Antes de que me llevaran al Partido de La Costa, viví en Quilmes. Me contaron que llegué al mundo en una clínica de poca monta, que cerró muy poco después. Estaba en el Triángulo de Bernal, bien pegadita a la Villa Itatí, que en ese entonces era un descampado y no la enorme barriada de ahora. Me crié en la casa de mis abuelos maternos, calle Zapiola casi avenida Calchaquí, frente a una gran fábrica de pintura asfáltica que ocupaba una manzana entera. En la parte de atrás del terreno, en una casilla de madera viví junto a mis padres hasta que cumplí seis años. Un suburbio más del conurbano, con gente laburante, con más fábricas y galpones que casas. Un barrio del sur “donde el lujo era un albur”. Pero donde vivíamos más en comunidad y no tan aislados en casas o departamentos como ahora.

Fui el primer hijo, el primer nieto y el primer sobrino de varios tíos que me malcriaron y que proyectaban mucho en mí, mientras toda mi familia vivenciaba el ascenso socioeconómico de los años 60 y 70. Cuentan que mi bisabuela que murió cuando yo tenía seis años y casi no recuerdo, le decía a mi mamá “cuidalo mucho a este nene, que es tan inteligente. Para mí que va a ser presidente”. No sé si es leyenda, pero con los años adquirió carácter de profecía. Crecí con esa marca y creo no haberla defraudado, ya que llegué a ser presidente del centro de estudiantes de la facultad, y no descarto en un futuro ser presidente del consorcio.

Como nadie había podido estudiar gran cosa en mi familia, las principales enseñanzas que recibí desde muy chiquito eran las “malas palabras”. Hay una historia que cuenta como avergoncé a mis tíos en la calle insultando a unas vecinas. Y otra con mis dos tías que trabajaban en la Platex, una de las fábricas textiles más grandes del país, que estaba a pocas cuadras. No sé si aún siguen estando los restos de hilados enroscados en los cables de electricidad de las calles cercanas que deberían salir de las chimeneas de la fábrica, pero recuerdo muy bien cuando uno de mis tíos me contó que esos eran los “pendejos” de las trabajadoras del lugar. Por supuesto que yo lo repetía en cualquier lugar sin saber lo que ello significaba. No sólo los pibes, sino que también los adultos se divertían con muy poco en aquellos tiempos.

Mi padre era viajante de comercio, un auténtico buscavidas. Vendía en el Gran Buenos Aires y a veces viajaba por el interior de la provincia. Desde productos de limpieza hasta alimentos y juguetes, cualquier cosa que le pintaba. Se había comprado una Studebaker verde y con eso se la rebuscaba bastante bien. Me acuerdo que un domingo después de almorzar nos subimos todos a la camioneta para ir a tomar mate al populoso río de Quilmes, para nosotros era como ahora a Mar del Plata. Fuimos más de diez amuchados en la caja, pero nos tuvimos que volver no bien llegamos porque mi madre se había olvidado la bombilla. El patriarcal chofer dictaminó como castigo el instantáneo regreso sin haberse bajado. A nadie se le ocurrió discutírselo. No hace mucho, ella me contó que yo tendría un año cuando ocurrió esa historia un poco novelada por mí, lo que me hizo poner en duda lo que era un recuerdo.

Cuando cumplí seis años, mis padres se fueron a probar suerte a San Bernardo del Tuyú, donde abrieron un almacén y me dejaron todo el año al cuidado de mis abuelos porque empezaba primer grado. Ese año dormí en la misma pieza con mi tío y mis dos tías. Recuerdo algunos accidentes, como cuando se me cayó un botiquín en el dedo gordo del pie, lo que me tuvo haciendo espamento durante una semana. O cuando me resbalé por el verdín que crecía al lado del cordón de la calle y rompí la botella de aceite que traía del almacén, lo que me produjo un profundo corte y una cicatriz en el antebrazo. Tampoco he olvidado el enorme mundo de cuarenta asientos de color blanco que me llevaba todos los días hasta la escuela, ya que en esa época el color naranja todavía no había llegado a los transportes escolares. Por eso le decíamos “bañadera”. Nos moríamos de calor o de frío en un mundo con temperaturas naturales para todos. El ventilador era el mayor lujo al que se podía aspirar y en casa de mis abuelos llegó bastante después.

También recuerdo a mi abuela haciendo bifes de hígado a la plancha, porque decía que eran buenos para mi crecimiento, y obviamente baratos. En aquellas épocas nadie compraba vitaminas recetadas por pediatras en ninguna farmacia. Nunca olvidaré su penetrante olor y ni hablar de lo horribles que eran. Han pasado más de cincuenta años y jamás volví a comerlos.

Mi abuelo, quien se había jubilado tempranamente de la fábrica de pinturas Duperial, todas las tardes miraba Bonanza en la tele y no se perdía ni un Odol pregunta. Ambos programas estimularon mis ansias de conocer historias (y ahora contarlas) y de saber cada día más empujándome a estudiar.

Y cómo olvidarme del miedo de cada tanto ver pasar tanques de guerra por la avenida Calchaquí rumbo vaya a saber dónde. Peor, estar agachado en la terraza viedo los fogonazos de la lluvia de balas que caía desde los helicópteros sobre la villa contigua al batallón Viejobueno, atacado por los guerrilleros durante la Navidad del 75, en la muy cercana localidad de Monte Chingolo.

La vida era muy simple y feliz en esas barriadas que mezclaban laburantes hijos de la inmigración y de las migraciones internas. Una vez por semana nos íbamos de paseo al supermercado Llaneza y era toda una gran aventura ir sentado en el carrito mientras mi abuela lo iba cargando hasta donde le alcanzaba el dinero que administraba con gran sabiduría. Todas las tardes, me mandaba a comprar al kiosco de Germán frente a la escuela primaria, quien nunca se olvidaba de agregar la hace ya bastante tiempo extinguida “yapa”. Cada tanto hacíamos visitas a la prima que vivía a unas diez cuadras, en La Cañada, donde se destacaban las casillas precarias de madera, las calles de tierra rellenadas con escombros y las zanjas de agua estancada. Allí vivían los “villeros”, con quienes jugaba hasta cansarme cada vez que iba. También recuerdo que alguna vez me llevaron a la ciudad deportiva de Boca, y fue como viajar a Disneylandia.

Durante ese largo año, mi tía Carmen se entretuvo enseñándome a leer y a escribir abonando lo que había sembrado mi abuelo, quien era el intelectual de la familia ya que de joven había estudiado en la Academia Pitman, y leía de punta a punta la revista Selecciones del Reader's Digest. Y no me olvido de las puteadas de mi tío José cuando a las siete de la mañana, mientras yo esperaba ya desayunado que llegara la “bañadera”, deletreaba dificultosamente en voz alta el horóscopo de cada día en el diario Crónica.

Y así fui creciendo, con esas marcas. Tengo la impresión de que los pibes nos conformábamos con poco y paradójicamente, que disfrutábamos mucho. Pero quizás esté equivocado, la nostalgia suele ser muy tramposa. Lo único cierto es que no estábamos tan sobreestimulados con el consumo como los pibes de ahora.

Un quillango fue mi “Rosebud”. Tan difícil de saber hoy en día qué es un quillango para gran parte de los lectores como les resultó a los investigadores de la famosa película “El ciudadano” descubrir que ese vocablo era el nombre del trineo infantil del protagonista. Como parecen estar extinguidos desde hace años, les cuento que era una especie de colcha de origen tehuelche hecha con retazos de cuero de guanaco cosido, con muy lindas combinaciones de colores. Era una época donde nadie le prestaba mucha atención a la ecología o al sufrimiento animal.

Aunque sea incorrecto políticamente, no saben cuánto me gustaría volver a acariciar la piel suave de un quillango y sentir el calor que me brindaba en la enorme cama de mis padres, mientras retozaba con ellos las mañanas de los domingos. Allí nunca me faltaban los mimos de mi madre mientras le cebaba mate a mi padre.