Cambio, cambio. Así repetida, la palabra se instala como un susurro, una provocación, el borde de un riesgo, doble o nada. Cambio, cambio; se escucha en las calles céntricas de cualquier ciudad del país, es un asalto al boleo de quienes caminan vaya a saber con qué rumbo, en busca de concretar qué trámite. Las manos en jarra, una riñonera a la que se señala con los pulgares, cambio, cambio, ¿no tenés o no querés? Oportunidad, cotización, ventaja, una transacción rápida, para nada segura, pero quién pudiera estar segura de algo. Ese rumor sibilante y al paso es un imperativo que excede en mucho los billetes de papel cada vez más volátiles, menos materiales, pero que ahí en las riñoneras el bulto tentador, el riesgo a todo trapo pero en dólares.
El cambio es mandato de época justo cuando ya no te lo piden porque todo se puede pagar por teléfono, es el virus agazapado en la inmediatez de las comunicaciones, un día una cosa, al otro discutimos otra. Cambiamos, un día el león parece voraz, al otro abraza un patito -en qué te has convertido, Patricia-. Cambiar es la apuesta de los montajes audiovisuales que explican la “realidad” o la “verdad” a diario en el territorio digital, es la prueba a cumplir para estar en este mundo acelerado en el que sentimos la muerte respirándonos en la nuca a escala global y no salimos mejores sino más negadorxs. El aislamiento iba a provocar una revolución sexual y en cambio hay cientos de miles de trabajadores y trabajadoras en todas partes del planeta viendo imágenes como enajenades para detectar partes del cuerpo humano y mantener a las redes sociales libres de pezones, de desnudez, de lo que puede o no puede un cuerpo sin filtros.
Cambian los precios sin darnos respiro. Cambió el escenario electoral para darnos un alivio, una festejadita y a seguir, como dice la escritora Raquel Robles en una nota que sacude porque se ancla en una memoria bien material y presente, la memoria de una militancia que ensaya la vida que quiere mientras la persigue. Porque no pide cambio sino persistencia, en todo caso transformación, que no se parece en nada a esa insistencia de cambiar como se cambian figuritas. Cambiá tu dieta. Cambiá tu cuerpo. Cambiá el humor. Soltá lo viejo, abrazá lo nuevo. Todas frases escuchadas, leídas, scrolleadas hasta la náusea, tan de la era de la app que con un clic y pago electrónico te permite cambiar tu ritmo intestinal en una semana.
Y volvió a cambiar el escenario electoral. Ya se dijo en esta columna, ahora el león sonríe y ampara a la casta, la señora que prometía todo o nada a bordo de un auto a 150 aunque no haya prisa para atropellar sin piedad lo viejo y lo lento, perdona y se hace perdonar; una ternurita. Así es el cambio que se opone a la continuidad -la nueva narrativa de La Libertad Avanza con música de meditación barata de fondo-, instantáneo, soluble en agua, fácil de tragar. El cambio está divorciado del tiempo, del proceso, de la memoria de la cocinera que sabe de esperar hasta que los ingredientes muten en guiso.
Es un tembladeral este presente continuo que exige actualizaciones permanentes sin ofrecer más que volantazos. El susurro obsceno en el oído: cambio, cambio. Como si vivir no fuera insistencia, como si fuera posible vivir sin el sostén de lo que ahí se queda, quienes ahí se mantienen con la mano tendida para que otres puedan ensayar una y otra vez las mismas piruetas hasta que se hacen baile. El futuro demanda la memoria del trabajo de aprender. De todos los errores que implica una palabra bien dicha, que nombre y haga mundo.
En este tembladeral de una coyuntura omnipresente el territorio de las palabras también cruje, se reacomoda, persiste. Se sostiene en las mismas mesas en las que hablar con la e es aguar la fiesta. Hasta encontrar aquellas que como condoritos que se lanzan al vacío para aprender a planear aterrizan sobre la pared escarpada de un cañadón, llegan a quien no sabía que podía o quería escuchar. Las transformaciones sí necesitan tiempo, insistencia. Subir con Nicanor Parra y su Hombre imaginario las escaleras imaginarias para mirar el paisaje imaginario, hecho de valles y cerros imaginarios. Hasta sentir un mismo dolor y placer, un palpitar, el terreno común de los cuerpos. Qué tamaña rebeldía hacer pie en la imaginación y insistencia hasta tocar sus bordes más concretos. O como dice la consigna: hasta que sea como lo soñamos.