En uno de los capítulos de Secretos y chismes, las poetas suicidas, el monstruo y otros ensayos psicoanalíticos, su más reciente libro, Laura Palacios se adentra en los rosales inquietos de los versos de Alfonsina Storni. “Selvas / Tengo en el corazón / Árboles gruesos / Prietos de ramas; / Yuyos, retamas, flores de malvón / Pájaros en las ramas”, escribió la poeta en la primavera de su vida, y Palacios visita estos vergeles hasta llegar a otros jardines más silenciosos y sombríos. En el ínterin, “pocas cosas quedan por fuera de los canteros de achiras y retamas de Alfonsina: el flechazo arrollador, los celos tormentosos, las espinas del corazón, la duda que carcome, el despecho y la ilusión”, apunta la escritora y psicoanalista en este ensayo dedicado a un sugerente tópico: los jardines de tres poetas suicidas, que enmarca con una oportuna cita del romántico John Keats: “Tú moriste como el brote, no abierto aún del todo”.
¿Qué es, en verdad, un jardín?, se interroga la autora de Secretos y chismes... Y arriesga varias posibles respuestas; una de las cuales, en especial, nos concierne: “En el principio de los tiempos, fue el paisaje natural de la falibilidad y el deseo, un lugar originario y esencial. Cita del primer pecado con la primera tentación, y cuya protagonista resultó ser una mujer”. Sobre ese jardín, metáfora de Eva, avanza este invitante texto, contando que Alejandra Pizarnik -otra atormentada poeta elegida- “solo nombró lilas, pensamientos y unas pocas rosas; también una ‘azucena procaz”. En sus tierras lo que crece son recuerdos, ruinas, pesadillas. “Son cotos silenciosos y circunscriptos, casi lineales”, señala LP sobre los jardines de AP, y se pregunta si estos terrenos cultivados -hijos de la gramática más que de la botánica- acaso no hayan sido la manera que encontró esta poeta de desligarse del nombre que sus padres le habían puesto al nacer: Flora.
Palacios se detiene luego en los vergeles de Sylvia Plath, cuyas flores están “tronchadas, exhaustas”: yacen, agonizan, resultan grávidas y letales, a veces ligeramente inoportunas. Laura nos recuerda que el último poema de la norteamericana, escrito en las vísperas de su muerte, se llama Filo, y anuncia: “Los niños muertos, ovillados, blancas serpientes, / uno a cada pequeña jarra de leche ahora vacía. / Ella los ha plegado de nuevo hacia su cuerpo; / así los pétalos de una rosa cerrada, / cuando el jardín se envara / y los olores sangran de las dulces gargantas / profundas de la flor de la noche”.
“La flor de la noche: El jardín de las poetas suicidas” es el título de este capítulo, de los tantos del volumen de la también autora de Hadas, una historia natural, Provincia de Buenos Aires y El bolero. Canto a la felicidad clandestina. En su nueva publicación, apunta creativas reflexiones personales y profesionales, desde su óptica psicoanalítica, sobre diversos e intrigantes tópicos, enriquecidos por la ocasional referencia literaria y filosófica. En prosa fluida y accesible, dedica un capítulo a -por ejemplo- la novela Madame Bovary, obra cumbre de Gustave Flaubert, que Laura examina desde un enfoque inhabitual: el anhelo no expresado de Emma, la protagonista, por tener una amiga a quien contarle su vago malestar, su desespero, su angustia; y cómo, a falta de otra mujer, apela a inusitada confidente, su perra Djali. En otro capítulo, figura la evocación a Ronald Barthes para discurrir sobre los haikús, ese género de poesía japonesa breve, que este pensador francés otrora definiera como una implosión, un clic, “una rasgadura insignificante sobre una gran superficie vacía”, y que Palacios asocia con los lapsus o los sueños. A lo largo de sus páginas, nos habla sobre monstruos, sobre ciudades literarias, entre otros temas. También sobre un asunto serio, al que dedica merecidamente, con gran amenidad y un humor entre líneas, un ensayo entero: el secreto y el chisme…
“Hijo de la ligereza y del invento, el chisme es el pariente plebeyo del secreto”, nos revela en el capítulo “Tirar de la lengua”, donde ubica al secreto -digno, prestigioso, sobrio- en una pituca mansión con muchas llaves, y a su pícaro primo, siempre al acecho, fabricando pequeñas ganzúas para violar sus cerrojos. Palacios hurga en las habladurías, distinguiendo su versión lúdica e inofensiva, ¡una travesura!, de la versión más ponzoñosa; explicando además por qué -cuando no tiene maldad alevosa y está bien condimentado- el cotilleo cumple una función social: poner al día, aportar información útil, además de entretener, que no es poca cosa. Devela también que la supuesta afición femenina por el cuchicheo viene dada en las raíces mismas del término en francés: potin es chisme, y deriva de potine, suerte de olla o calentador que usaban las damas normandas en reuniones, para conversar en torno a la lumbre. En inglés, el vocablo gossip está ligado a la historia de la obstetricia: originalmente, refería a la comadrona que, además de ayudar a dar a luz, atestiguaba frente a las autoridades que esa era la criatura que había traído al mundo. El caso del idioma alemán resulta todavía más contundente, pero, ¡qué tanto espoileo!, mejor leer este libro que echa nuevas luces sobre todo aquello que se cita en su título.