Había un hueco en el piso. Y una pequeña grieta en la pared por la cual el sol se colaba durante una hora o poco más, en las siestas de verano. El hueco era del tamaño de una pelota de tenis y la grieta medía unos 20 centímetros de largo. Después del almuerzo, cuando ya mi madre empezaba a lavar los platos que yo había levantado de la mesa, corría hacia la casa vieja, a toda velocidad, para llegar antes de que la línea de sol que entraba por la grieta llegara al centro del hueco. La línea iba de izquierda a derecha y si llegaba a la casa cuando ya había superado el hueco, alguien de mi familia, incluso yo mismo, moriría ese día.
Los días de lluvia eran un gran alivio, porque me liberaban de la responsabilidad; pero había esos días en los que de a ratos escampaba y debía tener mucho cuidado de que a la hora justa no apareciera un rayo de sol inoportuno que fuera a dar en el hueco cuando ya a todos los creía a salvo.
Don Lázaro ‑un viejo peón de la chacra que vivió en la casa hasta que murió, dos años atrás‑ fue el que me puso a cargo de cuidarnos. Fue durante una siesta de las más calurosas que recuerdo del campo. Mamá me había mandado a dormir, pero como no tenía sueño me escapé por la ventana del dormitorio y, ocultándome entre los álamos, corrí por el camino de tierra hasta llegar a la casa del extremo. No había nada especial ahí, más que una quintita, unas gallinas flacas y una gata tuerta a la que le gustaba acurrucarse entre mis piernas. La casa vieja pertenecía también a mis padres, pero la usaba don Lázaro desde hacía no sé cuántos años y una vez le oí decir a mi padre que allí se iba a quedar hasta que el viejo muriera. Don Lázaro cobraba una jubilación, pero todos los gastos de la casa y de la comida corrían por cuenta de papá. Lo sé porque se lo decía a todo el mundo y todo el mundo lo felicitaba por su gran corazón. Pero la verdad es que no sé cuánto gasto podría tener esa casa destartalada, sin luz, sin gas, sin agua corriente, sin nada más que una ventana sucia y unas paredes agrietadas. Y la comida se la abastecía de la quinta, de los huevos y de las propias gallinas flacas. Pero de todas maneras don Lázaro estaba muy agradecido por lo que mi familia le daba y por eso es que cada verano, durante las semanas que pasábamos en el campo, se encargaba de custodiar el rayo de sol que entraba por la grieta. Nunca pero nunca se había permitido una distracción, ni siquiera cuando era más joven y a esas horas le daba mucha sed de vino. La prueba estaba en que todos nosotros seguíamos vivos y saludables.
Esa tarde se asomó por la ventana para callar a las gallinas que no lo dejaban dormir y me vio a mí, sentado contra la pared y acariciando a la gata, que también era vieja y murió poco tiempo después que don Lázaro. Lito, me dijo, por qué no está durmiendo la siesta en la casa grande. No tengo sueño, le respondí. Pero no está bien que ande por estas horas al sol y con la cabeza descubierta, se va a insolar. Me encogí de hombros y no le respondí nada. Vuelva pa´las casas o su madre se va a preocupar, me dijo. En la casa me aburro, le respondí, además están todos durmiendo. El viejo salió y miró al cielo. Parece que mañana vamos a tener una tormenta de las grandes, dijo. Cómo sabe, le pregunté. Se respira, me respondió. Yo aspiré el aire profundamente, pero no me di cuenta de nada. La gata tuerta saltó de mi regazo y fue a restregarse entre las piernas del viejo. Ronroneaba muy fuerte. Yo creo que hubiera podido oírla desde la casa grande. Se oían fuertes también las chicharras de los álamos y el zumbido de las abejas que revoloteaban por la quintita. ¿Y usted? le pregunté. Y yo qué m´ijo. ¿Usted no se aburre a la hora de la siesta? El viejo aspiró profundo, como antes había hecho yo, pero se notaba que él sí se daba cuenta de todo. Yo no me aburro porque tengo trabajo que hacer, me respondió. ¿Trabajo? ¿Qué trabajo? le pregunté con un tono de voz que delataba mi incredulidad, porque yo lo había visto siempre sentado y mirando al piso. A veces me daba lástima y a veces me asustaba. Un trabajo muy importante, me respondió. Y entonces me contó lo de la grieta, el hueco y el rayo de sol que había que custodiar mientras nosotros permaneciéramos en la chacra. Es muy, pero muy importante que el rayo de sol no atraviese el hueco mientras nadie lo mira. La cara de Lázaro estaba seria y tenía los ojos muy abiertos. No eran los ojos de alguien que miente. Me mostró cómo se hacía, y cuándo había que mirar y durante cuánto tiempo. Yo estoy viejo, me dijo, y más tarde o más temprano me voy a morir; cuando eso ocurra, ahora que conoce el secreto, tendrá que ser usté el que se encargue de velar por la salud de los suyos. Me quedé espantado por la responsabilidad a la que me estaba sometiendo. El viejo me revolvió el pelo con la mano callosa. No se asuste, ya ve que es fácil la tarea, me dijo, y se rió. Yo de todas maneras, por más fácil que fuera, estaba aterrado; ni siquiera atiné a preguntarle cómo es que sabía todo eso que me confió; simplemente lo sabía, porque lo respiraba en el aire, porque había que saberlo, como supo de la tormenta que al otro día casi se lleva el techo de las dos casas.
Una noche de domingo, mientras cenábamos el asado frío que había quedado del mediodía, sonó el teléfono y atendió mi papá. Dijo que sí, que claro, que iba a viajar al campo la mañana siguiente, dijo un gracias algo frío y cortó. Se murió Lázaro, le dijo a mi madre, sólo a mi madre, como si a mí no pudiera interesarme una noticia semejante. Pobre, estaba ya muy viejo, dijo mamá y siguió comiendo el asado frío como si nada hubiera ocurrido. Yo me puse a llorar y a mis padres en principio les sorprendió que la muerte del viejo Lázaro hubiera podido afectarme tanto, pero luego tomaron como algo natural que un chico le hubiera cobrado afecto a un viejo que podría haber sido el abuelo y que además era tan bueno, pobrecito, descanse en paz. Esa noche me oriné en la cama y al día siguiente mi madre no sabía si retarme o acariciarme por lo que había hecho. Puso el colchón al sol y me dijo que no se lo iba a contar a papá y yo entonces me sentí más avergonzado aún. Después pasaron meses durante los cuales me olvidé completamente de la grieta, del hueco, y de la responsabilidad que el viejo Lázaro había cargado sobre mis hombros. Pero cuando llegó el verano y la familia comenzó a hablar de las vacaciones en la chacra, me volví a orinar en la cama y esta vez papá se enteró pero no me dijo nada, ni bueno ni malo, y eso me avergonzó todavía más.
Llegamos a la chacra poco antes de navidad. Era de noche y estaba nublado. Durante los días siguientes se mantuvo igual e incluso llovió con intensidad. Hubo una semana entera durante la cual el sol no se dejó ver. Sin embargo yo no estaba nada tranquilo y cada siesta tenía un ojo puesto en el cielo y otro en la casa vieja del extremo del camino. Escampó dos días antes de año nuevo. Había un cielo limpio y el calor era pesado, pero el camino estaba intransitable por el barro e incluso caminando se hacía difícil avanzar. Ese primer día llegué embarrado hasta la coronilla, aunque justo a tiempo para ponernos a salvo a mi familia y a mí.
A la segunda semana, la rutina había logrado despejarme de la parte más pesada de la carga y ya no sentía miedo ni angustia. Bastaba con llegar a la casa, abrir la puerta, sentarme contra la pared opuesta a la grieta y esperar a que la línea de sol cruzara el hueco de izquierda a derecha en un lapso de tiempo que no iba más allá de la hora. Para cuando regresaba a la casa grande, todos seguían durmiendo, sanos, salvos, y la vida continuaba en paz. Así transcurrió aquel primer verano bajo mi custodia y también buena parte del segundo, hasta que una tarde mi madre descubrió que me escapaba durante las siestas y decidió castigarme encerrándome a esas horas en el cuarto oscuro y húmedo que había en el altillo. Lloré y grité y protesté e intenté explicarle por qué me iba de la casa cada siesta hasta la casa vieja de la punta del camino, pero no quiso escucharme y, casi arrastrándome de un brazo, me llevó hasta el cuarto y cerró con llave. Entonces empecé a patear la puerta para que me dejaran salir, porque tenía que ir hasta la casa vieja, se estaba haciendo tarde y tenía que llegar antes de que la el rayo de sol atravesara el hueco del piso, pero no me abrían y entonces grité más y le pegué más fuerte a la puerta hasta que subió mi papá, abrió de golpe y me agarró de los pelos y me dio tres cachetadas mientras me decía pelotudo de mierda callate la boca; y yo deseé con toda el alma que ni una nube se interpusiera delante del sol ahora que el rayo estaría llegando al hueco, para que se murieran todos de una vez; mi padre, mi madre e incluso yo.