Lo que ocurre después que el padre muere puede tener algo de comedia. Nada obliga a que los funerales y el entierro dejen su pátina triste, mucho menos cuando la vida de estas cuatro mujeres no ha sido reluciente y ellas se procuran alguna pequeña diversión entre las ínfimas grietas que se ofrecen en esos días pueblerinos.
Las hermanas no son piadosas. Ante el recuerdo malsano de algún novio robado prefieren reírse porque, después de todo, el hombre en cuestión nunca importó demasiado. El drama en Hermanas no es un tormento frente al que estas mujeres estén dispuestas a abatirse, ni a dejar que su angustia les descascare el alma. Ellas serán como su madre que se proporciona una botella de ginebra y planifica un campamento con su profesor de tango. El dolor ya forma parte de esa casa y lo mejor será que se de cuenta rápido que las protagonistas de esta historia se han propuesto domarlo.
Existe una cotidianidad enérgica en el texto de Carol López que les permite a sus criaturas hacer de esa grisura a la que parecen condenadas un territorio rasgado y mancillado por una alegría simple que ellas saben conquistar con cierta crudeza. Esa libertad de un mundo de hombres ausentes, se quiebra con la presencia de Alex, el nuevo novio de Irene que se adapta perfecto a este catálogo de perdedorxs y lo hace atravesando la persistencia de esas cuatro mujeres por seguir siendo lo que son. Hay algo mágico en ese encaprichamiento altanero de las hermanas y la madre por defender su singularidad más allá de las desilusiones o de la felicidad leve.
Tamara Kiper consigue cierta euforia áspera, con una belleza que recuerda a Ana Magnani donde todo lo que sabe sobre el mundo, sobre los fracasos del amor, no le quitan ese atractivo sombrío de la mujer que puede bailar en su propio drama. Hay en Kiper una capacidad para trabajar el canto interno del personaje como un aliento vibrante.
La madre es, en la composición de Elena Petraglia, la figura más luminosa. Su viudez no la aleja de la posibilidad de inventarse otra vida. Se asoma al territorio de sus hijas y su nieto, de ese nuevo yerno al que integra sin reparos, con la curiosidad de un alma que no quiere entregarse.
El realismo de López no se contenta con las oscuridades ni las decepciones, piensa mujeres que se construyen sobre las ruinas de los abandonos y los desplantes de un atractivo supuestamente deshecho por el paso de los años, para despertar en algún secreto familiar, en alguna receta que será revelada como un modo de compartir eso que podría hacerlas distintas.
Ni las hermanas ni la madre funcionan como una contención cálida frente al dolor de la otra porque todas tienen su pequeña odisea y no pueden detenerse en el consuelo. Hay que seguir, podría ser el lema de esta obra y María Figueras entiende como directora que la clave para contar esa contradicción que se percibe y se siente pero que no puede ser desgranada como fatalidad, está en conseguir una tonalidad actoral que construya una narración entre las cuatro protagonistas. Hay un registro interpretativo que opera como un cuerpo donde cada actriz es una pieza que complejiza y estimula el accionar de su compañera. Con una armonía asombrosa, José Escobar se integra como un ser ajeno que llega para dejarse transformar por esa bravura femenina.
La tensión que existe entre ellas podría leerse como una nueva forma de consuelo, como una compañía que no cede, que no es complaciente sino que interviene como una pezuña que te araña la carne cuando estás a punto de dejarte vencer.
Hermanas se presenta los viernes a las 23 en El Camarín de las Musas.
Mario Bravo 960. CABA.