Después de Vinicius de Moraes, después de tantos años de Mercosur, de tantas caipirinhas y sobre todo después de Lula, todo parece un sueño. Pero Brasil cuando era imperio y Argentina cuando era Provincias Unidas fueron tan enemigos que alimentaron la pseudociencia milica de la geopolítica. Amigarse fue un largo camino con hitos como la primera República do Brasil en 1889 y la astucia de Campos Salles y Roca de abrazarse, o la lucidez de Sarney y Alfonsín de hacer que la frontera no fuera tan importante. Pero antes de eso, nuestros países sólo parecían capaces de cooperar en crueldades como la guerra al Paraguay y el Plan Cóndor.
En fin, un progreso de los grandes que podemos medir recordando que se están por cumplir dos siglos de la guerra con el Brasil que arrancó en 1825, duró tres años y terminó en un desastre para el Imperio. Fue el final de la idea de que Uruguay estuviera en la corona como Provincia Cisplatina y el nacimiento de la efectiva independencia de los hermanos orientales. Entre los nombres conocidos -Juncal, Quilmes, Bacacay, Ombú, Ituzaingó- hay un fuerte episodio bonaerense medio olvidadón, el del intento imperial de tomar Carmen de Patagones, allá en el sur y entre los mapuches.
El rancherío con un fuerte a orillas del Río Negro era un fin del mundo, un puesto de avanzada con el problema fundamental de que nadie sabía bien por qué estaba ahí. La única comunicación práctica era algún barco que fuera y viniera, y se animara a subir el río mañero, porque un chasque necesitaba dos semanas para galopar a la capital y tenía que ser un genio para esquivar a las partidas indias. La frontera recién llegaba a Tandil y Kaquel Huincul, hoy Maipú, lo que dejaba una flor de franja territorial hostil al huinca.
El fuerte pasaba del habitual fortín de la época, unas taperas con mangrullo, porque en los bancos del río había piedra, con lo que Carmen de Patagones conserva todavía su torre. En 1827, cuando comienza esta historia, las paredes de tierra apisonada vestidas con piedra y los tres bastiones del fuerte, medio cachuzos pero en pie, alojaban 43 soldados. Alrededor estaban el Pueblo Viejo y el Pueblo Nuevo, caseríos que no llegaban a los 500 habitantes. Estas gentes eran gauchos y sus familias, presos políticos como lo fue en su momento Alzaga, malandras diversos, contrabandistas y paisanos que se disgraciaron por alguna cosa u otra. Los milicos no eran mejores, porque Patagones era un destino de castigo.
La vida era tranquila, las noticias lejanas, con lo que la guarnición, los detenidos y los civiles apenas sabían que la cosa se estaba deteriorando cuando apareció remontando el río el pequeño corsario Lavalleja, perseguido por un bergantín imperial, el Rio da Prata. Los brasileños alcanzaron a los corsarios, los capturaron, viraron y prontamente encallaron. El comandante de Patagones, el coronel Martín Lacarra, capturó propios y ajenos y amarró las naves en la cala del pueblo. Entre el botín capturado había casi 300 esclavos liberados por el Lavalleja, que en ese diciembre de 1825 ganaron la libertad y se hicieron bonaerenses.
A poco se supo que la guerra había empezado y el pobre Lacarra se quedó sin tinta pidiendo refuerzos, cañones y pólvora, sin que nadie le diera la hora. El coronel mandó al corsario James Harris a montar una batería de cuatro cañones en la boca del río, en un montecito de diez metros de altura llamado Punta Redonda. El inglés, que es el primero del elenco británico de esta historia, tenía apenas cuarenta balas.
A todo esto, Patagones iba ganando importancia porque, al contrario de los argentinos, los imperiales tenía flor de flota. La Ensenada de Barragán estaba bloqueada, llegar a Buenos Aires era un albur, Montevideo y Maldonado estaban en manos enemigos, y el lejano puerto al sur aparecía como una base para los corsarios nacionales. A fines de 1826 había llegado la corbeta Chacabuco, muy arruinada por meses de combate y recostada en una carena mientras la arreglaban como podían. Poco después llegaban, en condiciones de navegar, el bergantín Oriental Argentino y las balleneras Hijo de Julio e Hijo de Mayo. La pequeña escuadra traía como botín brasileño la zumaca Bella Flor y las goletas Imperatriz y Chaquinha.
El timing fue impecable, porque el almirante Rodrigo Pinto Guedes ya estaba preparando su incursión. El encargo de Guedes era tomar definitivamente la Banda Oriental y darles una lección a los de la Banda Occidental, a sus ojos una banda de masones republicanos. El desorden político de las Provincias Unidas alimentaba su optimismo y el almirante ya se hacía llamar Barón del Río de la Plata, el título que le había prometido Don Pedro. El plan era tomar Patagones, arreglar con los indios y atacar la recalcitrante Buenos Aires desde el sur con un gran ejército. El Barón le hizo el encargo a uno de los oficiales de Lord Cochrane al servicio de la corona, James Shepherd, y le dio 654 hombres, dos corbetas, un bergantín y una goleta con un total de 52 cañones y carronadas.
La escuadra apareció sin novedad en la boca del Río Negro el 25 de febrero de 1827 y se debe haber reído de la pequeña batería defensiva. Pero el viento estaba mal colocado y no se podía entrar al Negro, con lo que Harris mandó un chasque con la novedad al fuerte. Lacarra organizó de inmediato un cuerpo de infantería con los civiles y los libertos, y una caballería con los gauchos de la zona. Los marineros formaron un cuerpo al mando del capitán de la Chacabuco, el galés Santiago Bynnon, y rápidamente pasaron los cañones de su nave al fuerte. Lacarra mandó refuerzos a Harris al mando del coronel Felipe Pereira.
La escuadra imperial tuvo que esperar tres días a que cambiara el viento y para empezar a sufrir las consecuencias de su defectuosa inteligencia previa. Al parecer, a Shepherd le habían avisado que estaba la Chacabuco, inutilizada, pero no sabía de las demás naves. Tampoco le habían conseguido un práctico e ignoraba que el Negro, en verano, tiene el cauce bajo y está lleno de bancos de arena. Como saben los marinos, entrar a un río sin buenas cartas y sin un piloto local es una ventura que generalmente termina mal...
Los brasileños abrieron fuego sobre la batería de Punta Redonda y enfilaron nomás. La corbeta Itaparicá, de 22 cañones y al mando de William Eyre, pasó la barra sin problemas. El bergantín Escudeiro lo siguió sin novedad, pero cuando la corbeta Duquesa de Goyaz enfiló encalló feo en un arenal. La goleta Constanza se tuvo que quedar protegiéndola por dos días, hasta que las olas terminaron de romper el casco y hubo que evacuar la tripulación, con unos treinta ahogados. Pudo ser peor, porque Harris usó sus cuarenta balas y se retiró, para bronca de Lacarra que esperaba que hostigara al enemigo y no lo dejara desembarcar.
Los imperiales sí desembarcaron, algo más arriba en el río, y se confiaron. Viendo la meseta patagónica infinita y vacía, la partida desembarcó su equipaje, ató los botes y se puso a explorar. Pero los vigilaban los gauchos de Lacarra, que apenas se alejaron les quemaron equipos y botes, y los dejaron varados. Rescatarlos demoró todavía más a la temerosa flota, que avanzaba despacito transformando lo que iba a ser un golpe comando en una larga marcha.
Esto dio tiempo para preparar un contraataque. Bynnon reconoció la cala brasileña y preparó sus cuatro barcos más chicos con tripulaciones bien armadas. En la madrugada del 7 de marzo, los argentinos le cayeron a los buques imperiales por sorpresa, en pleno ataque pirata. El primero en caer fue el bergantín Escudeiro, que se defendió ferozmente hasta la muerte de su capitán. La Constanza soltó ancla para huir, pero encalló y se rindió sin discutir. La Imperatriz, que ya estaba encallada, hizo lo mismo y se rindió al primer cañonazo. Un detalle a futuro: el primero en saltarle la borda fue un neoyorquino de apenas 19 años, John Baptist Thorne, que años después sería el héroe de Obligado.
Parte de la flojera era algo que los argentinos no sabían, que las tropas imperiales habían desembarcado para un ataque por tierra y la escuadra estaba casi indefensa. Shepherd en persona comandaba 400 hombres bien armados pero, nuevamente, no tenía mapas. Se encontró con un paisano y le pagó para que lo guiara a Patagones, pero el gaucho lo hizo dar vueltas por los arenales todo el día. Recién el 7, de madrugada, vieron el fortín, que les dio la fea sorpresa de abrir fuego con los cañones de la Chacabuco. En la primera andanada cayó Shepherd y su ejército simplemente reculó desmoralizado. Terminaron corriendo por un pajonal seco que los gauchos incendiaron para cortarles el paso y forzarlos a rendirse.
El fin del golpe comando le permitió a Lacarra un parte triunfal contando que había capturado siete banderas imperiales, tres barcos y 554 prisioneros, incluyendo 18 oficiales y, pintorescamente, tres escribanos. Entre los oficiales estaba Joaquín Marques Lisboa, que añares después sería el comandante de la armada brasileña en la guerra del Paraguay con el nombre de marqués de Tamandaré y dejaría un ejemplo difícil de empardar de incompetencia.
Uno de los libertos que combatieron tomó el nombre de Felipe La Patria. Murió, condecorado, en 1892 con 104 años cumplidos. Dos de las banderas imperiales siguen en la catedral local.
Las tres naves capturadas, rebautizadas Ituzaingó, Juncal y Patagones sirvieron en la guerra bajo nueva bandera. Años después, la arruinada Ituzaingó volvió al pago y sirvió de pontón en la cala. En 1878, el comodoro Luis Py entró al río con la escuadra sur y al pasar por los maderos podridos que quedaban de la corbeta ordenó un saludo de artillería.
Py leía historia.