De entre toda la paleta de sentimientos más presentes en nuestras vidas, el odio es seguramente el más difícil de evitar, de combatir, de extirpar. Ese lugar deshabitado donde el tiempo humano deja de existir, donde brota la aniquilación, el miedo, la humillación, la ira, y donde la figura humana deja de conmover, y se extingue todo residuo de piedad. Ese odio que daña a quien lo profesa y no siempre al que se dirige. Por eso, sí hay algo que podemos hacer con el odio. Y es no exacerbarlo. Dejarlo estar. Porque quien nos odia nos puede resultar muy útil.
El domingo se despertó ese aquelarre emocional de enfrentamiento a la visión desoladora de la vida humana que desprecia el papel de la sociedad, de la acción colectiva, del papel de la solidaridad, de la empatía, de la compasión. Ese juego peligroso de pensar que azuzar con la intolerancia y los abusos salidos del mismo patrón de desprecio siempre resultan efectivos. Así como amplificar los mensajes viciados por los altavoces de los medios afines para normalizar lo que jamas debió ser normalizado.
Tiempos en que la información canalla no interpreta la realidad, sino que la construye. Pensábamos que en niebla triunfaban los rugidos rotundos y unívocos sobre la palabra sosegada. Pero no fue así. Y no es que Milei no esté vivo, es que está mal enterrado. Le vendría bien agenciarse esta máxima de McLuhan: “Procuro profetizar únicamente lo que ya está sucediendo”.
Lo cierto, es que la elección del domingo deparó algunas decepciones. Se retrasa el esperado regreso de Susana Giménez al país, lo que provocó algunos insomnios generalizados. Impactó, también, la memorable cara de atún que le quedó a Ramiro Marra cuando le susurraron sus resultados, y esa devastadora imagen de soledad de Patricia Bullrich que dicen que pone a diario el lavarropas para sentirse con algo de compañía. Esa soledad atravesada, llena de cicatrices.
El fútbol también tuvo su elección. Se doblegó la tentación neoliberal por el modelo privatizador. Este deporte que es la vida sintetizada en un tubo de ensayo: el éxito, el fracaso, el dolor, el placer, la violencia, la avaricia, el dinero, y, el odio; ese odio que se cultiva desde la noche de los tiempos. Por eso que envidia da Marcelo Bielsa, siendo el novelista de su propio fútbol, eligiendo cada una de sus convicciones, de sus ideas, de sus reflexiones: ”En el fútbol se debería premiar lo que se obtiene merecidamente, con recursos lícitos, sin malas prácticas, sin mentiras, sin maldad y sin odio. Cuando se premia algo que no es bueno, el daño es para todos (...). El mundo del fútbol cada vez se parece menos al aficionado, y cada vez se parece más al empresario. Y como el mundo del fútbol es de los empresarios nos tratan sólo en función de nuestra productividad”.
Tal vez sin saberlo, Marcelo Bielsa, nos regalaba uno de los viejos postulados marxistas de que no solo la conciencia determina la existencia, sino que las relaciones de producción condicionan nuestra concepción de la realidad.
Tal vez me equivoque. Pero uno se imagina a Bielsa del otro lado de la General Paz. Pegado, muy pegado, a esas barricadas de millones de pieles cuarteadas que se fundieron para detener el odio fascista, la ira deshumanizada, y el poder extravagante de la riqueza extrema por domesticar.
(*) Periodista, ex jugador de Vélez, clubes de España y campeón mundial