No hay que dar las cosas por sentado, subraya la norteamericana Hannah Carlson en las tantas interviús que ha dado estas últimas semanas: en especial, no hay que dar por sentado al socorrido bolsillo que, aunque hoy parezca universal, también fue una conquista para la platea femenina, privada durante añares de contar con esta suerte de saco cosido, añadido a la pilcha. Y eso que ellas, al igual que ellos, siempre han necesitado llevar de aquí para allá sus pertenencias, sean semillas o misivas amorosas, pañuelos o smartphones. En su flamante libro Pockets: An Intimate History of How We Keep Things Close, la susodicha se ocupa de contar el devenir del bolsillo, y cómo su evolución durante los últimos quinientos años nos habla sobre la noción de privacidad de cada época; también sobre decoro, poder, género…
Explica Carlson que durante siglos y siglos, las personas -sin distinción- llevaban pequeños bolsos colgados del cuello o de la cintura. Durante el Medievo, para mayor privacidad, los escondían bajo las capas de ropa, cortando pequeñas aberturas en estos bolsitos para acceder más fácilmente a sus pertenencias. Sin embargo, en algún momento del siglo XVI, los varones europeos empezar a pedir a sus sastres que les cosieran bolsillos en pantalones y chaquetas. “No se sabe muy bien por qué, no hay ninguna epifanía documentada”, recalca un reciente artículo del New Yorker a partir de Pockets. Aún cuando la transición no fue demasiado radical, sí empezó a acentuar privilegios y reforzar actitudes.
En lo sucesivo, los bolsillos fueron creciendo en variedad, tamaño, practicidad y popularidad; también como división de género: proliferan y se estandarizan, pero en la indumentaria masculina. En simultáneo, Carlson registra además un fenómeno adyacente, que llama “la ciencia de lo pequeño”: la tendencia a la miniaturización de lo esencial para el bolsillo del caballero, que denota ya cierto estatus; es decir, relojes, brújulas, bolígrafos, incluso libros abreviados; también, por cierto, armas.
Hannah, asimismo profesora de historia de la moda en la Rhode Island School of Design, se toma su tiempo para contar este largo proceso, sumando anécdotas curiosas; por ejemplo, cómo los manuales de etiqueta del siglo XVIII advertían que, para no caer en la vulgaridad, el hombre educado debía mantener las manos fuera de los bolsillos, demasiado cercanos a sus partes pudendas. O bien, cómo los sastres de Inglaterra del XIX solían colar una monedita en el bolsillo de trajes recién confeccionados que supuestamente le traían suerte a sus clientes…
Las mujeres, mientras tanto, siguieron siendo relegadas por un buen rato a los usos y costumbres de la Edad Media; o sea, debieron apañarse con bolsitas externas, atadas con cordones, accediendo a sus objetos personales a través de rendijas entre faldas y enaguas; ya luego, con pequeños bolsos atados a sus muñecas, antecedentes de la venidera cartera. Las razones caen de maduro: ¿para qué iban a necesitar bolsillos si el dinero, las llaves del hogar o cualquier otro objeto de importancia era monopolio masculino? Una mirada que persistió hasta no hace tanto tiempo; en 1954, por ejemplo, Christian Dior dijo: “Los hombres tienen bolsillos para guardar cosas; las mujeres con fines meramente decorativos”.
Emily Dickison (1830-1886) no hubiera estado para nada de acuerdo con estos dichos: según relata Carlson, logró que le cosieran un bolsillo plano en su vestido para guardar lápiz y papel, en pos de ir anotando las ideas que brotaban a lo largo del día, y convertirlas después en bellas poesías. También las tempranas luchadoras por el voto femenino reivindicaron su derecho a tener bolsillos: “Un traje de sufragista tiene muchos bolsillos”, proclamaba un titular del New York Times de principios del XX. Otra anécdota ilustrativa que cita Hannah tiene a Diana Vreeland -notable columnista y editora de moda- como protagonista. Trabajando para Harper's Bazaar en los años 30, Diana -que pensaba que las mujeres merecían y necesitaban bolsillos en sus prendas, “like a man, for goodness sake”- propuso dedicarle un número entero al tema, y la ¡peligrosa, revolucionaria idea! casi la deja sin laburo: los anunciantes de bolsos y carteras amenazaron con declararle la guerra a la revista.
Entonces llegamos a la actualidad, cuando muchísimo ha cambiado pero las mujeres siguen pidiendo más y mejores bolsillos. La demanda insatisfecha la corrobora el inusitado éxito de Pockets for Women, una tienda online creada -hace apenas un año- por la brit Mandy Fletcher, que reúne prendas de distintas marcas con un detalle en común: todas tienen bolsillos amplios y prácticos, que no están de adorno. Fletcher reconoce que la idea fue fruto de la consternación: el darse cuenta que, mientras a ella le costaba encontrar ropa con almacenamiento, todos los shorts y mallas de su hijo pequeño sí tenían, “¡a pesar de que él no necesita guardar nada, salvo cachivaches!”.
Carlson menciona en su libro el caso testigo de Pockets for Women, que va viento en popa, cuyo suceso hace perfecto sentido considerando la situación actual del asunto: un estudio reciente indica que los bolsillos de los jeans de mujeres son un cincuenta por ciento más cortos que los de los jeans de varones; o sea, no entra ni media billetera. Solo el diez por ciento de los vaqueros femeninos se adaptan a la mano de una mujer, y eso, si siquiera tienen bolsillos...