Un jote sobrevuela sobre el cielo misionero y en su trayecto, el ave carroñera va delineando una amenaza sobre los personajes que recorren la selva.
El protagonista de esta novela es Antonio, pero un cuarto de siglo antes fue una niña vasca, Catalina, que desde los cuatro años vivió como novicia a cargo de su tía que era priora. A los quince se fuga del convento y durante la huida confecciona con telas y restos de su vestidura un traje de hombre.
Por la selva misionera, a Antonio lo acompañan dos niñas guaraníes —Michi y Mitãkuña— que tienen hambre y voracidad por hacer preguntas. Ellas fueron rescatadas por motivos equivocados.
Los tres habían escapado de un cuartel junto a dos monos que las niñas bautizan Tekaka y Kuaru, caca y pis en guaraní. También en el derrotero lo acompaña una perrita que encontró junto a la pequeña y desnutrida Michi. Roja la llaman. La niña de tres años solo habla guaraní y repite todo el tiempo la pregunta ¿Mba'érepa?, que significa “¿Por qué?”. La niña mayor, Mitãkuña es la lenguaraz que traduce. La manada se termina de conformar con la yegua Orquídea y su potrillo Leche. Mientras tanto, el ave carroñera no los abandona, los sigue sobrevolando amenazante durante la aventura.
La historia de Las niñas del naranjel, la nueva novela de Gabriela Cabezón Cámara, está tejida como una gran telaraña entre lianas y palmeras: lenguas, personajes y escenario conforman una misma red. La novela tiene una lengua diáfana, sostenida por algunos pocos giros de un aparente español del Siglo de Oro. A la vez, la lengua está intervenida con dieciocho palabras en guaraní, con algunas oraciones en vascuence y rezos en latín.
El artificio logra su objetivo: es una lengua que se lee con la facilidad del castellano actual y con el placer hipnótico que irradia la prosa del siglo XVII. La construcción de las oraciones genera el espejismo de estar leyendo los poemas de Sor Juana o las Crónicas de Indias.
En una carta, a modo de confesión, Antonio le cuenta a la tía los veinticinco años de aventuras que vivió desde que huyó del claustro hasta sus últimos días, cuando vuelve a ser un prófugo, atrapado en la selva. Pero no es el único cautivo: hay un capitán que espera desde hace una década una autorización escrita que le permita regresar a España.
Así como en Las aventuras de la china Iron, Cabezón Cámara reescribe desde la mirada de la mujer de Fierro el clásico de José Hernández, Las niñas del naranjel se conecta con la línea genealógica de Zama, la novela de Antonio di Benedetto, no sólo por la época, la dolorosa infancia de los personajes, el motivo de la espera sino, sobre todo, por las marcas en la lengua.
La novela, digna del personaje picaresco que la protagoniza (fue arriero, tendero, soldado, grumete y paje), está sostenida por la carta en la que él comparte sus vivencias con su tía, expresando disculpas y un cálido recuerdo por los cuidados que recibió en su niñez. Pero también en estos escritos, Antonio confiesa su debilidad por los juegos de baraja y los crímenes que ha cometido. Sin embargo, mientras escribe la carta huye porque fue condenado a la horca acusado de un delito que no cometió.
Tiempo atrás, durante su cautiverio, Antonio, hombre culto, que entiende latín y conoce de filosofía, cantaba la canción de la Virgen del naranjel con voz de mujer. Ignacio, el capitán que espera regresar a España y también es vasco, escucha a Antonio en su celda, se conmueve y no solo lo libera sino que lo convierte en su asistente, pero el incansable aventurero durante un funeral logrará dormir al captor devenido en benefactor y se entregará a una nueva huida, esta vez junto a las niñas, los monos, la perra, la yegua y el potrillo.
La manada que huye por la selva forma una nueva red de contención y construyen una forma particular de comunidad. Los monitos proveen frutos y es la misma leche de la yegua la que alimenta a las niñas. Ellos son un sistema que entra en diálogo con la gran protagonista de la novela: la selva.
Antonio, ese hombre siniestro, inquieto, picaresco que participó con condecoraciones de la Conquista y en la Guerra de Arauco, avanza por el entramado borboteante de la selva, protector de los suyos: hasta tiene que masticar la comida para darle a la pequeña Michi.
El jote sigue tejiendo un recorrido incierto en su vuelo inquietante, mientras una yaguaretesa se encarga de dar calor a las niñas. Es la misma selva omnipresente que tres siglos después del tiempo del relato de esta novela alojó parte importante de la cuentística rioplatense, con los animales y las historias escritas por Horacio Quiroga.
Las experiencias y aventuras se entrelazan con la necesidad de Antonio de seguir escribiéndole a su tía y contarle todo lo que está sucediendo en su vida: "Así pasóme a mí mismo, como a la nuez: estaba todo yo mismo en mí misma del mismo modo que el árbol nuevo está en el fruto del árbol viejo. Así me creció el deseo de fuga, el de andar por el mundo, una raicita que se fue haciendo tallo y ramitas y hojas y copa redonda, igual que me crecieron las piernas y los pelos y, ay, los pechos".
Cabezón Cámara trabaja sobre la porosidad que deja la historia de Catalina de Erauso, también conocida como la "Monja Alférez". En documentos, en especial en la autobiografía, hay datos de que, en Chile, Antonio había participado en la Guerra de Arauco contra los mapuches, ganando fama como valiente guerrero. Su historia es densa, de hechos pintorescos: fue arrestado en varias ocasiones y pasó por diversos lugares en América. En 1623, fue detenido en Perú. Para evitar su castigo, reveló al obispo que era una mujer. Después de un examen que confirmó su género y virginidad, el obispo la protegió y la envió a España. El rey Felipe IV lo recibió y le permitió mantener su rango militar. El Papa Urbano VIII lo autorizó a seguir vistiendo como hombre. Su historia se hizo famosa en Europa y se convirtió en una celebridad. Luego regresó a América donde se pierde su rastro. En este agujero negro de la historia de Antonio de Erauso, Cabezón Cámara reconstruye el final de su vida. Antonio promete devolver a las niñas sanas y salvas a sus familiares, una promesa que podrá ser consumada si la Virgen del naranjel cumple su deseo y si el trazo del vuelo del jote no se cruza antes del final en su andanza por el armonioso suelo de la selva.