Pier Paolo Pasolini (1922-1975) fue cineasta, novelista, dramaturgo, pintor, el intelectual italiano crítico más influyente de la segunda mitad del siglo XX, pero, ante todo, fue un poeta. No sólo porque todos los géneros en los que destacó -ensayo, prosa, sermón, reportaje, elegía, fantástico, cinematográfico, discurso político, entre otros- están impregnados de lenguaje poético, sino porque la poesía resume su pensamiento, vida y obra.

En este sentido no parece casual que, hacia el final de su existencia, Pasolini haya vuelto a los poemas de su edad núbil. La reciente edición de Interzona, La nueva juventud, abarca su ciclo de poesías escritas desde los veinte años que serán publicadas en 1954 con el título La mejor juventud (1941-1953); poemas que, en 1974, serán objeto de una reescritura particular, “La nueva forma de La mejor juventud”, y que, inmediatamente antes de su muerte, sufrirán reelaboraciones y algunos agregados en “La nueva juventud. Poesías friulanas 1941-1974”.

La publicación de esta obra poética en un solo tomo, permite vislumbrar al muchacho vital, comunista y sexualmente subversivo mirándose en el espejo del hombre maduro, debilitado, siempre inconformista y desolado por los años y los acontecimientos históricos, políticos y sociales. Entre uno y otro ser -que es el mismo-, Pasolini fue expulsado del Partido Comunista Italiano por homosexual en 1948, se desilusionó de las épicas eróticas y sociales de estudiantes y obreros de Mayo del ’68; analizó las formas en que el ardor del sexo rebelde se tornaba banal al ser absorbido por el mercado y asistió al triunfo de su enemigo más visceral: la burguesía y el sistema económico y monolítico del neocapitalismo.

El placer de los muchachos

En definitiva, Pasolini que en su niñez además de poeta quería ser capitán de barco, realiza en estos poemas el viaje estético, político e ideológico de su vida. Lo que perdura como tópico recurrente es el retorno al paraíso perdido llamado Casarsa della Delicia. En ese pueblo rural, arcaico y aislado de la región del Friuli donde vivió la infancia y la adolescencia junto a su madre, el poeta encontraba una utopía y un ideal de pureza. Por eso, no es casual que el conjunto de sus poemas -escritos en dialecto friulano, el lenguaje de su madre, como resistencia contra su padre militar autoritario y contra cualquier forma de patriarcado, civilización, imperialismo y fascismo- constituya una celebración de la naturaleza, los ambientes bucólicos, las fuentes de agua, los aires respirables… En definitiva, Pasolini festeja los paisajes antiguos, ahistóricos, precapitalistas propios del universo campesino que no han sido contaminados por la lógica consumista del mercado y de la industria.

La otra posibilidad de redención humana, la encuentra en los seres que habitan Casarsa, mundo rural paradigmático o, más tarde, en los suburbios de Roma. Al igual que su amigo, maestro y poeta admirado, Sandro Penna, con quien compitió para tener tantas relaciones eróticas con otros varones como fueran posibles en el curso de una vida, (“Son miles. No puedo amar solo a uno”), el único objeto estético y de deseo de Pasolini eran los muchachos de la clase campesina y obrera y los adolescentes lúmpenes y vagabundos de las orillas urbanas. En su iconografía, estos jóvenes bellos -siempre con los rizos sobre la frente, la sonrisa iluminada, los muslos y los bultos calientes- eran libres, ardientes, pansexuales, inocentes, pícaros, permanentemente dispuestos a la concupiscencia y se elevaban como ideal frente al cuerpo de la burguesía (“los burgueses tienen un cuerpo maldito”). Pasolini adoraba sus maneras de hablar, sus cuerpos duros curtidos por el sol, sus carnes de músculos torneados por el trabajo o de obreros mal alimentados.

Campesinos, lúmpenes y vagabundos

Sin embargo, hijo de la posguerra, para Pier Paolo la belleza erótica de estas juventudes, está siempre en peligro, acechada por el Tánatos, la muerte. Así en su poema “David” describe: “Apoyado en el pozo, pobre joven, / diriges hacia mí tu cabeza gentil, / con una pesada sonrisa en los ojos. / Tú eres, David, como un toro en un día de abril, / que en las manos de un muchacho que ríe / va dulce hacia la muerte”. O en “El chico muerto”, Narciso, el joven lindo por antonomasia, tiene “el color/ de la noche, cuando las campanas/ tocan a muerto…”. De esas y otras maneras, parafraseando a Michel Foucault, Pasolini sigue persiguiendo en las diferentes versiones de “La mejor juventud” lo que se convertirá en todas sus películas en la saga de los jóvenes. 

De aquellos jóvenes que él no veía en absoluto como “adolescentes para psicólogos”, sino como la forma actual de una juventud que, desde la época del Medioevo, de Roma y de Grecia, nuestras sociedades no han podido integrar; a las que han temido o rechazado sin llegar nunca a domarla, excepto, de vez de cuando, haciendo que la mataran en la guerra. La diferencia cuando reescriba algunos de esos poemas en la década del setenta es que ya no hay pasajes plenos de esperanzas, ni luchas contra el sistema, ni rebeldías juveniles: no hay mujeres encintas en las calles y los Narcisos o los Davides ya no están asediados por la muerte, sino que nacieron muertos condenados por la violencia de los barrios miserables o por la avidez de la ética consumista.

Premonitoriamente, en poesías como “El domingo de los olivos”, un Pasolini ya cincuentón insiste en presentarse como Cristo frente a su madre, Susanna, una Virgen María octogenaria. En “El día de mi muerte”, se imagina muerto por uno de esos jovencitos “por los que quisiera dar la vida”. Como es sabido, consciente o inconscientemente, encontró su destino de Cristo sacrificado, salvajemente torturado y asesinado por un prostituto de diecisiete años en las afueras de Roma. Su mensaje a la humanidad fue, quizás, que finalmente el capitalismo había hecho sus estragos y transformado en cínicos y consumidores a esos jóvenes antaño lindos, puros e inocentes. 

En todo caso, de esa manera, alcanzó las cumbres del poeta solitario, rebelde, anarquista, inclasificable, no encasillable por derecha o izquierda: aquel que se subleva contra todo y contra todos y, quizás, por eso, muere a manos de todos. Un espíritu de rebelión que anida en las poesías valiosamente recuperadas en esta edición.