En diciembre de 1983, a los 16 años, comencé a escribir mi primera novela. La fecha no es intrascendente ni una casualidad. El inicio de la democracia me hacía sentir que me lanzaba al mundo, a la vida de adulto que quería llevar. Estaba todo por hacerse. Si deseaba ser periodista y escritor tenía que empezar a serlo. Así fue que durante ese verano de 1983/1984 me dediqué a escribir todas las noches acompañado por la radio. Escuchaba primero 9 PM, el programa de Lalo Mir y Elizabeth Vernaci en FM Del Plata, y luego pasaba a FM Rivadavia, en la que estaba Graciela Mancuso con su Sonrisas. Los sábados comenzaban más temprano con Sábado PM, también conducido por Lalo y la Negra. Me acompañaban, me divertían y me inspiraban. Escribía al ritmo de las versiones demos de los Redondos y la grabación en vivo de “Dinosaurios” de Charly García (pisaban con un “Radio del Plata” cuando Charly decía “cogiendo”), u oyendo una banda de Hurlingham que llevaba el columnista Roberto Pettinato al programa de Mancuso.
Ese año había comenzado en abril, cuando fui a mi primer Obras. Fui solo porque a mis amigos no les atraía el rock nacional como a mí. No me animé a ir al Obras de Riff y terminé yendo una o dos semanas más tarde al de Raúl Porchetto (mi gusto musical era ecléctico y errático). Más allá del concierto, lo que más recuerdo fueron las tres horas que tuve que esperar en Retiro para que apareciera el primer colectivo 20 del día que me llevara de vuelta a Lanús. Si estás tres horas esperando el bondi, en plena madrugada, sin nada para leer, lo lógico es empezar a pergeñar una novela, un cuento o cualquier otra obra que te ponga a trabajar la imaginación.
Hubo otra actividad en ese mes que me marcó. Sin avisarles a mis viejos (por temor a que no me dejaran ir) fui a un homenaje que le hacían a Haroldo Conti en la SADE. No iba por Haroldo, a quien todavía no había leído, sino porque uno de los oradores iba a ser el escritor que por entonces más admiraba: Ernesto Sábato. Mi autor favorito no apareció, mandó unas disculpas poco creíbles (yo uso mejores excusas hoy en día para faltar a una actividad), pero la jornada fue muy movilizadora. Participaron Jorge Asís y Martha Lynch con palabras muy emotivas sobre Conti. Unas chicas de Letras pasaron juntando firmas para una solicitada en la que se reclamaba la creación de una comisión investigadora por la desaparición de Conti. Fue mi primera solicitada.
Las personas que estaban a mi alrededor hablaban de escritores por sus nombres, por lo que supuse que ellos también escribían o eran críticos. Una de las chicas que juntaba firmas llamó a uno “profesor” y le agradeció que le hiciera descubrir la literatura de Haroldo Conti. A pesar del miedito que me daba un tipo que estaba en la primera fila, que se daba vuelta y nos miraba a todos y se negó a firmar la solicitada, yo sentí que ese lugar era donde quería estar. Significara lo que eso significara.
Un par de meses más tarde gané un concurso de cuentos en la revista Juegos para gente demente. El concurso era temático (los juegos en todas sus formas) y lo coordinaba Gloria Pampillo, que comentaba los cuentos enviados. Como yo había mandado dos, del otro cuento puso: “Otro que tiene que seguir escribiendo”. Esa frase la leí mil veces. Alguien me decía que debía seguir con la escritura y me premiaba con la publicación de mi primer cuento, además de entregarme diez libros del Centro Editor de América Latina. Ah, el cuento era malísimo, pero tocaba fibras muy sensibles en esos momentos. Una partida de truco entre el Dios y el Diablo en el que se jugaban la Argentina. Era muy joven. Piedad.
Un aviso en la revista decía que Gloria Pampillo daba talleres literarios. Así que llamé y empecé a hacer un taller con ella. Se escandalizó un poco cuando le dije que Sábato era mi autor favorito. Me gustaban sus novelas y sus ensayos. Como si fuera una médica que intenta curar una enfermedad literaria recetando medicamentos, me prestó dos libros: Alrededor de la jaula, de Conti, para curar mi gusto narrativo, y un libro de ensayos de Noé Jitrik. Gracias, querida Gloria, por hacerme leer a Conti.
Con un amigo y compañero de escuela fuimos al cierre de campaña de Oscar Alende en Plaza Miserere (Somos la patota del Doctor…). En mi curso había un peronista, tres del PI y el resto alfonsinistas. Si bien algunos no participaban en las conversaciones, a la mayoría nos interesaba discutir de política, sobre todo con los profesores. Tampoco había muchos docentes que se animaran a hablar todavía porque venían con los miedos y prejuicios de los años de dictadura. Y si bien estábamos en una transición bastante tranquila, a muchos les resultaba difícil de controlar nuestro fervor democrático.
Tres años me llevó escribir esa primera novela que nunca publiqué. Se llamaba La inocencia no es excusa, título robado a un disco de Saxon. Tenía dos historias: la principal transcurría en 1983. Comenzaba en el recital de Porchetto en Obras y terminaba en el acto de cierre de Alfonsín, que el protagonista cruzaba indiferente a la turba radical, preocupado por otras cosas. Argumento: tres amigos, uno de ellos se enamora de la novia del amigo. La otra historia estaba intercalada con la principal, comenzaba a mediados de los 60 y terminaba en 1978. Esta segunda línea narrativa contaba cómo dos amigos adolescentes tomaban caminos distintos: uno el del hippismo y el otro el de la guerrilla.
Cuando pienso en ese año de tantos comienzos, no puedo dejar de sentirme un privilegiado por haberme lanzado a la vida adulta con una dictadura en retroceso. Pienso que nadie, ni mis padres, ni mis abuelos pudieron tener cuarenta años seguidos de democracia. Que con sus avances y retrocesos, la democracia es la que nos permitió una convivencia sin miedos. Podemos hacer listados de injusticias, de gente asesinada por fuerzas estatales, de la pobreza que viven muchas generaciones de familias, pero nada es comparable a lo anterior de ese 1983. De la misma manera que no somos conscientes del aire que respiramos, nos movemos en democracia como si fuera algo que siempre estuvo. Lo anterior ya es lejano. Gran parte de la población nació en estas cuatro décadas y no conoce otra forma de gobierno. Pero siempre se puede retroceder. El autoritarismo y la violencia irracional están siempre latentes, buscando nuevas formas para imponerse. Escudarse en la democracia para hacernos regresar a los tiempos más oscuros del país, es una de ellas. Se fueron hace cuarenta años. Que no vuelvan.