Azul y yo nos conocimos a los seis años, en el aula de primer grado. Ella tenía el pelo carré y le faltaban algunos dientes, igual que a mí. Yo ya usaba anteojos, eran redondos, de metal y tenían los vidrios muy gruesos. No éramos compañeras de banco, pero nos volvimos inseparables después de que alguna preguntara “¿Querés ser mi amiga?” en el recreo y la otra dijera que sí sin dudarlo. Estábamos casi todo el tiempo juntas, hacíamos planes después de la escuela, en su casa o en la mía. Merendábamos naranjas mientras jugábamos al Sega, hipnotizadas por los colores fosforescentes del videojuego. A veces hacíamos pijamada y al día siguiente íbamos a la escuela de la mano, despeinadas y con alfajores en los bolsillos de los guardapolvos.

Cuando pasamos a tercer grado ya éramos como hermanas y teníamos una rutina para el año escolar, otra para las vacaciones de verano, en las que nos íbamos a la playa un mes entero con su familia y otra para las de invierno, en las que hacíamos planes en la ciudad acompañadas por nuestras mamás: visitar museos, ir al cine y al teatro o mirar ropa a 47 Street.

El MALBA era el museo al que íbamos sí o sí todos los años en las vacaciones de julio. Caminar por Figueroa Alcorta y mirar la gente que paseaba bajo el rayo del sol era estar adentro de una película protagonizada por las señoras más millonarias, coquetas y perfumadas de Capital Federal. Las imitábamos y atravesábamos la puerta de entrada al museo moviéndonos como si fuéramos unas reinas con tapados carísimos, labios pintados de fucsia y tacos altos.

Casi siempre nos llevaba Graciela, la mamá de Azul. Recorríamos las salas, mirábamos las obras, Graciela se tomaba su tiempo, mi amiga y yo, en cambio, hacíamos todo más rápido. A mí de a ratos me daban ganas de correr, tirarme al piso y bailar, montar un show en mitad de las exposiciones. Me costaba sostener la atención porque aunque el MALBA me encantaba, también me hacía sentir ciega. Me parecía un lugar enorme, luminoso y muy blanco, tan brillante que a veces me sentía perdida, iba mirando las obras como si una nube densa se hubiera posado adelante de mis anteojos y no me dejara ver con claridad lo que tenía justo enfrente.

Con los ojos nublados recorrí varias veces la exposición permanente del museo y fue así como conocí a Antonio Berni. La primera vez me costó verlo con claridad, pero los colores y los materiales que usaba llamaron tanto mi atención que la nube desapareció, mis ojos se pusieron bizcos para ver de cerca, se volvieron lupas, quería acercarme lo más que pudiera a sus obras.

Sus esculturas y cuadros me encantaron desde el primer día por sus personajes y porque eran texturados, rugosos y con materiales colorinches. La voracidad se volvió mi obra favorita, aunque la primera vez que la vi me dio un poco de miedo: un cocodrilo monstruoso comiéndose a una mujer con medias de nylon y un único zapato blanco. Pensé “¿Cómo terminó esta chica ahí adentro?” y estuve a punto de preguntárselo a Azul, pero ella parecía incluso más asustada que yo mirando la escultura.

No nos animábamos a acercarnos, yo sentía que la mujer iba a moverse en cualquier momento, saltar, escaparse de la mordida. También me daban ganas de ayudarla, tirar de sus piernas para ver cómo era su torso y cara, quería conocerla, auxiliarla para huir juntas las tres y correr por las salas de MALBA, escondiéndonos del monstruo cocodrilo.

Un tiempo después aprendí gracias a Graciela que la mujer se llamaba Ramona y era un personaje recurrente en la obra de Berni. Era costurera, pero también se veía magnetizada por la vida nocturna, los viajes y los lujos. Ramona quería divertirse, pasarla bien, pero el mandato social, que ella no cumplía, de cómo debía ser una mujer la hacía soñar con monstruos pinchudos que la atormentaban.

Cada invierno, después de mirar todos los rincones del museo, la librería y el negocio que vendía cosas que nos fascinaban, nos íbamos a merendar medialunas rellenas de jamón y queso a algún bar o a veces volvíamos a la casa de Azul y Ricardo, su papá, nos esperaba con scones calientes recién hechos. Después jugábamos al Sega hasta la hora de cenar.

Después de conocer La voracidad, la imagen de Ramona volvió a mi cabeza varias veces. Yo no quería que me pasara lo mismo que a ella, no quería terminar comida por un monstruo. Tampoco iba a dejar que una cosa tan horrible le pasara a mi amiga Azul. Juntas íbamos a tener que resistir a lo que fuera que pasara en la vida para nunca dejar que un monstruo nos devorara, ni en la realidad ni en pesadillas.

Así fue y sigue siendo: Azul es todavía hoy mi amiga, ahora ella vive en París y yo en Ciudad de México. Cuando alguna se siente atrapada como Ramona, nos mandamos mensajes. Aún a la distancia, miramos juntas eso que nos aterra, nos agarramos de las manos, volvemos a estar corriendo en el MALBA, como corríamos por las salas del museo cuando éramos unas nenas, para cuidarnos y nunca dejarnos atrapar por la boca de un monstruo con dientes afilados.

Corina Bistritsky nació en 1991 en Buenos Aires. Es escritora y artista visual. Vive en Ciudad de México. Actualmente la representa la galería Banda Municipal y dicta talleres de exploración creativa a través del dibujo y escritura. En el 2024 saldrá publicada su primera novela. En instagram es @chica.banquete