanecer en el mercado unificado porque este exige la libre circulación de las personas, pero adoptaba un tono negociador razonable y abierto que era la antítesis del petulante “Hard Brexit” que pregonaba Theresa May.
May, por su parte, encarnó el “Hard Brexit” en la elección general de junio, una separación tajante de la Unión Europea, con un inequívoco adiós al mercado único, la Unión Aduanera y una provocativa afirmación de que “no deal is better than a bad deal” (es preferible no acordar nada a un mal acuerdo). En otras palabras, la primer ministro estaba dispuesta a patear el tablero y abandonar el mayor mercado del mundo (con un PBI conjunto superior al de Estados Unidos y China) sin ningún tipo de acuerdo si los europeos no le ofrecían lo que pedían: máximo ingreso al “single market”, pero política aduanera e inmigratoria propias que le permitieran llegar a acuerdos comerciales con el resto del mundo y poner barreras al ingreso de europeos al Reino Unido.
En las elecciones May no consiguió el mandato que buscaba para este Brexit porque, a pesar de ganar las elecciones, perdió 20 escaños en el parlamento y la mayoría en la Cámara, resultado sorpresivo porque había comenzado la campaña con 20 puntos de ventaja en las encuestas sobre Corbyn. ¿Qué había pasado? En realidad pasó de todo, incluidos dos graves atentados suicidas contra Manchester y Londres, pero el factor determinante fue la masiva participación del voto juvenil, mayoritariamente pro-europeo, que se inclinó por el laborista y sus promesas de cambio radical.
El referendo en 2016 a favor del Brexit convenció a muchos jóvenes de la imperiosa necesidad de votar en un país en que el sufragio es optativo. En las elecciones de 2015 solo un 45% de los menores de 35 años había votado: en las de 2017 el porcentaje saltó al 60%. En todas las franjas de menores de 35, el voto fue masivamente favorable al laborismo. En el festival musical más importante del Reino Unido, el de Glastonbury, celebrado dos semanas después de las elecciones, la multitud idolatró a Corbyn, convertido en una suerte de “rock star” con su mensaje de que “another world is posible”.
Este inesperado cambio de fortuna política (cuando May convocó a elecciones anticipadas en abril todos habían escrito el obituario político de Corbyn) y los crecientes problemas de los conservadores en la negociación con Europa generaron un intenso debate interno post-electoral en el laborismo. La nueva síntesis llegó hace una semana con la decisión de Corbyn y de su portavoz sobre Brexit, Keir Starmer, de que el Reino Unido debía buscar un período de transición más allá de marzo de 2019 que mantuviera al país como miembro pleno del mercado unificado y la Unión Aduanera.
La nueva posición laborista no está exenta de ambigüedades. ¿Cuánto va a durar este período de transición? “As short as possible but as long as is necessary”, dijo Starmer (tan corto como sea possible y tan largo como sea necesario). En otras palabras, flexibilidad perfecta como para que el laborismo pueda aún decir que respeta el resultado del Brexit –solo busca una transición para que la economía se pueda adaptar al cambio– y que mantiene al máximo las ventajas económicas de la actual situación.
En términos políticos esta posición deja al laborismo al frente de un amplio arco que incluye a sindicatos, estudiantes, científicos (Stephen Hawkings, entre ellos) y artistas, pero también a la empresa y la poderosísima City, grupos reacios a los cambios económico-sociales que propone Corbyn. En relación al tipo de Brexit a negociar, los poderes fácticos, con la excepción de la prensa escrita, están mucho más cerca de la posición laborista que de la de Theresa May.
La primera ministro ha moderado un poco su lenguaje y con su equipo han procurado proyectar una posición menos intransigente. Desde las elecciones disminuyó hasta virtualmente desaparecer aquella frase que repetía como latiguillo o tic nervioso: “no deal is better than a bad deal”. En agosto el gobierno presentó documentos que especifican por primera vez su posición en diversos temas, desde la inmigración hasta la Corte Europea de Justicia. En vez de negar categóricamente que el Reino Unido tiene una deuda pendiente que saldar por sus compromisos financieros pasados, presentes y futuros como había dicho en julio el canciller Boris Johnson, el equipo encabezado por David Davis ha reconocido que hay un monto a pagar, pero quiere reducir la cifra a muy poco por temor a que una rebelión interna partidaria los acuse de traición.
Los conservadores tienen dos graves problemas: están profundamente divididos y no confían en la primer ministro. Nadie sabe si los pro-europeos están dispuestos a aliarse a los laboristas para derrotar en el parlamento a Theresa May porque eso podría provocar una nueva elección y allanar el camino al poder a Jeremy Corbyn. Nadie sabe tampoco si hay algún umbral o línea roja que desataría “come what may” (pase lo que pase) la rebelión interna y la caída de la primer ministro, pero una ruptura de la negociación con la UE en octubre casi inevitablemente llevaría a una moción de censura.
Esta semana Theresa May enfrente el primer gran reto con la “Great Repeal Bill”. El proyecto de ley es un paso esencial del Brexit que busca derogar la ley que dio preeminencia a la legislación y la Corte Europea de Justicia (ECJ) en el Reino Unido. En la práctica significa incorporar más de 20 mil leyes y regulaciones a la legislación británica que empezará a regir el 29 de marzo de 2019, día en que termina la negociación con la UE.
El escenario está listo para una feroz batalla parlamentaria de enmiendas y escaramuzas que revelará si May cuenta con suficiente respaldo como para llevar adelante su “hard Brexit”. Pero la prueba de fuego será el 19 de octubre cuando el Consejo Europeo se reúna en Bruselas para decidir si ha habido suficientes progresos en la negociación sobre los tres puntos clave del divorcio –la deuda británica, la frontera irlandesa y la situación legal de los ciudadanos–, paso previo para una negociación sobre el acuerdo post-Brexit que regirá las relaciones entre el bloque y el Reino Unido a partir de marzo de 2019.
Las cosas no pintan bien. Los negociadores de la UE acusan al Reino Unido de falta de voluntad política y “negación de la realidad” mientras que el viernes, el ministro de comercio británico, Liam Fox, se despachó con una acusación de “extorsión” contra la UE. Entre el 1 y el 4 de octubre los conservadores tendrán que probar en su congreso anual que pueden consensuar una posición común entre facciones internas que se comportan como enemigos irreconciliables. En resumen, las próximas siete semanas decidirán si Theresa May sigue siendo la primer ministro o si habrá un nuevo cambio de guardia para las navidades al frente del ejecutivo con otra elección a la vista.