La de Ricardo Robins es otra de las tantas historias -con final feliz- de cómo un proyecto de investigación y escritura periodística puede sobrevivir al largo plazo y no morir en el intento. Sorteando todo tipo de dificultades, propias y ajenas, se diría que ha sido, desde siempre, una constante en el periodismo narrativo: sacar tiempo de donde no abunda, ingeniarse en el financiamiento, convencer a editores y, sobre todo, tener una persistencia de hierro, aquella máxima artliana de la prepotencia de trabajo en el sudor de la tinta y rechinar de dientes. Lo que, más acá en el tiempo, referentes como Leila Guerriero sintetizaron con aggiornadas lecciones: saber qué mirar, encontrar un punto de vista, y agotado el obsesivo y buen reporteo, construir en paralelo una voz autorizada, un estilo propio, máximo anhelo del periodista-escritor cuya obra se lee tan artísticamente como la de cualquier cuento o novela.
El caso de El polizón y el capitán (Marea), crónica ganadora del premio Gabo 2022 y que se publicó en la colección Ficciones Reales que dirige Cristian Alarcón, entraña un montaje paralelo. “Fue muy artesanal, me llevó mucho tiempo, lo empecé y lo dejé varias veces. Una experiencia no recomendable”, suelta su autor, el periodista rosarino Ricardo Robins. El libro, en efecto, cruza ambiciosamente dos historias reales: en primer lugar la trama de una causa judicial, que se inició en la Justicia federal local a partir de cuatro polizones que fueron arrojados al mar desde un barco llegado al puerto de Rosario -el capitán rumano confesó en su declaración: “Tiramos la basura al mar”-; y la otra, la del migrante Bernard Joseph (Bernardo), arribado a esa ciudad santafesina desde Tanzania hace veinte años después de una larga travesía. Bernardo se había escondido como polizón en el conducto de aire acondicionado de un buque tanque.
Primero, entonces, para Robins fue trabajar en la letra chica del expediente. Trabajaba para un documental, entre 2013 y 2014, cuando llegó por primera vez a los crímenes sin cuerpo, la de los migrantes desaparecidos, figura legalmente reconocida a nivel internacional. Un pacto de silencio que fue quebrando en la pesquisa, con entrevistas en off al juez de la causa y material que acumuló como contexto. Empezó a escribir de noche, cuando descansaba de su trabajo diario en la redacción del portal Rosario 3, aunque en el medio fue papá y dejó todo en stand by. “Me propusieron armar una ficción, lo intenté, aunque sentí que le estaba haciendo trampa a la historia”, cuenta Robbins sobre su dilatado proceso creativo. Y cierto día conoció a Bernardo, un joven polizón que vivía en Rosario: el personaje que faltaba para completar el puzzle.
“Me interesaba cómo había sobrevivido a su viaje y no había terminado en tragedia. De qué manera aprendió nuestro idioma en Rosario, cómo al poco tiempo creó la sociedad civil de Tanzania en Rosario, formó una familia y consiguió trabajos. Era una historia apasionante, que la trabajé en profundidad desde la memoria oral para cotejarla con la rigidez y la precisión de la causa judicial de los cuatro polizones asesinados”, dice el periodista, que fue publicando la crónica por entregas, como los antiguos folletines: un tiempo de maduración que encontró como la mejor opción para su historia coral. “No quise ofrecerla a un medio más vinculado al periodismo narrativo porque quería tener el control de la forma de publicación, de una entrega por vez -confiesa-. Si eso funciona en un podcast o en una serie de Netflix, por qué no en un texto periodístico. Y se formó un boca a boca tan grande que me pedían que liberara los próximos capítulos, fue algo muy gratificante”.
Audaz y dinámico, tan preciso como de una prosa elegantemente simple, el texto cierra con una última etapa de datos más duros sobre la vida de los polizones en Rosario, de los que huyen desesperados de África -marcando que es un continente heterogéneo, con diferencias raciales, étnicas y culturales- hacia el enclave portuario argentino, punto neurálgico de complots delictivos. “Pude comprobar que el Estado no sabe cómo encarar estos casos, se activan solidaridades sociales y existen programas y áreas pero los mismos no están coordinados ni centralizados”, apunta Robins, que cita a una abogada especializada en un anexo final de entrevistas: “Siempre es tapar con un parche porque no hay un protocolo real”.
En el camino, por sugerencia de Cristian Alarcón, leyó El adversario de Emmanuel Carrère, y por su cuenta releyó una y otra vez Moby-Dick, la obra cumbre de Melville, como también Relato de un náufrago de García Márquez, y Crimen y castigo, rastreando la culpa dostoievskiana en la estructura de su relato. “Me fasciné por ese mundo de los barcos, esa locura de los capitanes. Construir tonos a partir de las preguntas, de las dudas y no de las certezas, fueron ingredientes dramáticos para auscultar las tramas, los climas y los personajes del libro”, conceptualiza, y trae a colación otros libros teóricos del calibre de Frontera y violencia, el ensayo de Estela Schindel.
"¿En qué censo de criaturas vivas se incluyen los muertos de la humanidad? ¡Qué ausencias mortales, qué inconfesada incredulidad en esas líneas que parecen corroer toda Fe y negar la resurrección a seres que, privados de toda morada, han muerto sin tumba!" Las líneas de Melville se entrelazan en la suprema hostilidad de un mar que parece tragarse hasta la misma impunidad, una suerte de no lugar sin ley, sin castigo y sin redención. Ricardo Robins no esquiva ese cordón umbilical. Al recordar cómo funcionó el Estado ante los testimonios de cómo habían muerto polizones de los barcos que recalaron en sus puertos, escribió: “La Justicia federal argentina se volvió a topar ante el desafío de crímenes sin cuerpo, de pactos de silencio y de la obediencia debida como autodefensa exculpatoria de los ejecutores. Aunque con otro tipo de violaciones a los derechos humanos, eso ya ocurrió con los casos por el terrorismo de Estado de la última dictadura cívico-militar”.
Vidas urgentes que deben cambiar rápidamente de rumbo, casi en una carrera a contrarreloj contra la deshumanización. “Hay que aguantar, hay que aguantar. El mantra de Bernard Joseph cae como una gota de agua sobre la frente”, escribe el periodista en el comienzo del libro. Detrás del rápido consumo mediático que los convierte en seres desechables, masas humanas sin lugar en el sistema y en medio de un eterno túnel de oscuridad, Robins relata finalmente una historia en que la esperanza, aunque marginal y minoritaria, nunca desaparece.