Desde Barcelona
UNO ¿Twinpeakeano? ¿Twinko? ¿Peakista? ¿Twinpero? ¿Cómo se le dirá a alguien nacido en Twin Peaks? Rodríguez no recuerda que en ninguna temporada ni en esa cada vez mejor Fire Walk With Me se aclare la cuestión. Tal vez porque lo importante no es haber nacido allí sino vivir así.
Y todos –Rodríguez incluido– viven en Twin Peaks, Washington State...
DOS ...Dimensión Desconocida pero aún así –a lo largo décadas y de episodios– seria serie tan divertida y aprendida de memoria y vuelta a ver en VHS y en DVD y en BluRay. Y acompañada por diarios de Laura Palmer y de Dale Cooper y de un reciente scrapbook estudiando la historia secreta y antigua del lugar (acercándolo al Derry del It de Stephen King y al payaso Pennywise volviendo a hacer de las suyas “más o menos cada veinticinco años”; y ya se ha anunciado otro, un “dossier final”, para octubre) para intentar calmar un apetito que jamás se sació del todo. Y que , claro, sigue sin saciarse.
Porque esa es la clave de Twin Peaks: siempre deja con ganas de más, nunca alcanza, cada hora transcurre como en un tiempo líquido y ritmo elástico –plagado de esos sonidos y de esos ruiditos controlados a milímetro y al decibelio– que no tiene nada que ver con la retrasada velocidad de apps y WhatsApp. Y uno sale de allí como recién dormido o despierto y enseguida empieza a decirse eso de “no tengo que olvidarme de nada, no tengo que olvidarme de nada”.
Pero el pasado lunes a la madrugada se acabó lo que se daba. Y –Rodríguez no va a comentar nada acerca de cómo terminó lo que en realidad no empezó– Twin Peaks comenzó a olvidarse de sus visitantes y desapareció en esa niebla que cubre sus bosques feroces y tras cortinas que cubren su habitación roja.
TRES ¿Y ahora? ¿Cómo va a enfrentarse Rodríguez al próximo lunes sabiendo que no va a esperarlo un nuevo episodio de Twin Peaks? ¿Que va a hacer cuando por fin empieza el otoño, pero ese viento ahí fuera no es ese viento que mueve ese semáforo en un cruce de calles?
Porque en el principio de todo estaba el viento. Lo cuenta Mark Frost –co-creador de la serie– y lo leyó Rodríguez en Reflections: An Oral History of Twin Peaks ensamblado por Brad Dukes en 2014. Allí Frost recuerda la primer reunión con los ejecutivos de la ABC en tiempos en los que en la caja boba abierta no existía nada parecido a Twin Peaks con lo que se pudiese compara a su proyecto. Y no es que hoy exista mucho que se le asemeje; pero sí está claro que su buena o mala influencia en esquirlas y destellos es detectable desde Los Soprano y Six Feet Under y The Wire, pasando por Lost, hasta llegar a Mad Men o Breaking Bad o Ray Donovan, a la que esta últimas semanas Rodríguez vio en tándem con Twin Peaks, en un mix de realismo sucio y limpia alucinación. (A lo único que Twin Peaks no se ha molestado en contagiar es a esa cada vez más decepcionante hasta para sus fans telenovela mexicana con pretensiones isabelinas que es Juego de bobos, piensa Rodríguez.) En cualquier caso, ahí, en 1988, en plena huelga de guionistas de cine/tv, Lynch y Frost proponen su proyecto. Y –con esa voz a toda lentitud– habla Lynch. Y Frost recordó que lo que dijo Lynch fue: “Bueno... Está este pueblo... Y este viento... Y esta chica que muere... Y entonces suceden un montón de otras cosas...”.
Y, sí, era todo verdad: pueblo y viento y un montón de cosas.
Y está claro que “el viento” de Twin Peaks es “la nada” de Seinfeld.
Y el resto es historia, la historia de Twin Peaks, y de una serie que hizo historia y volvió para seguir haciéndola y ahora vuelve a irse, como arrastrada por su propio viento.
CUATRO Por ese viento donde –contrario a lo que canta un premio Nobel al que deberían haberle ofrecido cameo; porque no hubiera desentonado para nada sobre ese escenario del Bang Bang Bar al final de casi todos los episodios– no está la respuesta a todas esas preguntas que uno se hace cada vez que sopla Twin Peaks. Un viento que esta vez –estas dieciocho veces– no se conformó con corretear por Twin Peaks. Y saltó a New York, a Los Ángeles, Buckhorn, New Mexico, París, Londres y... uh... a un Buenos Aires donde alguien le solloza a David Bowie que “Mr. Jeffries, la mierda sale de mi culo... ¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme!”. Twin Peaks, piensa Rodríguez como el Tlön de ese cuento de Borges abduciendo el mundo entero. Pero en realidad no. En realidad el influjo de Twin Peaks es diferente. Y más sutil e inquietante. Porque no cambia ni altera ni posee nada; sino que hace que veamos todo lo twinpeakeano que ya estaba allí, desde siempre, aunque no pudiésemos o quisiésemos verlo como vemos Twin Peaks (concentrándonos en detalles mínimos pero nunca triviales como el modo en que el sheriff Frank Truman elije un sandwich de roast beef envuelto en papel encerado y le da un golpecito, o la manera en que resplandece esa sonrisa epifánica y cocaínica de Becky en un descapotable). Lo que se consigue al ir de visita a Twin Peaks es que, al volver, sepamos que siempre estuvimos allí; porque Twin Peaks estuvo y está y seguirá estando en todas partes. Porque Twin Peaks, está hecho de la materia de los sueños.
Y, claro, Twin Peaks: The Return nos ha dejado un par de enseñanzas muy importantes. Una es que –Hell-o-ooo!– dentro de todo Dale Cooper hay un Dougie Jones. O viceversa. Y, en cualquier caso, que ambos son “tipos interesantes”.
Y la otra es que el verdadero presente son esos jóvenes de roadhouse musical –¿Twin Peaks: The Next (De)Generation?– sin dirección a casa y a los que, también, en el futuro les va a pasar el pasado por encima.
Porque todos son twinkpeakeanos.
De ahí que, si se los mira fijo –a todos a todo– y uno se pone en modo Twin Peaks es, de algún modo, como si la historia continuase. Y nos convencemos de que termina con que sigue.
De acuerdo: pésimamente filmada; y con diálogos más hipnotizados que hipnóticos; y con “Despacito” de música desfondada en lugar de las profundas “No Stars” o “Just You”. Y sin convenient store atómica y relampagueante y en blanco y negro donde conseguir palas doradas para salir de tanta mierda en la que no hay troncos que nos cuenten verdades incomprensibles e innegables o conversaciones que nos hagan reír sin saber de qué nos reímos. Pero – ¡Ayúdeme! ¡Ayúdeme!, ruega Rodríguez– peor es nada, peor es pensar en tumores externos sin el cuidado paliativo y morfinesco de Twin Peaks.
Así –a su imperfecta manera, de este lado– Twin Peaks persiste en los reproches y mentiras de ida y vuelta en cuanto a si USA sí o no advirtió al Govern de la inminencia del atentado en la Rambla y si no o sí se le hizo el caso correspondiente mientras Juana “Big Mother” Rivas llora igual que Laura Dern y un bicho se mete en nuestras bocas como la polémica hormiga infiltrada en la vitrina de la Dama de Elche. Y ni mencionemos a Trump (y tal vez Twin Peaks: The Return no tuvo mucho rating en USA, porque su nonsense imprevisible arrima demasiado el Black Lodge a la White House. Así que a distraerse con dragones y princesas).
Y así sigue Twin Peaks que –la principal crítica que se le hace es su más grande virtud– es como un poema de John Ashbery, como una canción de Steely Dan, como la vida misma: no se entendió ni se entiende ni nunca se entenderá del todo.
Pero nos entiende.
Twin Peaks, Twin Peaks, Twin Peaks, todos estuvimos y estamos y estaremos allí.
CINCO Nos vemos en (lo vemos durante) veinticinco años.