Osvaldo, que ocupaba la litera inferior de mi compartimento, era un vendedor nervioso y hablador que se dirigía a Rosario para vender carne. Hubiera preferido ir en avión, pero su compañía le había dicho que era muy caro. “Este mismo tren chocó hace un mes. Murieron muchas personas... los vagones empezaron a arder, fue terrible”. Apartó la cortina bruscamente y miró por la ventana. “Espero que no nos pase nada. No quiero estar en un choque de trenes. Pero tengo un presentimiento muy malo con este tren”.
Su conversación era tan deprimente que me fui al vagón restaurante y me senté a una mesa con el periódico de Tucumán y una botella de cerveza. El periódico contenía un regodeante artículo sobre la victoria de los partidos de derecha en las elecciones francesas y sobre los secuestros en Italia. (“Nuestros terroristas se han ido todos a Europa”, me dijo un argentino en Buenos Aires. Había algo de vengativo en su conmiseración. “Ahora probarán lo que nosotros hemos tenido que pasar”). La prensa argentina obtenía capital político de informar sobre las noticias de otros países.
–Con permiso –dijo Osvaldo y se sentó a mi mesa.
Llevaba un comic, de un par de centímetros de grosor, titulado D’Artagnan, el nombre del aventurero bravucón de la historieta principal. Parecía una lectura muy poco ambiciosa, incluso para un viajante de productos cárnicos.
La cena se sirvió a las diez: cuatro platos, incluyendo un grueso filete, por dos dólares. Era la clase de vagón restaurante en que los camareros vestían más formalmente que la gente que comía. Todas las mesas estaban ocupadas por una bien alimentada y nutrida concurrencia de falsos europeos. Dos hombres se nos habían unido a Osvaldo y a mí y, tras una pausa formal y algo de vino, uno de ellos empezó a contar la razón de su viaje a Buenos Aires: su padre acababa de sufrir un ataque al corazón.
Hablaba en un exagerado acento argentino, marcando las elles como el sonido de la sha rusa.
–Mi padre tiene ochenta y cinco años –dijo el hombre, llenándose la boca de pan–. No se ha enfermado un solo día de su vida. Fuma sin parar, prácticamente se come los cigarrillos. Es muy fuerte y tiene buena salud. Por eso me sorprendió mucho que me llamaran y me dijeran que había tenido un ataque al corazón.
–Mi padre fue igual –dijo el segundo hombre–. Muy duro, un verdadero veterano. Él no se murió de un ataque al corazón. En su caso fue el hígado.
El primer hombre fumaba y comía compulsivamente; el humo salía de su nariz mientras masticaba pan. De vez en cuando, gritaba: “¡Mozo!”.
–¡Mozo! –gritó–. Tráeme un cenicero. Necesito un cenicero cuando como.
Se comió todo el pan de la panera.
–¡Mozo! Más pan, tengo hambre. Y, de paso, otra cerveza, tengo sed.
Esos hombres eran bastante arrogantes; no paraban de hablar y su falta de sentido del humor era evidente. No eran vagos; en realidad, me pareció que trabajaban mucho. Sin embargo, de todas las personas que conocí en Suramérica, los argentinos eran los menos interesados por el mundo exterior o por cualquier tema que no hiciera referencia directa a Argentina. Compartían esa característica con los surafricanos; parecía implicar que estaban atrapados en el extremo del mundo y rodeados por salvajes. Tenían un tono presumido e intimidante, incluso cuando hablaban entre sí, y eran ignorantes hasta la médula.
Durante la siguiente media hora, Osvaldo y los otros dos hablaron de fútbol. Argentina acababa de derrotar a Perú, y confiaban en las posibilidades de Argentina de ganar el Mundial en julio.
–¿Habla español?
Era el primer hombre, el del padre con el ataque al corazón. Sostenía un pedazo de pan cerca de la boca.
–Sí –dije.
–No habla mucho. Por eso lo pregunto.
–No me interesa el fútbol.
Sonrió a los demás.
–Bueno, no se une a la conversación.
–¿Qué conversación?
–Ésta –dijo con impaciencia.
–Sobre fútbol.
–No, sobre todo. Hablamos, usted no dice nada. Se queda ahí sentado.
–¿Y qué?
–¿Hay algún problema?
Así que era eso: suspicacia, miedo, la sensación de que mi silencio significaba desaprobación; la vieja inseguridad suramericana.
–No hay ningún problema –dije–. Estoy muy feliz de estar aquí. Argentina es un país maravilloso.
La comida terminó con café y flan. Me despedí, atravesé el veloz tren y me metí en la cama. Tuve un sueño. Estaba con una hermosa mujer en una casa eduardiana. La casa se sacudía, el suelo se movía y agitaba como una balsa, y las paredes se agrietaban. La mujer me pedía que le explicara las sacudidas. Yo miraba por la ventana hecha añicos y luego salía al jardín.
Me desperté. El tren se sacudía como el jardín de mi sueño, y ya no recordaba el nombre de la mujer. El día era soleado y momentos después nos detuvimos en San Lorenzo, junto al río Paraná.
Osvaldo recogía sus cosas. Terminó de empaquetar. El cómic seguía en el asiento.
–¿Quiere mi libro?
Lo tomé y le eché una ojeada. D’Artagnan era un cómic en español, con ilustraciones chillonas. “Super Álbum”, decía. “Diez historias completas a todo color”. Miré las historias: “Adiós, California”, “Nosotros, la Legión”, “Or-Grund”, “Asesino vikingo”. Eran historias de vaqueros, policías, hombres de las cavernas, soldados y anuncios de cursos para aprender a arreglar televisores en los ratos libres.
–Ya tengo un libro –dije.
–Se lo regalo –dijo Osvaldo.
–No leo cómics.
–Éste es bonito.
“Los cómics son para los niños y los analfabetos”, quise decir, pero se suponía que no había que criticar a esa gente.
–Gracias –dije–. ¿Ha leído a autores argentinos?
–Éste –dijo, golpeando el cómic con la mano– es un libro argentino. Es de Buenos Aires.
–Me refería a la otra clase de libros. Sin dibujos.
–¿Cuentos?
–Sí. Borges, por ejemplo.
–¿Qué Borges?
–Jorge Luis.
–No lo conozco.
Este extracto corresponde a El viejo expreso de la Patagonia, un clásico de la literatura de viajes, originalmente publicado en 1979. Acaba de ser reeditado por Penguin Random House. La traducción es de Juan Gabriel López Guix.