Los libros son cosas. Parece una obviedad, pero muchas veces el lector pierde de vista que la novela con la que aprendió lo que era el amor o el miedo, el tratado con el que descubrió una vocación, antes que una suerte de maná que llego del cielo del espíritu a su mente es un objeto que se mancha, se rompe, se marca, se subraya (los más cautos, con lápiz; los bárbaros, con infinidad de colores de fibrón o lapicera) y, sobre todo, se vende. En El juguete rabioso, aparecida en 1926, motorizada por el tesón de ese secretario un tanto obstinado del encumbrado Ricardo Güiraldes, el todavía ignoto Roberto Arlt, el modo de construir la relación de Silvio Astier con la alta cultura y el deseo de ser un escritor consistió en mostrarlo siempre rondando el peor margen del mundo del libro, su extrema materialidad. El tono parece de pecado, Astier no puede ser parte de la cultura porque tiene que vérselas con la faceta física y, dios nos libre, comercial de los libros. Su primer trabajo es significativo en ese sentido: empujado por una madre que no lo quiere perdiendo el tiempo en la casa, luego del episodio del robo de la biblioteca, Astier va a pedirle trabajo a un librero inmigrante famoso por pagar raras veces y mal, tanto a sus empleados como a eventuales proveedores. La escena no puede ser menos prestigiosa en lo que se refiere al negocio de este comerciante aprovechador: “Don Gaetano tenía su librería, mejor dicho, su casa de compra y venta de libros usados, en la calle Lavalle al 800, un salón inmenso, atestado hasta el techo de volúmenes”. La descripción es pesadillesca: “Donde se miraba había libros: libros en mesas formadas por tablas encima de caballetes, libros en los mostradores, en los rincones, bajo las mesas y en el sótano”. Las cosas no saldrán bien para Astier con Don Gaetano por las humillaciones a las que empuja al joven necesitado, pero a mediados de la década del 20, podemos leer a contrapelo en la primera novela de Arlt un mundo que hoy nos parece en proceso de transformación. Si nos ponemos apocalípticos, de desaparición: ese tipo de negocios que poblaban el microcentro de la Ciudad y que hoy están siendo reemplazados por cadenas o por locales que ofrecen la experiencia de la lectura mezclada, a veces, con un café tibio y, ahora sí, por fin, “de autor”. 

Librería a la calle con librero, foto AGN, sin fecha

Ese tipo de local viejo, parecido al de Don Gaetano, pero aun así inquietante, con salida a la calle, con vidrieras abarrotadas de títulos variopintos que conformó a Buenos Aires como un modo de lo que el crítico uruguayo Ángel Rama, en un sentido un tanto diferente, llamó “ciudad letrada”, era la librería. Un puesto de venta que armaba su propio ecosistema, podríamos decir, en donde existían los lectores cultos, pero, de a poco, también, los lectores populares, que a su vez frecuentaban los kioscos de diarios no sólo para comprar la revista de moda o el diario del día, sino también las numerosas ediciones de alta circulación de novelas populares o, claro está, de los clásicos que cualquier individuo del lado occidental del mundo tenía que leer y tener en su casa. La conformación de este mundo de libros en lo que va de la primera mitad del siglo XX y sus modificaciones a comienzos del siglo XXI, en una lectura de “largo aliento”, es estudiada con un tono certero, informado, preciso y también anecdótico y cautivante en el libro de Guido Herzovich, Kant en el kiosco. La masificación del libro en la Argentina. Investigador del Conicet en el Instituto de Literatura Hispanoamericana de la Universidad de Buenos Aires, doctorado en la Universidad de Columbia, Herzovich ganó con este proyecto la primera edición del Premio Ampersand de Ensayo 2021, armando un trabajo que se pregunta por la constitución del mercado del libro, por la conformación de su público, por la organización de una infraestructura cultural que sostuvo sus prácticas y, sobre todo, por las complejidades y avatares de la vida de los lectores en los primeros años de la Argentina moderna.

“El camino fue largo y sinuoso”, señala Herzovich al hablar de la idea original del proyecto y de cómo se fue transformando a medida en que comenzaba a desarrollar cada una de las aristas que el objeto iba abriendo en su reflexión. “Al principio, pensé que intentaba reunir dos fenómenos muy concretos: la expansión acelerada del libro argentino en el período 1940-1960 y la modernización de la crítica literaria en ese mismo período, dos fenómenos contemporáneos entre sí que no habían sido pensados juntos. Pero de a poco me di cuenta que en realidad esos dos fenómenos formaban parte de un conjunto más grande, que era la transformación global de la existencia social del libro en la primera mitad del siglo XX”.

Justamente, Kant en el kiosco reconstruye el mundo de los libros antes de la expansión del mercado ya entrado el siglo XX, lo que implicó una transformación de las prácticas de producción y comercialización que abrieron las puertas a los lectores masivos. Eso implicó, según podemos leer en el texto, el pasaje de los libros artesanales, de ediciones pequeñas, siempre pagados por el propio autor, al nacimiento de una burda mercancía como el libro popular. De ahí la “bibliofilia” que imperó en los grandes lectores del poder: Sarmiento, sobre todo, Mitre, eran reconocidos amantes del tipo de papel y las ediciones cuidadas, algo que tenía que ver con el modo de circulación de los productos intelectuales en las elites. Pero a finales del 20 y comienzos del 30, ese mundo ya había cambiado radicalmente: si un joven poeta como Borges había tenido que pagar la edición de su primer libro, Fervor de Buenos Aires (1923), no por falta de lectores (o además de no tenerlos), sino porque había instalada una práctica que dictaba que ese era el camino para sacar un libro, ya a mediados del 30 la cuidadosa circulación de ejemplares según este modelo elevado chocaba con la venta al peso de libros por parte de figuras como Juan Torrendell, mítico fundador de la Editorial Tor (según las malas lenguas, nombrada así para ahorrar tinta y moldes), quien instaló una librería sobre la calle Florida con lujosas balanzas en los mostradores para llamar la atención de los clientes y proponer un nuevo modelo de ventas. De las tiradas cortas de las clases altas a los libros por peso y los clásicos en los kioscos, a precios accesibles, para que los laburantes se pudieran entretener en el viaje de ida y vuelta al lugar del yugo y la explotación. Don Gaetano podría haber sido el peor empleador, pero, para la época, algo de ojo avizor tenía.

Interior de librería, 1904, AGN

Herzovich parte de la sociología literaria, de la historia del libro (una disciplina en expansión en diversos espacios académicos, con los trabajos de José Luis de Diego como antecedente), pero también de la interpretación de tono más ensayístico para pensar cómo la Argentina pasó de ser un lugar en donde las librerías eran espacios de socialización de la gente adinerada o de familia pudiente con un alto porcentaje de ventas de libros importados a ser negocios de venta al público general con diversos sellos allí exhibidos, locales, pensados para la lectura masiva, disputándose con otras bocas de venta un mercado en claro desarrollo hasta, por lo menos, la llegada de nuevos fenómenos, como el boom de la literatura latinoamericana a mediados de la década del 60, coincidente en el país con la dictadura de Onganía (1966-1970), la fuga de intelectuales luego de la Noche de los Bastones Largos y el triste camino hasta la dictadura de 1976-1983. Entre mitad de los 30 y mitad de los 50, Buenos Aires se convirtió en el principal productor y exportador mundial de libros en castellano. En los cuatro años que van de 1936 a 1939 se registraron en Argentina 5.536 obras, casi el doble de las 2.350 que se habían registrado en el período 1900-1935. La cantidad de ejemplares anuales creció a valores astronómicos: de 2.880.000 en 1936 se llegó a la cifra de 50.912.597 en 1953, lo que significó una multiplicación por 17 en 17 años. Hay varias explicaciones para esa expansión, y como bien anota Herzovich, mucho de eso se explica por la transformación y los avatares del mundo editorial español y su impacto en el desarrollo de editoriales en nuestro territorio, como lo muestra la llegada de los disidentes republicanos luego de la Guerra Civil Española y la fundación de sellos, por mencionar dos, como Losada, del español Gonzalo Losada, quien se alejó de la sucursal de Espasa-Calpe y la Colección Austral por ver un catálogo crecientemente franquista, y Sudamericana, nombre poderosamente vinculado con el posterior boom, signada por la visión de otro español que aparecerá a mitad del siglo XX, Francisco “Paco” Porrúa.

Puesto de libros hacia 1960. Foto: Sameer Makarius

Y es que los proyectos editoriales de mayor peso de la época estaban fuertemente vinculados con el desarrollo de la inmigración en Argentina, eso no era raro en el ambiente libresco. Por ejemplo, Samuel y Leonardo Glusberg, dos chicos judíos de Kishinev, cerca de Odessa, habían decidido fundar un proyecto editorial orientado al gran público que se llamó Ediciones Selectas-América, al principio, cuadernillos de 20 centavos disponibles en kioscos y librerías. Luego, Samuel, quien llevó adelante el negocio, fundó en 1921 la revista Babel y, luego, discontinuó lo editado por Selectas-América para empezar a sacar libros inéditos con el ahora sello BABEL (siglas de Biblioteca Argentina de Buenas Ediciones Literarias). Allí, comenzó editando Las horas doradas (1922) de Leopoldo Lugones y terminó sacando, en 1933, Radiografía de la pampa de Ezequiel Martínez Estrada. Glusberg apostaba en la empresa por la circulación de libros de autores argentinos: casi no había obras extranjeras, muy por el contrario, los vínculos que había armado publicando los folletos con Selectas-América ahora conformaban un catálogo de los mejores autores nacionales que, de un modo u otro, iban encontrándose, con mayor o mejor suerte, con el público. Algo similar podemos ver en el caso de Antonio Zamora, inmigrante español que había trabajado como corrector para el diario Crítica y que también comenzó con un proyecto de circulación popular entre enero de 1922 y noviembre de 1924, época en que se publicaron los cien cuadernillos de 32 páginas que conforman la serie Los Pensadores. De una propuesta encargada de divulgar las ideas de los principales pensadores occidentales, pasó a ser una revista comprometida con las necesidades de las clases bajas y concentrada en dar a conocer el pensamiento de izquierda, ahora, con el nombre de Claridad (a partir de 1926), título que también le sirvió para organizar un sello que publicaba obras de teatro, poesía, novelas, textos de tema científico, etc. Ambos movimientos parecen que marcan un proceso similar: primero, la aparición de folletos de factura sencilla y baratos con extractos de libros o notas de plumas locales, luego, revistas con un perfil un tanto más desarrollado de público lector que sirve para acompañar la instalación de un sello editorial con miras más amplias en lo que se refiere a circulación y mercado. Esa transformación implica el mismo movimiento doble del libro: no sólo la expansión comercial, sino también la constitución de un espacio de crítica y reseñas que vaya orientando el gusto del público, en algún sentido, formándolo. Eso va a explicar la modernización de la crítica argentina con la aparición de la llamada generación Contorno, con Adolfo Prieto (figura recurrente en las páginas de este libro), Noé Jitrik, los hermanos Ismael y David Viñas, Juan José Sebreli, León Rozitchner, entre otros. O sea, en algún punto, el desarrollo de la crítica literaria tiene mucho que ver con los modos expansivos del mercado libresco y, sobre todo, con la conformación y las dudas que levantaba un desconocido, extraño y pantagruélico público lector argentino.

Ilustración de Antonio Mingote

La categoría con la que Heimzovich piensa el mundo del libro sirve para ampliar las miras en lo que corresponde al análisis: ya no es meramente cuantitativo o interpretativo, no son números o ideas las que aparecen fragmentariamente, sino que el particular objeto que construye el autor, y que es el fuerte de la investigación, es lo que permite entender esta serie de modificaciones. La noción de “infraestructura”, tomada del antropólogo Brian Larkin, es de utilidad para poder abordar los modos de circulación de bienes y, sobre todo, los sistemas simbólicos que implican y envuelven esa circulación. Así, de la infraestructura “aristocratizante”, por llamarla de algún modo, del libro de autor de la oligarquía local, pasamos a las grandes editoriales que tuvieron el tino y la desfachatez de poner en circulación traducciones de obras que se consideraban imprescindibles para un lector promedio (entelequia que servía apenas para interpretar los gustos de un público más cercano a lo monstruoso que a otra cosa, así lo prueba el crecimiento exponencial de volúmenes en el período recortado), hasta la transformación en nuestros días de esa infraestructura a partir de la lógica de los algoritmos y de una modificación evidente del acceso a los libros.

“Constantemente fui ampliando la investigación”, remarca Herzovich. “Además de los cambios de las estrategias de las editoriales (qué publicaban, cómo ordenaban sus colecciones, dónde las ofrecían), investigué cómo se había modificado el discurso de los propios libros sobre su contenido (en las solapas y contratapas) y cómo se relacionaba eso con la expansión de la publicidad de libros en la prensa. Y para investigar las transformaciones conceptuales de la crítica literaria, empecé por ver cómo se habían modificado las secciones de reseñas y los suplementos literarios. Oh, sorpresa: la publicidad de libros y el comentario de novedades se habían expandido juntos, empujando de a poco todo el contenido cultural de la prensa hacia la actualidad. Justamente, el título del libro sale de un discurso de Francisco Romero, un personaje hoy casi olvidado, en el que se pregunta quién lee las ediciones populares de la Crítica de la razón pura que vio en los puestos de diarios de las estaciones de tren. Esto era inquietante para él por razones filosóficas (Romero era entonces un filósofo muy prestigioso), pero también por razones comerciales, porque además era un editor prolífico, y por lo tanto ya no podía hacer a un lado el misterio con axiomas humanistas ni prejuicios clasistas, como habían hecho antes otros en su lugar. ¿Qué hizo Romero? Pidió una sociología del lector. Un filósofo humanista reclamando una sociología del lector: eso era ya el testimonio de una crisis de fe en el libro como vehículo de cultura. ¿Y quién escribió esa sociología? Un jovencísimo crítico literario que no tenía ninguna formación sociológica, Adolfo Prieto, quien publicó una Sociología del público argentino en 1956, algo que también investigué en Kant en el kiosco”.

Kant en el kiosco va de los datos duros a la anécdotas de editores y libreros, analiza solapas y la constitución de colecciones emblemáticas (como El séptimo círculo, la mítica serie de policiales coordinados por Adolfo Bioy Casares y Jorge Luis Borges), desmonta variables numéricas, pero también se encuentra con los rumores y los apuntes biográficos de lectores del más diverso tipo que vivieron otro boom, no el de los 60, sino el que va de los 30 a los 50 y que implicó la constitución, en nuestro ambiente más cercano, de la importancia de la lectura como motor tanto de entretenimiento como de expansión, tanto de reflexión como de mero tirarse en una reposera a leer la última novela de moda. Guido Herzovich logró en estas páginas un ensayo deslumbrante que también abre una pregunta, una que trata de orientar, ya no de responder, en las páginas finales: qué pasa con la infraestructura social y el objeto particular “libro” en el mundo de los algoritmos y entre tantos discursos apocalípticos que auguran, de un modo u otro, su fin. “Sin dudas, una pregunta clave es de qué modo las dinámicas algorítmicas permiten organizar y segmentar los libros y los públicos, y qué consecuencias tiene eso sobre la totalidad de las modos de participación”, concluye, reflexivo, el autor. “En el posfacio de mi libro propuse algunas preguntas y arriesgué algunas hipótesis. ¿Por qué las reseñas se han vuelto tan amables y tan poco polémicas? ¿Por qué las revistas literarias perdieron su capacidad de darle identidad a comunidades de lectores? ¿Por qué hoy se juntan tres escritores y ya no abren una revista, como en otra época, sino una editorial? No sé si acerté las respuestas, y estas infraestructuras son tan dinámicas que incluso los aciertos seguramente caduquen antes de que el libro junte una digna capa de polvo. Pero espero haber sido convincente cuando digo que para entender estas cosas concretas es necesario pensar todo a la vez. Para entender el fenómeno, propuse una frase un tanto pretenciosa que es una modificación de un slogan: la lucha de públicos es el motor de la historia literaria”.