Boca volvió a tropezar con la misma piedra. Otra vez una gran derrota copera como lo fue la final perdida del sábado en Río de Janeiro ante Fluminense abrió un cráter que amenaza devorarse a muchos. De hecho, Jorge Almirón fue el quinto técnico que en los últimos cinco años que debió dejar su cargo tras perder una final de la Copa Libertadores o quedar eliminado. Guillermo Barros Schelotto luego de la finalísima de Madrid en 2018, Gustavo Alfaro después de quedarse afuera con River en la semifinal de 2019, Miguel Angel Russo tras la polémica serie de octavos con Atlético Mineiro en 2021 y Sebastián Battaglia después de caer por penales con Corinthians en 2022 en plena Bombonera no pudieron sostenerse. Tuvieron que renunciar o fueron despedidos sin contemplaciones. En ejercicio del resultadismo más duro.
Más que un gran objetivo deportivo e institucional, los dirigentes y los hinchas de Boca han transformado la Copa Libertadores en una obsesión autodestructiva. No parece haber escalas intermedias. A la gran ilusión sucede una desilusión aún mayor. Y el golpazo es tan grande que el costo de la derrota asume proporciones descontroladas. Minutos después de la derrota del sábado, en la antesala de los vestuarios del estadio Maracaná ya se hablaba de que la continuidad de Almirón estaba complicada, que varios jugadores habían cumplido su ciclo y que el plantel sería en el mejor de los casos depurado y en el peor, desmantelado. Todo por haber cometido el peor de los pecados, haber perdido la final. Boca no admite no poder volver a ganar la Copa. Pasan los años y los culpables siempre son los mismos.
Alguna vez y muy pronto, deberá encontrarse un equilibrio interno y dejar de transformar cada frustración copera en una tsunami que se lleva todo puesto. El problema es que desde la propia política boquense se alienta el triunfalismo. Daniel Angelici en 2011 y 2015 y el binomio Jorge Amor Ameal y Juan Román Riquelme en 2019 ganaron las elecciones prometiendo la séptima Copa Libertadores casi como único programa de gobierno. En ese contexto enfervorizado, los títulos locales casi que no mueven el medidor sentimental de la hinchada. Con Angelici en ocho años se ganaron tres campeonatos (2015, 2016/17 y 2017/18), dos Copas Argentina (2012 y 2015) y la Supercopa Argentina de 2019. Y con Ameal-Riquelme en cuatro, dos campeonatos (2018/19 y 2022) y cuatro copas (Copa Maradona 2020, Copa Argentina 2021, Copa de la Liga y Supercopa Argentina 2022). Pero a los hinchas, todas esas consagraciones les parecieron poco: solo querían la Libertadores. Y siguen así.
Nada asegura que el 2 de diciembre cuando se vote un nuevo presidente, Boca haga un clic y aprenda de sus propios errores. Mucho más cuando el macrismo (y tal vez el propio Mauricio Macri en persona) irán por la reconquista política de la institución. Boca está enfermo por la Copa Libertadores. Todos los años, la fiebre sube más y más. Y nadie desde adentro o afuera del club hace nada para bajarla. Los resultados están a la vista. Cada derrota es una tragedia. Y no debería ser tan así.