La gran astucia de Raúl Alfonsín fue que en lugar de definir su campaña en función de la vieja contradicción peronismo vs antiperonismo, puso el eje en la disyuntiva histórica democracia vs dictadura. Lo cual le permitió sumar el caudal de votos suficiente para ganar la presidencia el 30 de octubre de 1983 por el abrumador porcentaje del 52%, derrotando a la fórmula peronista encabezada por Ítalo Argentino Luder, que obtuvo un 40% de los votos y perdió en la provincia de Buenos Aires.
Era la primera vez que el peronismo se enfrentaba a un proceso electoral desde que había muerto Juan Domingo Perón. Aquel octubre del 83 no fue una elección más, habían pasado más de diez años desde que se había votado por última vez, había pasado toda la dictadura y sus crímenes, había pasado la guerra de Malvinas, los desaparecidos, siete años de dictadura, niveles de pobreza récord. El país emergente era muy diferente al que había sido capturado por la dictadura en 1976. Siete años de violencia mezclados con censuras feroces y mensajes políticos incesantes, encubiertos desde todos los medios de comunicación. Ese nuevo mapa político se podía percibir, pero no era evidente, Alfonsín supo entrar en sintonía con el estado de ánimo social después de esa experiencia traumática.
El candidato del justicialismo era un hombre frío, sin carisma, había estado en la reforma constitucional de 1949, había sido parte del gobierno de Isabel Perón, era la vieja política, y el peronismo, sin un liderazgo claro, mencionaba hasta el hartazgo a su fallecido líder: “Perón o muerte” ya no respondía al nuevo clima de época. “Somos la vida, somos la paz” era el canto de identidad de las juventudes radicales, después de los asesinatos y de la guerra. ¿A quién podía seducir nuevas promesas de muerte?
Una vez que a fines de 1982 se anunció la apertura de elecciones, Alfonsín enfrentó a la línea balbinista del radicalismo encabezada por Fernando De la Rúa. Su supremacía era tan potente y evidente que no hizo falta ni siquiera ir a una interna, se arregló la candidatura de Alfonsín en una mesa de negociaciones.
El entusiasmo popular por la apertura democrática desbordó los límites que la misma dictadura había trazado. Millones de afiliados a los partidos políticos, actos multitudinarios como nunca se habían visto, y no se volvieron a ver. Alfonsín llena estadios en las grandes ciudades, pero también en los pequeños pueblos. Las esquinas se llenan de gente que arma debates políticos espontáneos y libres. La televisión se destapa, aparecen los primeros carteles pidiendo “Marihuana libre”. Las paredes hablan, no sólo de política, también aparece el humor de los grafitis de Los Vergara, y los poetas toman la vía pública. Luder parecía lo viejo, Alfonsín tenía la cara, el tono y la voz de lo nuevo.
Alfonsín se cuidó muy bien de no convertirse en el representante del antiperonismo. En sus discursos vibrantes se podían escuchar palabras como imperialismo, oligarquía, dependencia, pueblo. Continuos llamados a peronistas, socialistas, conservadores, liberales. No atacó de frente al peronismo, pero hizo una denuncia, nunca corroborada, de un pacto militar sindical. Luder, por su parte, puso su granito de arena al proponer una amnistía para los militares.
Todavía no eran tiempos de la patria encuestadora, todos tenían su pálpito sobre quién sería el ganador, pero lo cierto es que se caminaba a tientas. El peronismo nunca había perdido en elecciones libres, el radicalismo no ganaba una elección sin proscripciones desde 1928 con la victoria de Hipólito Yrigoyen.
Alfonsín encadenó una serie de aciertos, todos sus actos terminaba recitando el Preámbulo de la Constitución Nacional. La primera vez que lo hizo fue durante su visita a Misiones el sábado 23 de octubre de 1982. Sobre el final de la campaña ese momento parecía un rezo laico, un coro de fe democrática que rechazaba, en una garganta unánime, cincuenta años de golpes militares.
El radicalismo se estaba dando un baño de masas como no había visto en décadas, no solo le estaba peleando los votos palmo a palmo al peronismo, también le estaba peleando la calle.
El 26 de octubre, en la avenida 9 de Julio casi ochocientas mil personas se citan a escuchar a Alfonsín, dos días más tarde serán más de un millón los que se junten a escuchar a Luder. Alfonsín se veía cómodo frente al las multitudes, Luder se desarmaba sin su corbata. Los peronistas bromeaban: “Luder parece el radical y Alfonsín el peronista”. En esa misma veta humorística cantaban “adelante radicales, adelante sin cesar, pero no tan adelante que se enoja el general”.
El acto del peronismo fue el escenario de la quema del cajón funerario con la leyenda “Raúl Alfonsín” por parte del candidato a gobernador de la provincia de Buenos Aires, Herminio Iglesias. Como solía decir Mario Wainfeld, se sobrevaloró ese hecho, no es para nada seguro que allí se haya definido la balanza para el lado radical. Hay mil indicios de que esa campaña ya estaba sellada porque Alfonsín fue un fenómeno arrollador transversal a todas las clases sociales.
El día 30 concurrieron a votar más de 15 millones de personas, un hoy inalcanzable 86% del padrón. A las 23.20 Alfonsín se atreve a anunciar su triunfo a los presentes en su bunker pero pide que no se haga público. El radicalismo ya llevaba un millón de votos de ventaja. En la madrugada del lunes 31 el presidente electo llegó a la calle Alsina, rodeado por una multitud que apenas lo dejaba avanzar. Salió al balcón para anunciar lo que ya se sabía. “Hemos ganado, pero no hemos derrotado a nadie… hoy comienza una nueva etapa en la Argentina”.
Fue el momento rutilante de Alfonsín, logró atravesar profundas capas sociales y sin duda recibió votos peronistas. Hizo de los derechos humanos un punto central de su discurso, a poco de asumir creó la Conadep y puso en marcha un proceso único en América Latina y el mundo en materia de hacer justicia con los crímenes de lesa humanidad. Un Alfonsín que empezó subiendo el nivel salarial que heredó y que hasta quiso negociar con fuerza con el FMI. Un momento luminoso en que la política y la sociedad estaban sintonizados. Luego se deslizó a un cúmulo de contradicciones y batallas abandonadas que lo llevaron a impulsar las leyes del perdón a los genocidas, un descontrol de la economía que arruinó la vida de millones de argentinos, un papel indecoroso en la represión a la toma del cuartel de la Tablada, y una relación mal manejada con la CGT y su secretario general, Saúl Ubaldini, que estuvo ahí para recordarle que la democracia también es condiciones dignas de laburo.
El Alfonsín final estuvo lejos de aquel de la primavera democrática, pero muy por encima de lo que vino después en el radicalismo. Pero estos dos momentos del líder radical, si bien son opuestos, no se anulan. A 40 años de la recuperación de la democracia, ese Alfonsín de los albores sigue siendo molesto, irritante, para los personajes que vienen a enchastrar la democracia.