Cualquiera que tenga un caballo, que por estos pagos de la bahía de Samborombón es prácticamente cualquiera, puede ensillarlo y salir. Desde lo que hoy es Punta Indio y hace apenas treinta años era el “sur del viejo partido de Magdalena”, desde Verónica para la costa, para Álvarez Jonte o Pipinas, los destinos habituales de la Marcha de la Amistad.
Hay que ver el clima que se genera cuando cien o doscientos caballos con sus jinetes galopan juntos a la par a lo largo de una jornada completa, y la fiesta criolla que los espera en el destino, que dura dos días y una noche.
La Marcha de la Amistad es en la zona una tradición, que cuenta con casi cuatro décadas de historia y se realiza dos o tres veces al año, la última en noviembre o diciembre, para aprovechar el clima benigno y anticipar el ánimo celebratorio de fin de año. Es también una asociación civil, una institución, como gustan decir por acá, una de las dos gauchescas que hay en el pueblo, junto con el Grupo Tradicionalista.
La marcha tiene además el mérito adicional de que junta todo, viejos y jóvenes, grandes y chicos, hombres y mujeres, ricos y pobres, gauchos de verdad y aprendices de gaucho o gauchos de fin de semana como uno.
Veinte días antesdel arranque están los afices en las vidrieras. Ahi empiezan los planes y preparativos. “¿Vas?”, “¿vamos?”, “¿tenés caballo?”, “consigo carpa”. El humor del pueblo empieza a ser dominado por la expectativa de la fiesta, tan disfrutable como la fiesta en sí. Y por los preparativos.
Los que tienen más de un animal eligen cuidadosamente cuál montar. Lo tusan y desvasan para dejarlo presentable. Lo montan un poco más los días anteriores, para quitarle cualquier maña que pudiera haberse agarrado. Luego está la cuestión de los recados y las pilchas.
Como los caballos, en el campo son signos de estatus, de prestigio. Porque hay recados de trabajo, recados incompletos, recados improvisados, rejuntes de pilchas y piezas… Y hay recados de fiesta, recados de cuero trenzado, con incrustaciones de plata, estribos con las iniciales del jinete y muchas maneras de distinguirse. Curiosamente, acá el estatus puede subvertir. Un peón puede estar mejor empilchado que su patrón. Mejor: más campero.
Cada uno deja las cosas preparadas la noche anterior y se despierta con el alba, se toma un par de mates rápidos, ensilla y sale para la vieja estación de tren, que es el punto de encuentro. Se establece un horario de salida bien tempranero, que nunca se cumple, con la excusa de esperar a los paisanos que vienen de más lejos.
Pero la verdad es que los que vienen de más lejos acamparon ahí la noche anterior o durmieron como pudieron en la chata que trajeron para tirar el jaulín, porque venir y volver a caballo a veces implica un esfuerzo de logística. Sobre todo para los que vienen de Payró, de Bavio, de Brandsen, hasta de Dolores. Hay un circuito bonaerense de marchas, fiestas criollas y actividades tradicionalistas. Los que lo frecuentan no quieren perderse nada.
La marcha arranca al paso, para que todos tengan tiempo de saludarse, charlar, intercambiar chismes. A medida que el sol se acerca al centro del cielo, el calor aprieta y con él las ganas de llegar, entonces se exige un poco más a los caballos. Los mates de la primera mañana se guardan y van dejando lugar a las bebidas frescas, que vienen semicongeladas en las alforjas o en las heladeritas de las camionetas de apoyo, que nunca faltan. Hay agua, gaseosas, cervezas y botellas cortadas con fernet.
El recorrido alterna calles y partes donde se corta campo, gracias a que algunos franquean el paso y permiten abrir las tranqueras. Ahí los caballos corren solos, sin necesidad de exigirlos. Se contagian entre ellos, se detienen en alguna aguada, se reagrupan y siguen. Los paisanos transpiran y la tierra que levantan los cascos se les pega a la piel transpirada. La sed y el calor se convierten en dulce tortura.
Todo cambia cuando se empieza a ver, a lo lejos, recortado en el horizonte, el destino. Entonces uno entrecierra los ojos y casi puede oler la porción de vaquillona a la reja que se va comer, con un vaso grande de vino con hielo. Empieza a disfrutar anticipadamente el descanso, que desmontar es también un gran placer, la música y las destrezas criollas. Algo de doma pero, especialmente, de la prueba de riendas, en la que dos paisanos compiten haciendo eses entre dos líneas paralelas de tambores de 200 litros, ida y vuelta, para terminar con una arremetida final, a puro galope, revoleando tiento.
La fiesta no es fiesta si desde el mangruyo, micrófono en mano, no la anima Luis "Fatiga" Álvarez. Este criollo, ex trabajador de la base aeronaval de Puta Indio, ahora jubilado y veterano de mil jodas, es el alma siempre impecable, es la atracción principal. Recita, relata, cuenta chistes, saluda a los que llegan por el nombre sin errarle nunca. El Faty, como personaje, merece una nota entera para él
Así, en ese clima, divertido y sereno a la vez, uno deja pasar las horas, tal vez se deja vencer por la modorra, inevitable tras el combo de madrugón, cabalgata, asado y vino, a la sombra de algún eucalipto, en el bosquecito vecino del fortín, recostado sobre el recado.
Antes que oscurezca hay que armar las carpas, para tener donde caer cuando no den más las tabas porque esa noche es, en realidad, para bailar. Aunque mañana el viaje de vuelta cueste un poco más.