Si bien Don José nunca fue un hombre lenguaraz, con el paso de los años, fue hablando cada vez menos. Tal vez, amasando pacientemente, tiempo, deseo y sabiduría se pueda obtener un silencio de árbol, descubrir el secreto del verdor eterno o alcanzar la veta profunda de la madera del alma humana. Desde hace más de cincuenta años, cuál sauce criollo con savia de tinta y hojas de papel de diario sacude sus ramas en la histórica esquina del barrio La Florida. 

Sus ojos vieron crecer a muchos vecinos y nosotros, a la vez, atesoramos en la memoria encuentros cotidianos con el patriarca de los diarieros. Alguna vez viajé sentado en su canasto durante una vuelta a la manzana a modo de festejo por no haber llorado en mi primer día de clases. Recuerdo mi alegría al recibir de su mano un Billiken cada semana, mi mundo de colores en dónde conocí, entre otras cosas, los rostros de los próceres de la primera junta, posteriormente recortados y pegados con engrudo en mi primer cuaderno. 

El martes era el día del deporte, gracias a su servicio sin olvidos, aprendí a leer de corrido con El Gráfico, mi manual de lectura preferido. Para comprar la Pelo o la Humor llegaba mensualmente hasta su kiosco en persona, lo mismo hacía para obtener alguna revista condicionada que obviamente adquiría con el fin de hacerle una broma a un amigo en el día de su cumpleaños. 

En los tiempos en que los matutinos olían a verde césped mundialista y sonaban a comunicados oficiales, supe escuchar en su palabra de padre, consejos para que anduviera con cuidado en mis primeras salidas nocturnas, ya que durante las madrugadas él veía cosas que nadie contaba, las peores pesadillas de un pueblo dormido tomaban forma para recorrer las calles en autos verdes sin patentes. 

Forzaba al máximo su bonhomía y estoicismo para poder soportar monólogos de clientes tan violentos como cobardes, decía que en una familia había que saber soportar a todos sus integrantes, pero, no obstante, siempre tenía a mano un vaso de leche para tomarlo de un solo trago, desintoxicándose de las malas energías. 

Imposible, entonces, no emocionarme cada vez que llevaba a mi nieto a retirar un dinosaurio de colección, reservado con el mismo cuidado de siempre, con el mismo amor con el que continúa deslizando diarios por debajo de puertas sin cobrar jamás gastos de envío, su vocación de servicio no es otra cosa que cumplir con su palabra, una forma llana de poner en práctica el modismo que usa cada vez que aprieta la mano de un nuevo cliente amigo, "José Ferrari, a sus órdenes". 

Posiblemente, la alegría de no conocer encierro ni patrón alguno o el hecho de sentirse vivo en cada mañana, renaciendo sin permiso al igual que el sol o los gorriones, hayan sido motivos suficientes para confesarme en una oportunidad, "ser canillita para mí nunca fue un trabajo, siempre fue un entretenimiento".

A diferencia de Miguel, personaje principal creado por Armando Discépolo en su obra Mateo, Ferrari no parece guardarle rencor al progreso que está terminando paulatinamente con su labor, más bien siente una mezcla de desconfianza y compasión por la robotización que se avecina, por el avance sin control de la máquina contra el mismo ser que la inventó. 

Asegura que, en algunas cosas, el futuro se encuentra en el pasado. Le resulta gracioso que muchos jóvenes se acerquen para hablarle sobre los beneficios de las verduras agroecológicas como si se tratara de algo nuevo, justamente a él que nunca dejó de tener su huerta a pasos del gallinero, es como si los gringos quisieran enseñar sembrar papas a los Incas. 

Recuerda con nostalgia cuando era jugador de bochas y truco en clubes como Unión y Progreso o Amistad y Progreso, luego de analizar que la palabra que lo condena siempre estuvo en segundo término en todas las consignas, asegura no haber conocido nunca institución o bandera alguna que llevara el nombre de Progreso y Felicidad, cuando el único objetivo que debería movernos es el hecho de sentirnos felices la mayor cantidad de momentos posibles. 

Cuando nos ve presos de nuestra adicción al celular nos compara con esclavos privados del tiempo necesario para la contemplación, reflexión o creatividad, indispensables para sentirnos plenos. Se angustia al observar a jóvenes viajando en los micros con sus cabezas gachas, pasando rápidamente titulares en sus pantallas sin el hábito de disfrutar contenidos extensos, dice que se trata de un síntoma más de la brutal soledad existente en medio de la multitud. Descree que el frío de una computadora pueda reemplazar la compañía que nos regala un libro, la magia de la siempre viva palabra escrita de algún semejante que nos entibia el alma, descarta ausencias, pulveriza distancias. 

Todos los años, cerca del 7 de noviembre, me doy el gusto de visitar al canillita en actividad más longevo del mundo para conmemorar su día. Me recibe siempre con la misma frase: "¿Pensabas que ya no me ibas a encontrar… verdad? Sin embargo, yo siempre te estoy esperando". 

Conversamos durante un largo rato únicamente de pavadas, ambos sabemos que la dicha del encuentro radica en poder mirarnos a los ojos nuevamente. Hoy me quedé hasta que cerró el boliche con la intención de robarle su mejor poesía, lo observé montar su bicicleta como si sus 95 abriles nada le pesaran en el lomo, le escuché extraer desde el fondo de su espíritu boreal las voces de varios pájaros a la vez para entonar silbando el viejo vals de siempre. Pedaleando a pulmón por un sencillo mundo de lágrimas y sonrisas, lo vi doblar despacio la esquina del olvido.

 

 

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