Es ya desde su título, Ni chico ni chica, que la primera novela de Belén Mentasti empieza a trabajar la forma y el contenido. No importa si la autora dio con él antes o después de terminar de corregirla, si se le ocurrió de golpe o su descubrimiento requirió la paciencia de un telépata buscando entrar en la psiquis de un sujeto impenetrable.
Lo que importa realmente es que el título - y también la tapa -, quedan totalmente integrados a la obra, una pieza de literatura queer en la que la protagonista, Malena, de dieciséis años, va descubriendo todas las posibilidades en las que puede ser considerada una persona inadecuada.
Ahora bien, ser adolescente no es necesariamente ser inadecuado, por eso, no es sólo la adolescencia el carozo del conflicto de este libro ni lo que empuja la trama. Es la adolescencia más cierto despliegue de atributos por parte de Malena lo que hace que sus entornos - la institución madre, la institución educativa, la institución médica, entre otras - la lean atribulada, confusa, pixelada. Quiero decir, sí, es una novela de iniciación, pero no todas las novelas de iniciación son equivalentes entre sí. Hay novelas de iniciación homoeróticas, novelas en donde el personaje cae en la cuenta de a qué clase social pertenece, novelas de pérdida prematura del padre o de la madre, novelas de descubrimiento sexual de corte más clásico en donde el varoncito se enamora de una mujer madura que lo da vuelta o de una chica que elige a otro, y así.
Pero lo que sí es cierto es que en casi toda novela de iniciación hay un desacople, cosas que se mueven a distinto ritmo, y dolor, bastante dolor. El coming of age contiene la parábola central del ser humano: conocerse duele.
Decía que el título, Ni chico ni chica, da con una verdad profunda de la novela porque es contundente pero al mismo tiempo suministra poquísima información. Y si tuviera que decir algo breve de esta ópera prima de Mentasti, si me exigieran resumirla en dos palabras, por ejemplo, diría exactamente eso: que es contenida y contundente. Es contundente porque es una novela que dice mucho y dice cosas fuertes; y es contenida porque, si bien los temas que se despliegan son abundantes, están unidos por cierta falta de información que, al ser usada como recurso, hace crecer la trama, ya que la protagonista descubre un montón de cosas de sí y del mundo que no sabe o no puede nombrar. Como si todo quedara pendiente de resolución porque la adolescencia es proceso y no resultado. Pero por otro lado, al quedarse en el umbral del nombrar, al rechazar las categorías que construyen el decir, la autora, más que mostrar una limitación en el lenguaje, parece utilizar un procedimiento consistente en hacer atravesar a su protagonista experiencias sin tener previsto clasificarlas ni juzgarlas.
Malena, alumna de colegio privado de fines de los noventa, es hija de una madre envuelta en su propia pena, lejana como alguien que no puede sumergirse del todo en el presente; es hija de un padre cuyo lado intacto de la cama matrimonial indica que no está; es la amiga de Manuel, una chico errático, indisciplinado y un poco corrido con el que comparte una amistad exclusiva y excluyente en la que entra prácticamente todo el repertorio de pequeñas e inocentes transgresiones: fuman en el baño, se tocan los genitales, se exploran los límites de la personalidad, juegan al fútbol en el recreo, se regalan indiferencia, se muestran en compañía de otros para generar un poco de celos, complotan juntos, se abstienen de abrir su complicidad a los demás.
Además, hay una profesora de biología cuyas clases le suministran a Malena el lenguaje técnico-poético del reino botánico para resistir el asedio médico encarnado en un doctor que nota ciertos parámetros corridos en su genitalidad y los hace constar en un diagnóstico breve y en el trato que le dispensa a Malena en su consultorio blanco y frío como esas instituciones que se dedican a asuntos oscuros detrás de una fachada diáfana.
Malena se camufla en el lenguaje de la biología para desintegrar el binarismo que se encuentra en la sentencia de este médico pero también para intentar una existencia menos categórica, menos rotunda y menos moral, distante de los otros mundos que habita: el colegio privado habitado por chicas y chicos sexogenericamente bien definidos; la casa materna, confortable y destemplada; el mundo exterior, al que mira como el mundo la mira a ella: todo pixelado, porque no es posible en ninguna parte la nitidez, ni del mundo hacia ella ni de ella hacia el mundo.
Y así como hay una apuesta por deshacer el binarismo de los cuerpos por medio de la metáfora vegetal “me empecé a deshojar mientras corríamos a toda velocidad”, o “se alarga cuando se eleva el nivel del agua”, hay otra apuesta en introducir muchas historias - la historia familiar, la historia sexual, la historia del entorno, la historia de un viaje - sin que alguna se imponga como dominante; no hay jerarquía, hay muchos inicios. No hay supremacía de un asunto sobre otro, y debido a la enorme economía del lenguaje desplegado - o replegado, como los genitales de Malena - Mentasti sugiere un conflicto con apenas una imagen o dos. Pero en esta forma de novela, no solo la autora no es categórica, sino que la protagonista tampoco. A Malena le van pasando cosas, le gusta un chico, entonces le sostiene el pene para que haga pis y en otra escena se frotan en algún recoveco; después le gusta una chica; con el chico están a punto de tener sexo y en el momento de mayor fricción lo da vuelta para penetrarlo de espaldas - un homenaje a esa escena perfecta de la película XXY -; después, en un baño de un pueblo de Córdoba es la chica, Eira, la que se pone sola de espaldas para tener sexo con Malena. Quiero decir, le van pasando cosas sin que haya una urgencia por ponerle nombre a nada. En este sentido, la autora sabe sostener una voz adolescente verosímil, por la constancia con la que la mantiene y porque además incluso la limitación del decir es acá una virtud; sería insoportable una chica de dieciséis años que realmente supiera demasiado.
Por último, como decía al principio, Ni chico ni chica es una pieza de literatura queer, y en este sentido es sumamente atractivo que si bien no llega a ser oscura, tampoco sea festiva. El discurso del orgullo ha tapizado las declamaciones públicas y las piezas artísticas, y pienso qué bien pero también pienso que no deja de haber una pérdida ahí, no porque haya que aferrarse a momentos dolorosos del pasado, sino porque perdemos de vista algunas cuestiones que sobreviven sumergidas en estos tiempos presuntamente menos complicados. No quiero decir que ser queer sea vivir en la inadecuación, pero tal vez sí signifique que la incomodidad nunca se vaya del todo, que los discursos de repliegue sigan siendo interesantes, y algo más primitivo: siguen siendo necesarias las historias que nos recuerden la herida de crecer sin encajar.