“Hace un par de semanas, el capitán Trevor Heblin se despertó con un ánimo de perros y estuvo emborrachándose hasta el mediodía. Después, cuando se le terminó el whisky, sacó de un cajón la pistola 45 de los tiempos de Indochina y se voló lo sesos”.
Corría el cuarto trimestre del año 1981 (no se trata de una estrambótica indicación temporal de mi parte: es la que figura en la edición de Legasa de En otra parte, que todavía conservo) cuando adquirí el libro. No recuerdo las circunstancias, pero sí sé que era la primera vez en mi vida que yo era capaz de entrar por mis propios pasos a una librería y comprar un libro que no fuera para uso escolar. Supongo que llegué hasta el libro y su autor, Rodolfo Rabanal, por intermedio del suplemento Cultura y Nación de Clarín, mi único contacto con la realidad literaria que tenía por entonces. Ya había leído Flores robadas en los jardines de Quilmes. Había leído Respiración artificial. Los libros de Asís me habían atrapado en todo un repliegue de la vida que me insinuaban acerca de un tiempo cercano que no había vivido y Piglia me había atrapado en un monólogo brillante y todavía inextricable para mí. Esos libros los había adquirido mi padre, seguramente influido por la misma fuente bibliográfica a la que yo recurría los jueves, si mal no recuerdo. Pero En otra parte era mi libro secreto. Como sea que haya llegado hasta ahí, me fui internando en las páginas del primer relato del volumen (“Nueva York es un nervio desnudo”; el segundo es “Días de gloria en Medora”, juntos hacen un “díptico”, forma que, no lo sabía entonces, llegaría a apasionarme) hasta desembocar en esas líneas finales tan vibrantes y rotundas. El tipo se pega el tiro. Se levanta la tapa de los sesos y se acaba el relato. Desconcertante. Yo ya había leído los cuentos de Chandler de Asesino en la lluvia y varias novelas de uno de mis ídolos de tempranas lecturas, Ross Macdonald. Pero esto era distinto, te dejaba pensando después del cachetazo. Intuía que estaba leyendo un policial, un noir, si se lo quiere llamar así. Pero el tipo se pega el tiro y chau misterio. A otra cosa. Uno podía enredarse en el final de las novelas negras, nunca se terminaba de retener toda la explicación acerca de la trama de matufias y pasiones que había llevado a dos o tres asesinatos por lo menos, pero este Rabanal ni siquiera se había tomado la molestia de una explicación frágil, apenas, que el capitán se levantó con un ánimo de perros. Patapúfete.
Si “Nueva York es un nervio desnudo” marcó mi vida a los 17 años (recién cumplidos si me dejo llevar por la rigurosa nomenclatura del copyright de Legasa), ahora, si releo una vez más la nouvelle que tantas veces leí (con esa insistencia que solo tienen los chicos que quieren que le cuenten el cuentito una vez más para ratificarse o regodearse vaya a saber en qué satisfacción), descubro, o creo descubrir, una clave relativamente erótica o sensual, lo que no debería extrañar tratándose de Rabanal. El recorrido sería más o menos el siguiente:
El narrador conoce en Nueva York a Luba Heblin. Ella es una pantera, una bestia sexual. La aprecia, llega a quererla, pero sobre todo quiere apropiársela, poseerla en todo sentido: lúbrica Luba. Mientras avanza la relación, se entera de que Luba tiene un hermano mayor.
“El capitán Trevor Heblin es un Vietvet de unos cuarenta años prácticamente aniquilado de la cintura para abajo, tuerto del ojo izquierdo y con la mitad del cráneo quemado. Puede apreciarse que antes de todos estos estragos, Trevor fue un gran buen mozo. Al menos es lo que dice su hermana”, lo describe aun antes de conocerlo personalmente. Dicho sea de paso, Luba Heblin se molesta cuando las pocas veces que salen juntos, es decir, cuando ella saca a pasear al monstruo, las personas los confunden con un matrimonio.
Literariamente me persiguió el tema del incesto entre hermanos, siempre me pareció un tópico de una extrema belleza y autenticidad signada por una interdicción que uno –inclaudicable lector de Freud- no puede más que aceptar. Pero esa resignación no quita que ponga del lado utópico de la literatura su transgresión.
Y esto me devuelve a Rabanal. Creo que esa nouvelle de clima negro en cuyo centro late un incesto que en rigor no es otra cosa que, presumo, la fantasía del narrador, es decir, la de integrarse como tercero en ese triángulo del incesto, poseer a la hermana incestuosa de un monstruo al que él ayuda a alimentar y sobrevivir hasta el ataque de malhumor final, condensa muchos aspectos de la ficción que desarrolló en libros notables como La vida brillante, La vida privada, Un día perfecto, El apartado y, por supuesto, En otra parte. No se trata de que el incesto haya sido un tema para Rabanal sino de la insinuación acerca del misterio insondable del sexo y del deseo, de relaciones asimétricas entre hombres y mujeres (y entre hombres y mujeres asimétricos, siempre por afuera del matrimonio), del erotismo como una de las bellas artes. Y eso le costó unos cuantos detractores en este valle de hipócritas.
Rodolfo Rabanal murió el 2 de noviembre de 2020 y no le terminamos de hacer justicia. Pero, se sabe, no es la justicia de lo mejor que estaría funcionando en nuestra sociedad. ¿Por qué la justicia literaria habría de ser una excepción? Yo mismo, no estoy del todo satisfecho con lo que escribí en varias oportunidades de sus libros a pesar de haberlo leído y releído tanto y de haber hablado en unas cuantas oportunidades con Rodolfo acerca de sus personajes. Siento que hay algo que se me escapa siempre –un tesoro de sensualidad, de brillos deslumbrantes-, algo que incita a volver a leer (como esa incitación a volver al mar que a veces nos atenaza) pero que no es bueno para la lectura crítica. Problemas de articulista que no deberían interesar a nadie. Pero si lo pienso mejor, en el final de uno de sus libros, Cita en Marruecos, se ancla una manera de entender la ficción. El misterio, por un momento, se rompe, se rasga el velo de la sensualidad incierta y surge una certeza literaria.
Para terminar como al principio (doble herejía) cito completo un final:
“Tal vez por eso (me dije) la ficción anhela ser total y perfecta. Es la mentira que nunca miente. Es el acto que humilla al acto. Bueno, me dije, por lo menos tuviste una idea. Ella dormía”.
La ficción es la mentira que nunca miente, habrá murmurado el capitán Trevor Heblin, saboreando las palabras entre dos tragos de whisky. Y a pesar de su malhumor, ya pudo volarse tranquilo los sesos.