Desde Mar del Plata
La Competencia Internacional del Festival de Mar del Plata presentó por estos días el que tal vez sea su gran descubrimiento. No es fácil para un encuentro cinematográfico clase A competir en igualdad de condiciones con los gigantes de la liga –Cannes, Venecia, Berlín, San Sebastián–, pero los programadores se las han arreglado para presentar en calidad de estreno mundial el largometraje Kinra, dirigido por el peruano Marco Panatonic, una ópera prima de largo aliento y resultados notables. También se exhibieron, y tendrán sus últimas proyecciones el miércoles 8, el documental argentino Partió de mí un barco llevándome, de la realizadora Cecilia Kang, un sensible abordaje a la violencia de género personal y colectiva, y el film canadiense Seagrass, dirigido por la canadiense Meredith Hama-Brown, que utiliza un viaje familiar a un lugar de retiro como excusa para reflexionar sobre las angustias y los miedos más íntimos.
Kinra comienza con la discusión fuera de campo, en estricto quechua, de un matrimonio de campesinos mientras su hijo permanece recostado en el catre. Las puteadas de los esposos no son nada pudorosas y las recriminaciones giran en gran medida alrededor de la crianza del pequeño. Ningún cartel en pantalla lo confirma, pero la siguiente escena parece transcurrir muchos años después: el padre no está, la madre ya no es joven, y el hijo mayor de edad se dispone a dejar la casa de adobe familiar para bajar a la ciudad y comenzar una nueva vida alejada de los ritmos y rutinas campestres. Los planos extendidos de esos ámbitos –el mundo en extinción de los esforzados campesinos de altura, rodeados por la inmensidad de los montes andinos, y el bullicio citadino de las calles cusqueñas– se amoldan a los ritmos de cierto cine contemporáneo que utiliza la duración de los planos para correrse del simple registro de la acción y reacción de la trama. Hay ecos de Pedro Costa y también del boliviano Kiro Russo, pero la película de Panatonic tiene su propia agenda temática y formal.
Aquí la cuestión central es la experiencia inmigratoria, empujada en gran medida por la situación económica pero también por el deseo personal de “progreso”, esa palabra tantas veces engañosa. El título Kinra –que podría ser traducido como terruño, tierra natal o patria– aparece recién a los 40 minutos de proyección de un total de 157, poco antes de que el protagonista regrese por primera vez a reencontrarse con la madre. En la ciudad, el joven estudia y trabaja, se muda varias veces, entabla amistad con un muchacho encargado de un local de impresiones y fotocopias, aprende a manejar. Nadie lo explicita, pero la pregunta acerca de la identidad –el idioma español y el quechua se escuchan alternativamente en la pista sonora– sobrevuela el metraje sin subrayados ni bajadas de línea culturales. Hay algo de film-río, aunque de afluentes minimalistas, en Kinra, una película que confía en la paciencia y la mirada atenta del espectador y que, al término de la proyección, se revela como una experiencia de vida rica e intensa. Poco antes de los títulos de cierre, un largo segmento en el cual un grupo de hombres termina la construcción de una casa, y lo celebra con una fiesta regada de comidas y bebidas, transmite sin filtros la alegría comunitaria, un sentido de pertenencia orgulloso a pesar de los golpes constantes de la existencia.
De inmigraciones, elegidas y forzadas, también habla Partió de mí un barco llevándome, segundo largometraje de la realizadora argentina Cecilia Kang. Hija de inmigrantes surcoreanos en la Argentina, Kang ya se había acercado a la vida de la comunidad asiática en Buenos Aires en su ópera prima Mi último fracaso (2016), pero su nueva película ambiciona relacionar esa experiencia local con el sensible tema de las confort women (mujeres de consuelo), aquellas mujeres coreanas que, durante la Segunda Guerra Mundial, fueron engañadas o directamente secuestradas para su traslado al frente de batalla en Manchuria. Allí, auténticas esclavas sexuales, las jóvenes debían “consolar” a los soldados japoneses en un sinfín de ultrajes cotidianos. La cuestión sigue siendo un hecho bochornoso que mantiene a ambos países es disquisiciones y batallas diplomáticas que aún no han tenido un cierre definitivo. Kang parte del registro cotidiano de Melanie, una joven estudiante de teatro coreano-argentina que trabaja junto a su madre en un local de ropa.
Si durante los primeros minutos el film parece encarnar en una nueva aproximación documental a la vida dentro de una comunidad de inmigrantes, dos elementos alteran ese aparente destino de manera radical. Por un lado, la confesión de la madre de la protagonista de los hechos de violencia doméstica sufridos a poco de casarse, en su país natal y luego en la Argentina. Por el otro, los ensayos de lectura de Melanie de un texto escrito en primera persona por una ex “mujer de consuelo”. El viaje a Seúl, el reencuentro con su hermano, que regresó a la tierra de sus padres y está a punto de casarse, y la visita al Museo de la Guerra y los Derechos Humanos de las Mujeres en la capital surcoreana se transforman para Melanie en una experiencia reveladora y transformadora. Más allá de esas cuestiones de fondo potentes y dolorosas, el film también se permite reflexionar sobre otros temas como las diferencias culturales y la inevitable reestructuración de la identidad. La chica apenas si habla algo de coreano y debe comunicarse en inglés durante su estadía asiática, toda una cuestión en los hijos y nietos de inmigrantes, y una charla sobre el uso de los paraguas y los zapatos en la Argentina y Corea señala hacia las distintas formas de construcción social.
La tercera película exhibida en competencia en estos días presenta a una familia tipo –Mamá, Papá, una hija adolescente y otra pequeña– en un viaje a un resort vacacional que es también un lugar de retiro para parejas en crisis. La madre de Judith, canadiense de ascendencia japonesa, ha muerto recientemente y el duelo aún en proceso ha horadado la relación con su marido Steve, quien parece aferrarse a la relación sin caer en la cuenta de que ya nada es como solía serlo. La primera sesión de terapia de grupo los encuentra poco abiertos a la confesión en público de sus problemas personales y de pareja, mientras las niñas recorren el agreste lugar costero. La más chica observa el ingreso a una gruta en la cual, dicen, habitan seres sobrenaturales. Seagrass inyecta así un elemento cercano a las tonalidades fantásticas que recorre todo el metraje sin tomar posesión total de la historia. En el fondo, la ópera prima de Meredith Hama-Brown –interesante en su planteo pero un tanto cansina en su deriva repetitiva de situaciones y conflictos– es un relato en el cual los miedos y deseos en distintas etapas de la vida se materializan a flor de piel, con sus crescendos, explosiones y catarsis.
Partió de mí un barco llevándome se exhibe el martes 7 a las 21:45 y el miércoles 8 a las 14 en Teatro Auditorium.
Seagrass se exhibe el martes 7 a las 19 en Teatro Auditorium y el miércoles 8 a las 11:10 en Paseo Aldrey 1.