Cuando mamá llegó cargada con las bolsas del mercado, los perros dejaron de jugar conmigo y corrieron a recibirla. Ella apoyó las bolsas en la verja para abrir la cancilla y cruzó el patio bajo los rayos del sol en dirección a la casa. Tenía el pelo recogido en la nuca y la frente perlada de sudor. Yo entré detrás y mientras ella guardaba las cosas busqué en las bolsas la cajita de música que me había prometido para remplazar una que se me había roto esa mañana, pero era sábado y el negocio donde las vendían estaba cerrado. La noté más tensa que de costumbre, como si algo la preocupara. Cuando una botella de vino se hizo pedazos contra el suelo se dejó caer en una silla, hundió la cara entre las manos y se puso a llorar. Yo me di cuenta de que no lloraba sólo por el vino. De pronto pareció acordarse de mí, se secó las lágrimas y empezó a juntar los vidrios rotos. Ésa fue la primera vez que recuerdo haber visto la sangre de mamá. Se clavó un vidrio cuando al perder el equilibrio apoyó instintivamente la mano en el suelo para no caerse. Se miró la herida con una expresión de terror y salió corriendo al baño. Estuvo un largo rato ahí dentro. Cuando volvió tenía el dedo vendado y los ojos hinchados, pero se la veía bastante más tranquila. La dejé juntando los vidrios que quedaban y salí al patio a jugar con los perros. Les tiraba la pelota y ellos se peleaban por traerla. Una y otra vez. Al rato salió mamá con una malla de dos piezas, los lentes de sol en la frente y una esterilla enrollada bajo el brazo. Los perros se olvidaron de mí y fueron moviendo la cola hacia ella, que les acarició la cabeza y se echó a tomar sol junto a la pileta de lona. Yo levanté la pelota, que había quedado tirada junto a un rosal, y me senté en la hamaca que colgaba del ceibo. Mamá la había hecho para mí con una tabla de madera y dos sogas. Cuando ella se metió en el agua los perros volvieron a buscarme y yo seguí tirándoles la pelota un rato más hasta que me cansé y entré a la casa. El piso de la cocina todavía crujía cuando lo pisaba donde se había roto la botella. Agarré un paquete de galletitas, me encerré en la pieza y me quedé mirando una película para chicos en la tele. Ya era de noche cuando mamá me llamó para que me fuera a duchar. Al salir del baño encontré la ropa limpia extendida sobre la cama, como si la niña que la tenía puesta se hubiera esfumado por arte de magia. Mamá estaba en el patio conversando muy animadamente con un hombre más o menos de su misma edad. Los perros, atados al limonero, tiraban de la soga en dirección a ellos. Al verme en la puerta mamá se interrumpió en la mitad de una frase y me hizo una seña para que me acercara.

‑Él es José María, un viejo amigo ‑me dijo, y luego, dirigiéndose a él‑: Ella es Elena, mi hija.

Hacía siete años que no se veían. Mamá se había pintado los labios y parecía nerviosa. Él, en cambio, lucía alegre y distendido. Hizo una reverencia y me besó la mano como a una princesa. Más tarde, cuando nos sentamos a la mesa, le dijo a mamá que no podía creer que tuviera una hija de mi edad. Ella dijo que a veces a ella también le costaba creerlo. Lo dijo mirándome con un esbozo de sonrisa, como si estuviera contemplando su propia vida. Siempre decía que estaba orgullosa de mí y yo sabía que era verdad. Después se pusieron a hablar de la facultad. José María dijo que cuando mamá dejó de ir a clases y desapareció de la faz de la Tierra él trató de ubicarla, pero ella no atendía el teléfono y las personas a las que preguntó tampoco tenían noticias suyas. Ella sólo dijo que no era el momento para hablar de eso y pasó a otra cosa sin dar explicaciones, pero yo me di cuenta de que no quería herir mis sentimientos porque sabía que se había visto obligada a dejar la facultad cuando quedó embarazada de mí. Después de la cena volví a mi pieza y puse unos dibujitos en la tele. En el escritorio todavía estaba la cajita de música a la que se le había saltado un resorte. Más tarde salí de nuevo al patio y al pasar por el comedor noté que mamá le hacía un gesto a José María para que bajara la voz. No llegué a entenderlo que decían, pero me pareció que hablaban de mí. Él estaba demudado y se notaba que mamá había estado llorando. Yo me senté en la hamaca y me quedé mirando las estrellas. Al rato mamá me vino a buscar para comer el postre. En la mesa había tres copas de helado servidas. José María aún no había tocado la suya. Estaba pálido y me miraba fijo, como si buscara algo en mi cara. No quedaban ni rastros de la sonrisa que había tenido durante la cena. Hasta sus ojos parecían los de otra persona. Frente a la silla de mamá había varios pañuelos de papel arrugados sobre el mantel. Ella abrió una botella de whisky para los helados, él puso un poco en el suyo, echó otro poco en el vaso y me preguntó si era verdad que ya iba a la primaria como le había dicho mamá. Era una pregunta que todos se hacían al verme tan chiquita y flaquita, pero en este caso se notaba que sólo quería darme charla. Después me hizo otras preguntas y cuando ya no supo qué más decir siguió hablando con mamá. La conversación los devolvía una y otra vez al pasado, a la facultad, a los viejos conocidos de esa época. José María agarró la botella y se sirvió un poco más. Mamá le preguntó por algunos amigos que habían tenido en común y él dijo que uno se había casado y vivía en Buenos Aires y a los otros dos no los había vuelto a ver. Escuchándolos hablar me pareció que mamá y José María habían sido algo más que amigos, o al menos que en algún momento él había estado enamorado de mamá. Cuando terminé el helado busqué otro y me fui a tomarlo a mi pieza. Mientras me alejaba oí que volvían a hablar entre ellos en voz baja y sentí en la espalda los ojos pequeños y azules de José María, iguales a los míos, hasta que desaparecí en el pasillo. Bastante más tarde estaba mirando la tele cuando oí los pasos de mamá y de José María y me hice la dormida mientras ellos intercambiaban susurros en el vano de la puerta. Después se marcharon y no volví a oír nada más hasta que mamá cerró con llave la puerta de entrada y vino a apagar la tele de mi pieza antes de ir a acostarse. La noche era calurosa y por la ventana entraba el canto de las chicharras. Podía oír llorar a mamá a través de la pared. De a ratos me acordaba de la cajita de música, que a veces me ayudaba a dormir, y sentía ganas de llorar como ella. Afuera los perros ladraban y otros perros les contestaban en la distancia. Poco a poco mamá se fue tranquilizando y la casa quedó en silencio. Yo me desvelé pensando en ella, en su juventud, en cómo habría sido su vida antes de que yo viniera al mundo, en los sacrificios que había tenido que hacer para criarme ella sola, hasta que sin darme cuenta cerré los ojos y yo también me quedé dormida.