Este domingo 22 de octubre de 2023 será recordado durante mucho tiempo. Es que, desde el retorno del estado de derecho en el 1983, nunca había estado tan amenazada la democracia como en estas elecciones donde un candidato fascista contaba con chances ciertas de ganar en primera vuelta y así coronarse presidente de la República. Si bien nada está definido aún, los resultados del escrutinio de esta primera vuelta indican que hoy el campo nacional y popular cuenta con mejores recursos para enfrentar a este siniestro personaje en el balotaje del 19 de noviembre,
Por lo pronto, como lejos estamos de haber aventado el peligro, no está de más enumerar algunos hitos de la enorme sarta de desvaríos y atropellos a la condición humana y la dignidad de nuestra nación que los candidatos de La Libertad Avanza han desgranado desde que los medios de comunicación alimentaron la figura de Milei. Desde apoyar la venta de órganos y la venta de niñes, hasta elogiar la figura de Margaret Thatcher; desde proponer la dolarización como remedio de todos los males hasta declarar al Papa como el representante del maligno en la tierra; desde defender el derecho a morirse de hambre hasta quemar el Banco Central o desde eliminar la escuela y la salud pública hasta privatizar el mar. Y más, muchas más, del mismo rango desquiciado como demencial.
Ahora bien, en todas las propuestas de la Libertad Avanza sobresale un rasgo que por medular y solapado no aparece en primer plano. Me refiero al escamoteo, cuando no la franca denigración, que el discurso de Milei y sus epígonos imprimen sobre la deuda simbólica que constituyen a un sujeto: eso que no tiene precio. Vender el cuerpo supone tratar a la humanidad que nos sostiene como un objeto susceptible de ser intercambiado, en lugar de preservarlo como la sede de lo más íntimo y entrañable de una persona. Por algo Judith Butler es muy clara cuando en su texto “Cuerpos aliados y lucha política” señala: “Parte de lo que el cuerpo hace es abrirse ante el cuerpo de otro , o de algunos otros y por esta razón no son ese tipo de entidades encerradas en sí mismas”
De esta manera, denigrar nuestro cuerpo supone degradar la dignidad de la comunidad que nos rodea. El cuerpo adquiere la dignidad de tal por albergar los rastros (las palabras, los gestos, los cuidados) que el Otro imprimió en nuestra humanidad. De allí que Lacan hable de series de cuerpos . Algo similar ocurre con los hijos. Soy responsable de ellos, jamás el dueño. Su presencia allí actualizada me trasciende por cuanto es testimonio y continuación de un linaje que viene desde el fondo de los tiempos. Estas consideraciones sobre el cuerpo propio y los de los hijos se trasladan a la escena social por vía del orden simbólico que nos constituye en tanto comunidad hablante. Elogiar la figura de una persona responsable de un crimen de guerra (hundimiento del Belgrano, por ejemplo) que terminó con la vida de nuestros hijos supone la más flagrante afrenta a la memoria de los que lucharon por nuestra Patria. Por otra parte, Milei ataca la figura de un Papa, autoridad simbólica si las hay. No extraña entonces la ley para renunciar a la paternidad que acaba de proponer, en el colmo de la ignorancia, una candidata de LLA a diputada. ¿Quién podría asombrarse entonces que la solución para nuestra economía proponga terminar con los billetes que revisten la estampa de nuestros próceres? ¿O que Ramiro Marra reivindique su condición de ciudadano español para criticar a Paka Paka al tiempo que recomienda exprimir a los padres y sacarle plata a las abuelas?
Desde esta perspectiva resulta tristemente coherente que Javier Milei trate a sus padres como progenitores (es decir, reducidos a la mera dimensión biológica) y que cubra esa ausencia con una por demás llamativa relación con su hermana (¡y con sus perros!) Se trata de una posición al servicio de una muy precisa orientación: eliminar aquello que el mercado no puede subsumir bajo su órbita de toma y daca, a saber: la deuda simbólica que nos liga al Otro y por la cual somos seres humanos.
El domingo a la noche, tras un día transitado con una enorme intensidad, al final de su acto de cierre, Sergio Massa compartió el escenario con Agustín Rossi y las familias de ambos. Hubo quienes criticaron tal gesto por entender que esa acción suponía un mensaje fuera de época y discriminatorio. Discrepo absolutamente.
Hoy la familia posee un significado muy distinto al que supo transmitir décadas atrás, a saber: un orden heterosexual, patriarcal y reactivo a las diversidades. La fuerza política que hoy encabezan Massa y Rossi sancionó el matrimonio igualitario (recuerdo cuando en aquella inolvidable jornada del 2009, el mismísimo Agustín --sentado al lado de Néstor-- daba sus palabras como jefe del bloque del FpV a favor de esa ley decisiva); y también la ley de género autopercibido. Es también el movimiento político que sancionó los derechos de las familias monoparentales y por si fuera necesario recordarlo, la misma que hizo posible la sanción de la Interrupción Voluntaria del Embarazo por la que tantísimas mujeres lucharon durante décadas.
Lo cierto es que “Si siguiendo a Foucault en algún momento se trató de desarmar las instituciones como la escuela, el hospital, en tanto disciplinarias 'hoy se da la situación paradójica de reclamar el derecho a la educación y salud pública'” , nos recuerda la psicoanalista Claudia Lorenzetti al mentar nada menos que los dichos del filósofo no binario Paul Preciado.
De la misma forma, hoy la familia presente en el acto triunfal de un movimiento nacional y popular adquiere un significado radicalmente distinto del de unas décadas atrás. Supone un límite al individualismo enloquecedor al que el neoliberalismo pretende llevarnos; un testimonio de nuestro lazo con el Otro; un reconocimiento de la deuda simbólica que nos constituye.
Sergio Zabalza es psicoanalista. Doctor en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.