En la esquina de Lacroze y Alvarez Thomas, unos chicos cargan a un amigo al preguntarle por qué no estaba vestido como metalero. Mientras la terna se saluda, vinito en mano, dos señoras paquetas los miran desde la fila sin entender la broma. En medio de ese vaivén de gente, oriunda de las faunas más diversas y exóticas de la urbe, una mujer no puede contener su curiosidad y abandona por un instante la espera del colectivo para saber quién estaba por tocar en vivo. Ante la consulta abierta, alguien recoge el guante y contesta: “Cristian Castro”. Al ver su rostro de extrañeza, porque un artista de esa envergadura y perfil es más afín a un Movistar Arena, la respuesta se torna específica: “Cristian Castro se presenta con su banda de rock”. La Esfinge se llama el proyecto, y estrenó el viernes a la noche, en Teatro Vorterix, su nuevo disco, La cruel cantora, a través de un show que tuvo de todo.

Pese a que siempre se le vinculó a la música romántica y al pop telenovelero, el artista mexicano solía sorprender en algunas entrevistas al revelar su pasión por el rock. Si bien en sus discos solistas de la primera mitad de los años 90, entre los que destacan su debut Agua nueva o El deseo de oír tu voz, el hard rock y la balada metalera (de cuña aletargada a lo Whitesnake o Bon Jovi) salpicaban el repertorio. El álbum en el que es notoria esa influencia es El camino del alma (1994). Poco luego, se declaró fan de la banda de metal progresivo Tool, al punto de que lleva tatuado su logo en la espalda. De lo que puede dar cuenta el video de su mega hit “Azul”. Sin embargo, no fue el único grupo que lo marcó. También reconoció su afinidad con Black Sabbath, y hasta se lo vio arengando a Amon Amarth, en un recital del grupo sueco de death metal en México.

Si no había llevado a cabo ese arrebato, fue por “respeto” al rock. Como bien le confesó a Matías Martin en su programa de radio en Urbana Play el mes pasado: “No sé por qué no lo hice antes. Supongo que era la cima”, le dijo al conductor. “Ahora que estoy más adultito, perdí el miedo que tenía a hacer rock. Ojalá la propuesta guste”. Previamente a hilvanarla, lo primero que hizo fue adoptar el álter ego Lügh Draculea, para separar su veta rock de su trayectoria en el pop. Entonces, durante una estancia en Chile, se juntó con Beto Cuevas, frontman de La Ley, para que lo ayudara a darle forma a esa impronta sonora. En años anteriores, puso su voz al servicio de artistas del rock alternativo, como sus paisanos de Genitallica. Pero Castro estaba en busca de otra cosa. Una vez que definió la estética de La Esfinge, en 2013, reclutó a varios músicos de la escena de su país y salió al ruedo.

Al principio, se abocó a hacer covers, lo que dividió las aguas. Muchos no vieron con buenos ojos, hasta les parecía una herejía, que el cantante y compositor empuñara himnos como “Paranoid”, de los ya mentados Black Sabbath. Lo cierto es que ese trajín le sirvió para afinar la puntería. Meses más tarde, anunció que trabajaría con el productor David Bottrill (estuvo a disposición de bandas del calibre de Dream Theater, Rush y Tool), y el resultado vio la luz en febrero de 2014: El cantar de la muerte. Si ese abreboca, constituido por canciones de su autoría, estuvo atravesado por un crossover de estilos, hace unos pocos días salió la secuela: La cruel cantora, donde el heavy metal y el black metal pisan fuerte. Tras grabarlo con integrantes de su antigua formación, al decidir instalarse una temporada en la Argentina comenzó a reclutar a músicos locales.

Acompañado por el violero Chowy Fernández, baluarte de la nueva sangre de las tendencias extremas en el país, y el baterista Alan Fritzler (ambos integran en paralelo Barro, cuarteto de metal alternativo liderado por el rapero Ca7riel), se lo pudo ver al ídolo mostrando esta faceta en el streaming de Mex Urtizberea, en septiembre pasado. Lo que coincidió con la revisión que hizo Santiago Motorizado, en sus shows en vivo, de uno de los clásicos de Castro: “No podrás”. Según el mexicano, eso lo empujó a elegir Argentina como búnker para esta etapa de La Esfinge. Y formalmente quedó inaugurada en la primera de las funciones (la segunda estuvo pautada para el sábado) de la presentación del segundo disco, cuando el telón se abrió a las 21 hs. Arrancaron con “Lobos” y “Príncipes siniestros”, del novel repertorio. 

Desempolvó “Purgatorio”, tema del primer álbum de La Esfinge cargado de guturalidad. En ese inicio caótico, alguien del preguntaba por el hijo de León Gieco. En realidad, se trataba del vástago de Adrián Bariliari, Ruido Barilari, dueño del bajo y del soporte vocal. Siguieron con el single que titula al disco en cuestión, “La cruel cantora”, heavy metal épico condimentado con falsete, escalas y dramatismo. Aunque no hay duda de que el show despertaba cualquier tipo de morbos, Castro sabía muy bien lo que hacía. Y además era bueno consumándolo, ya sea cantando o tocando cualquiera de las tres violas que usó. Respaldado, por supuesto, por una banda diestra que completaba el tecladista Alejandro Graf y un trío de coristas. Posiblemente lo más freak lo protagonizó el público de un Vorterix que no se colmó del todo, desde donde tiraron bombachas y hasta hubo piñas con la seguridad del lugar.

“Hedonismo, evolución” ofreció una lectura actual del black metal, y “Fantasmas" recrea el metal clásico. “Esto para nosotros es histórico”, afirmó Castro en una de sus pocas alocuciones. A lo que le secundó el single “Grand Prix Fórmula 1”. Si a “Malfarium” lo sacudía cierto halo de funk, “Moiras” bajó tres cambios hasta la balada lisérgica. Hubo dedicatoria para Ricardo Iorio previo a “El brutal Caín”. El hit llegó con el hard rock “Beso negro”, de El cantar de la muerte. En “Las consecuencias”, sacó a relucir de vuelta su afán por el metal épico, y en “Cuarta dimensión” evidenció su fascinación por lo progresivo. Sobre el escenario, el artista nunca se corrió de la humildad. Tampoco de la empatía con sus músicos, a los que arengó tras cada corolario que los desbordaba. Si La Esfinge suena mejor en vivo que en los discos, Castro a lo largo de dos horas demostró que domina el arte del eclecticismo.