Solo el mar sabe lo que hila el crustáceo entre sus patas de oro, dijo el poeta de Isla Negra. El mar y una mujer escocesa: Isabella Gordon. Dos hermanos varones y una casa sin dinero para pagarle los estudios a la “niña nutrida de estrellas de mar crudas” postergaron el ingreso de Isabella a las aulas. Después se precipitaron las horas de lupa, las becas de beneficencia insular, la luz encendida en su habitación del Museo de Historia Natural de Londres y las ilustraciones de cada céfalon descubierto. Las arañas del mar habían encontrado a su Sofonisba Anguissola sin pincel ni renacer clásico. Cabezas, ojos y patas marchadoras eran cara, cuando la cara es cuerpo, en el laboratorio zoológico de los retratos lineales. Estómagos cardíacos y pilóricos, antenas y quelípedos dibujados con un lápiz de grafito triangular lucían vivos como los labios y las comisuras del sfumato renacentista.
Nadie sabía más de crustáceos que la Gran Dama de Carginología (voz de su nombre en réquiem) y nadie –ninguna otra científica antes– había sido nombrada por el Museo como miembro permanente y de tiempo completo. La vida entera en el mar sin agua. La asistente de la sección de crustáceos, la becaria del Carnegie Trust que estudió zoología en Aberdeen y en Yale, tuvo su OBE (la Orden del Imperio Británico) en 1961 y un cuarto propio –donde pasaba más noches y días que en la casa de un sobrino en Carlisle que fingía ser su casa– en el castillo erudito de South Kensington, el hogar de los cangrejos desecados. Isabella había visto una contradanza de Bogavantes sin ser Alicia, sin hablar con una tortuga falsa, sin Carrol y sin haber vivido abajo del mar; la había visto –y más de una vez en diferentes versiones– escondida en algunas de las patas en pares del cangrejo que tenía entre manos. Confidencias marinas que no planchan las agallas de la sal ya en la tierra, tesoros espiralados que hubieran bien entretenido a D’Arcy Thompson y que confirman la embriagada teoría documental que asegura que el rococó emerge para la historia del arte desde el fondo del mar. Dos cosas sobre Isabella –que nació y murió en primavera– repiten las líneas breves, brevísimas, de su biografía en los diccionarios de mujeres y ciencia: su comunión japonesa después de una invitación a la isla para celebrar un aniversario de Hirohito, el emperador al que le gustaba estudiar los crustáceos de la bahía de Sagam; y que la divertía escribir limericks (como a María Elena Walsh en su ZooLoco). Cinco versos como coplas con rima patria sobre pajaritos, truchas, mojarritas y sapos en Walsh y cinco versos sobre camarones termófilos, equinodermos, bromas escocesas, dialectos y acentos róticos en Gordon. En la pendiente senil cuando los pasadizos de su arrecife de South Kensington guardaban su sombra como guarda el beso de los amantes La despedida, la pintura de Remedios Varo, Isabella, pie de página imprescindible de ficha bibliográfica, nomenclatura memoriosa de archivo animal, se mantiene erguida en la tabla de la ley del surf con “rimadas r escocesas” y nadando entre langostas.