Vi por primera vez Ordet (La Palabra, 1955) de Carl T. Dreyer durante mis estudios en la universidad, en un VHS con rayas. Eran años de cinefilia fervorosa, de aprender de los grandes maestros, de metódicas watchlists, de discusiones apasionadas en los pasillos.

Cuando una película me conmueve de verdad lo puedo identificar de forma muy sencilla: me es absolutamente imposible analizarla mientras la estoy viendo. Precisamente eso sucedió aquella vez que le di play a Ordet: era como si hubiera ingresado en otra dimensión. Hipnotizado, casi anestesiado, mis facultades analíticas entumecidas. Y al final, el golpe de gracia. Un milagro. ¿Cómo analizar un milagro?

Un breve repaso para aquellos que no la han visto, y ruego sepan disculpar los spoilers. Ordet transcurre en la Dinamarca de 1925, en el marco de una sociedad rural dividida por corrientes protestantes antagónicas, el Grundtvigianismo y el Pietismo (si bien estos nombres no se mencionan explícitamente en el film). La película se centra en la familia Borgen, que pronto se agrandará porque la luminosa Inger está a punto de dar a luz. Pero el parto se complica y tanto Inger como su bebé fallecen.

La complicación del parto y la ulterior muerte de Inger abren paso a una serie de debates acerca de la fe, las creencias, la naturaleza de lo divino. Cada uno de los personajes toma una posición firme en el amplio espectro de la religiosidad: desde el ateo doctor que solo cree en los postulados de la ciencia hasta el ferviente patriarca Morten—incólume en su fe Grundtvigiana—, pasando por el insano Johannes, quien ha perdido la cordura a partir de sus obsesivas lecturas de Kierkegaard y habla parafraseando los Evangelios.

Pero nada nos prepara emocionalmente para la escena final, en el funeral de Inger. Mientras toda la familia llora su partida, Johannes pregunta por qué nadie suplicó a Dios que la resucite. Y allí mismo, ante los ojos incrédulos de los presentes—y especialmente ante los nuestros—el otrora insano Johannes pronuncia la Palabra y propicia el milagro. Inger vuelve a la vida.

Vi Ordet incontables veces desde entonces y siempre me ocurre lo mismo. Hipnosis profunda desde el comienzo, estupefacción ante el milagro y luego, indefectiblemente, lágrimas cuando Inger se levanta de su féretro, abraza a su marido y repite la palabra “Vida”. El milagro irrumpe con la potencia de un rayo, trascendiendo toda discusión teológica y evidenciando la esterilidad de toda reyerta entre corrientes religiosas: nos enfrenta a la abrumadora inescrutabilidad del Misterio.

Pasé años intentando comprender cómo es posible escenificar un milagro de esa manera y tornarlo verosímil en un mundo vaciado de toda sacralidad. Tenía muchas preguntas, cada una con sus implicancias teóricas y sus ramificaciones conceptuales. ¿Acaso puede el cine expresar los fenómenos de lo sagrado? ¿Puede una película escenificar lo trascendente, volver visible lo invisible? Proyecté la película en ciclos de cine debate, di clases donde la analicé casi plano por plano, escribí una tesis sobre el milagro en el cine y luego un libro a cuatro manos con mi padre (El cine de lo sagrado, Ed. El hilo de Ariadna, 2019). Pero toda elucubración intelectual se desvanecía ante el asombro profundo y las lágrimas que ineludiblemente llegaban al final de cada visionado, como aquella primera vez en que conocí Ordet en un VHS con rayas.

Hace cuatro años leí con entusiasmo que la Sala Leopoldo Lugones exhibía un ciclo de Dreyer con copias restauradas: por fin iba a poder ver Ordet en una sala de cine, como Dios manda.

Después de verla tantas veces sabía perfectamente qué esperar. Pero aquella proyección fue diferente. En la fila de entrada me crucé con un amigo también director de cine, pero que a diferencia de mí profesa alguna variante del agnosticismo. A mi lado había un hombre que a todas luces vivía en la calle y llevaba sus pocas pertenencias a cuestas. A medida que entrábamos en la sala guardábamos un respetuoso silencio, como si ingresáramos a un templo para rendir homenaje a Dreyer y a aquella obra inmortal.

Mi reacción ante la película, previsiblemente, fue la misma de siempre: hipnosis, estupor y lágrimas, en ese orden, solo que esta vez intensificados por la oscuridad de la sala y el tamaño de la pantalla. La milagrosa resurrección de Inger, una vez más, me había tomado por sorpresa.

Pensé en lo singular de aquel ritual compartido que es ir al cine. En el silencio que nos hermana instantáneamente con personas tan distintas, en la oscuridad de la sala que nos abraza antes de empezar la función, en la devoción con la que miramos hacia arriba, hacia la luz. Cuando la película terminó y nos levantamos en silencio de las butacas, comprobé que mi amigo agnóstico y la persona sin hogar también tenían lágrimas en los ojos.

Al fin y al cabo, el milagro de resurrección había dado paso a otro milagro, más cercano y cotidiano pero quizás igualmente inexplicable: el milagro del cine.

Mariano Nante es director y productor de cine. Dirigió, entre otras obras, La calle de los pianistas, Beethoven: Últimas sonatas, y la serie Concert Privé. Fue uno de los productores de Piazzolla, los años del tiburón (dir. Daniel Rosenfeld) y El Kaiser de la Atlántida (dir. Sebastián Alfie). Escribió junto a Bernardo Nante El cine de lo sagrado (Ed. El hilo de Ariadna, 2019).