Punto medio para la 38º edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, que a lo largo de su primera parte tuvo como platos fuertes las primeras exhibiciones públicas –en el mundo y en América latina, respectivamente– de Elena sabe, basada en la novela homónima de Claudia Piñeiro y con Mercedes Morán y Érica Rivas en los roles centrales, y La sociedad de la nieve, recreación de la llamada “Tragedia de los Andes” (la misma de ¡Viven!) realizada por el español Juan Antonio Bayona, el invitado más relevante del evento costero. La Competencia Argentina, por su parte, ya vio desfilar a cinco de sus once contendientes: Lagunas, Adentro mío estoy bailando y Alemania lo hicieron el fin de semana, mientras que por estas horas le toca a Elda y los monstruos, de Nicolás Herzog, y Los tonos mayores, de Ingrid Pokropek.

En mayo de 2020, cuando la pandemia obligaba a los lanzamientos vía streaming, la sala virtual de la plataforma Puentesdecine estrenó Canela, un documental sobre quien hasta sus 48 años había sido Áyax Grandi, un arquitecto rosarino a cargo de la empresa constructora familiar, con tres hijos adolescentes llenos de futuro y una reputada trayectoria como docente universitario. A esa edad se puso la ropa de su madre y empezó a ser Canela. La directora Cecilia del Valle la encontraba catorce años después, en pleno proceso de hormonización mientras continuaba trabajando e hipnotizando alumnos en sus clases sobre arquitectura orgánica. En esas andaba cuando empezó a a pensar en hacerse una vaginoplastía. El problema era que Canela no sabía si ese era realmente su deseo, si valía la pena exponerse a una operación tan compleja y correr el riesgo de no ver crecer a sus nietos. Tampoco podía darse el gusto de estar los largos meses de reposo absoluto posquirúrgico sin laburar.

Dudas de una misma índole se plantea en Elda y los monstruos el joven profesor entrerriano Diego Detona, el mismo que por las noches sube a un escenario para transformarse en Elda, siempre y cuando se considere que lo (le) ocurre es apenas una transformación. Porque Diego, en realidad, “es” Elda. O así lo siente, pero no siempre. La búsqueda y el cuestionamiento de la identidad sobrevuelan la nueva película de Nicolás Herzog, quien ya había pasado por estas playas con dos de sus trabajos previos, Orquesta roja (2009) y Vuelo nocturno (2016). Convirtiendo la cámara en una compañera constante de su protagonista, el director se aproxima a Diego/Elda con cariño y respeto, escuchando sus charlas con amigxs y registrando sus shows, las preparaciones, las visitas familiares y alguna escapada ocasional al campo. Aquí no hay una cirugía ni nada funcione como chispa que encienda sus inquietudes, sino que parece ir descubriéndolas a medida que avanza el relato.

De sus diálogos casuales y su visita al santuario de una mujer trans asesinada devenida en mártir van desprendiéndose las preguntas sobre hasta qué punto es Diego y cuándo empieza Elda. O si son las dos caras de una misma moneda. No por nada duda cuando le preguntan cómo llamarla en un programa de radio. Bañada por la tonalidad anaranjada ribereña, Elda y los monstruos es de esas películas que rehúye a las respuestas sencillas y explicitadas, aceptando la ambigüedad como parte constitutiva de la vida.

En Los tonos mayores también hay preguntas dando vueltas, pero son mucho más terrenales y concretas, menos existenciales que las de Diego/Elda. Lo que quiere saber Ana es qué significan esas frecuencias que recibe en la prótesis metálica que le colocaron en uno de sus brazos a raíz de un accidente, un fenómeno extraño que la jovencita vive como si fuera lo más normal del mundo. Nada de preocuparse o cosas por el estilo. Por el contrario, lo toma con un juego, como uno de los tantos rituales y secretos que componen las bases de las amistades adolescentes. Ni bien siente el cosquilleo, le manda un mensaje de voz a su amiga contándole qué tipos de sonidos recibió para que ella los escriba en notas musicales que luego titularán como si fueran canciones. Hasta que una noche pierde el último tren y, obligada a vaguear durante varias horas, cae en un café donde coincide con un joven militar muy convencido de que se trata de un código que cifra algún tipo de mensaje secreto. ¿De quién? ¿Qué hay detrás de esos sonidos?

Los tonos mayores es pequeña, fresca, amable y emotiva.

El debut en el largometraje de Ingrid Pokropek (1994) va enhebrando situaciones alrededor de esas cuestiones y otras centradas en las vivencias cotidianas de Ana, que tiene 14 años y, por lo tanto, es muy grande para ser chica pero muy chica para ser grande. Pronto irrumpirá el dolor ante una muerte que no por digerida deja de ser dolorosa y algunos roces con su amiga ante una cita inminente, al tiempo que el supuesto código secreto la lleva a recorrer con ojos atentos varios lugares históricos de la Ciudad de Buenos Aires, imprimiéndole al film un aire de homenaje urbano a sus mitos y leyendas. Más allá de que la subtrama del romance del padre asoma un tanto desdibujada, Pokropek maneja la mixtura de tonos con soltura e ingenio, animándose a incluir lo fantástico como elemento clave de lo cotidiano con la seguridad de una experta. Película pequeña, fresca, amable y sutilmente emotiva, Los tonos mayores no sería lo que es sin el trabajo actoral de Sofía Clausen, cuyos ojos redondos y brillantes son la representación más fiel de la fascinación ante un mundo que se abre ante ella.