Más allá de la saga de entrevistas con Beto Casella y de toda la memética añadida a consecuencia, de las frases determinantes y de los chistes bravos, de las estridencias, dramaturgias y “puestas en escena” del discurso (Iorio como un gran performer de la oralidad), sobrevivió al paso del tiempo y las tecnologías una charla formidable con un Ricardo sonriente, a plena luz del día, entregado a un viaje urbano directo al pasado de sus recuerdos en el partido de Tres de Febrero, donde se trazan su nacimiento, su crianza y su salto al rock en el eje Ciudadela-Caseros-Santos Lugares. Nunca fue habitual escucharlo hablar por la positiva y escucharlo hablar por la positiva y con la cara iluminada.
En ese entonces, tiempos de la charla, Iorio acababa de mudarse por la zona de Sierra de la Ventana, tierra adentro, y se jactaba de haber decidido alejarse de la centralidad metropolitana. La muestra artística más acabada y definitiva de todo este proceso fue Toro y pampa, el disco que Almafuerte publicó en 2006 con una tapa bastante precaria (un Aberdeen Angus rojo, una finca y dos ombúes con un diseño que parece hecho en Paint por un estudiante de primaria) y una serie de canciones para siempre (“En el siglo del gran reviente”, “Debes saberlo” y la que da nombre al álbum), donde se condensan como nunca esa nueva cosmovisión en la que se mezclaron la ruralidad de la vida cotidiana con el decurso de sus ideas.
Sin embargo, aquí todo se volvía sonrisa al recordar los tiempos de crianza y juventud en Caseros, núcleo central de su vida, y también de la de V8, su primera banda. Ricardo había nacido en el Hospital Ramón Carrillo de Ciudadela y vivió hasta su adolescencia sobre la calle Perdriel, entonces de tierra, frente a la villa Carlos Gardel. De repente, el hombre que acababa de entregarse a la pampa profunda reconocía también la importancia de esa zona del oeste en su cartografía emocional. Según como lo recuerda Iorio en esa charla, se trataba de un pasado caro, entrañable.
La entrevista la hizo Omar Mazzolo para Undermusic TV, aunque la rescató del olvido su cuenta de YouTube el usuario Pablo de Balcarce. Y ahí quedó para siempre, orbitando alrededor de otras entrevistas y declaraciones más picantes, polémicas y viralizables. A pesar de que Iorio tampoco no se privó de tirar alguna ricardesca de ocasión: “Ahí nos curtimos y nos hicimos rockeros. De chiquitos soñábamos ser lo que hoy somos: grandes brutos de Caseros, como soy yo. Habría que alambrarlo y que no salga nadie más, jaja”.
Durante largos minutos, Ricardo Iorio abandona su habitual narrativa explosiva —tan característica en las entrevistas que lo volvieron consumo de redes, pero también en sus recitales— para entregarse a la emoción de hechos fundacionales en su vida en Caseros y los alrededores de Tres de Febrero. Como la escuela Nuestra Señora de Luján, frente a la cancha de Estudiantes de Buenos Aires, donde se recibió de Maestro Mayor de Obra y tocó con Alarma, su primera banda. Hasta que la directora ordenó detener el concierto. “La música excitaba a las personas y eso no era admisible. Aunque hasta hoy el rock pesado lo siga generando: excitar a la gente para atreverse a esta loca… o a no estar todo el tiempo normal, jaja”.
Además los clubes Sudamérica, El Triunfo o Italiani Uniti, que cobijaron recitales de V8. Y el cine Ocean de Santos Lugares que juntó a rockeros de toda la zona cuando puso en plena dictadura la película La canción sigue siendo la misma, de Led Zeppelin. También los zanjones donde ahora está la Municipalidad, la feria de Origone y la murga Los Delicados de Caseros: “Antes los putos solo tenían tres días para mostrarse como tales; los del Carnaval”, recordaba con cierta seriedad revisionista.
También, claro, su experiencia laboral más conocida por fuera de la música: la venta de papas en las calles del partido de Tres de Febrero. “Por eso me decían ‘El papero’. Hoy, de grande, muchos creen que me lo decían por “la papa”, jaja. Pero no: era porque vendíamos tubérculos comestibles”, aclaraba con otra sonrisa.
En su recorrida también aparecen la primera sala de ensayos en Sudamérica y Wenceslao de Tata, el Hospital Posadas, la localidad de Pablo Podestá, la vieja cancha de J. J. Urquiza y la zona de la fábrica de Sevel, en el límite de Caseros con El Palomar. Además, los pequeños zanjones donde iban a pescar morenitas. La mayoría de esos lugares ya no existían más (“Más tecnología por más energía, fugas radioactivas del progreso / Derrames de combustible, exterminio forestal, el motor contaminante no se detendrá” había escrito en “Otro día para ser”, canción que grabada con Hermética en 1994). Así y todo, el relato parecía casi una reconciliación con la urbanidad que lo crió y de la que, en un punto, había decidido huir cuando el nuevo milenio iniciaba para él con sus primeras polémicas discursivas y, casi al mismo tiempo, el suicidio de Ana Mourín, su primera esposa.
“¿Cuál es tu sueño más directo?”, le pregunta Mazzolo sobre el final, cuando las deudas con el pasado parecían saldadas y solo quedaba mirar hacia el futuro. “Seguir enamorado, creo. Estar enamorado, ¿viste?”, sorprendió un Iorio sensible y tierno. “Creo que si uno no siente, si uno no se enamora, muere todo. Aunque te enamores de un palo, aunque te enamores de un ‘chobi': estar enamorado es hermoso… ver los ojos del amor. Más cuando pasan cosas terribles en la vida de la gente. Porque creo que no es para deprimirse: es para erguirse. Y es para tomarse un tragón y decir: ‘bueno, voy para adelante’.”