El 38° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata dio comienzo a su segunda mitad. Con ella también empezaron a exhibirse los últimos seis títulos programados dentro de la Competencia Argentina. Uno de ellos fue Clara se pierde en el bosque, ópera prima de la escritora, dramaturga y actriz Camila Fabbri. Ahí aborda la que fuera una de las grandes tragedias argentinas del siglo XXI: el incendio del boliche/sala de conciertos Cromañón, en el que 194 jóvenes perdieron la vida durante un show de la banda de rock Callejeros, en 2004.
Pero lo hace del mejor modo posible: de forma indirecta, como diría Jorge Luis Borges, sin colocar nunca al incidente en el centro de la escena. En lugar de eso lo rodea desde el presente, a partir del proyecto de una joven que, aunque nunca lo diga, parece haber estado ahí aquella noche fatídica. Esa chica es la Clara del título, quien llega hasta una remota casa de campo donde su novio la presentará a su familia.
Ella lleva una cámara con la que registra distintas escenas del viaje, que piensa usar en ese proyecto, aunque todavía no sabe cómo ni para qué. Mientras tanto, en su teléfono recibe audios de diferentes personas, quienes narran experiencias de la adolescencia a comienzos de este siglo como fanáticos de las bandas englobadas en el llamado rock chabón, con el Pity Álvarez a la cabeza.
La película se articula en torno a los conflictos y la confusión de Clara, que no solo no logra encontrarle la forma y el sentido al proyecto, sino que tampoco termina de sentirse cómoda junto a la familia de su novio. Esas líneas de tensión, y otras vinculadas a la realización personal de la joven, confluyen hacia un final que utiliza otra tragedia como alegoría de aquella que solo es mencionada en una placa inicial. Como si se tratara de un juego de espejos, y a pesar de la sensatez a la hora de mantener fuera de campo aquello que no debe ser nombrado, Clara se pierde en el bosque muchas veces se extravía en su propio laberinto, igual que su protagonista.
Los universos públicos pero ocultos a simple vista constituyen el campo donde Julián D’Angiolillo plantó la bandera de su obra documental. Su ópera prima fue Hacerme feriante (2010), donde recorría los pasillos de la feria de La Salada. Cinco años después estrenó Cuerpo de letra, retrato de la tarea casi clandestina de las agrupaciones que realizan pintadas políticas en las paredes y paredones porteños (y más allá).
Su tercera película es La gruta continua y en ella su pasión por los universos “subterráneos” se vuelve literal, abordando los misterios de la espeleología, disciplina dedicada al estudio de cavernas y grutas. Un trabajo que plantea una continuidad con los anteriores, aunque las conexiones no se establecen de forma obvia, sino a partir de las decisiones formales y éticas que el director toma durante la puesta en escena.
La necesidad de retratar lo “invisible” es la más notoria. Una invisibilidad que en Hacerme feriante remite a lo social y que en Cuerpo de letra se vincula a la naturaleza nocturna de lo que ilustra. Pero que acá asume una materialidad granítica, revelando esos espacios ocultos bajo tierra. Además, es inevitable pensar aquellos recorridos por los angostos y populosos pasillos de La Salada como un antecedente de las complejas maniobras que ahora debe realizar la cámara, para registrar el avance de sus personajes por las estrechas galerías en las entrañas del planeta.
D’Angiollillo registra cavernas en Italia, Eslovenia y Cuba, aunque el espectador solo lo descubrirá si está atento a los detalles, porque la película nunca lo aclara. Esa decisión le permite al director crear a través del montaje la ilusión del título: la de atravesar los pasillos infinitos de una caverna capaz de unir el mundo entero. Fotografíada de forma exquisita, a pesar de las dificultades de luz y de espacio que propone una película filmada bajo tierra, La gruta continua confirma el virtuosismo de D’Angiolillo para revelar mundos escondidos.
Debido a lo costoso de su producción, la ciencia ficción y la animación son quizás los géneros menos abordados por el cine argentino, cuyas limitaciones económicas lo dejan muy lejos del deseo de contar ese tipo de historias. Nada de eso afectó la filmografía de Ayar Blasco, director y animador que presenta en Mar del Plata su cuarto largometraje, Lava 2 (El nuevo Show del Narciso). Como ocurría con sus trabajos previos -Mercano, el marciano (2001, codirigida por Juan Antín), El Sol (2012) y Lava (2019)-, su nueva película narra desde la animación una historia atravesada por algunos tropos clásicos de la ciencia ficción, como lo distópico o lo extraterrestre.
Se trata de una secuela de la película de 2019, donde la Tierra era blanco de una invasión interplanetaria que lograba dominar a los seres humanos aprovechando su vínculo adictivo con dispositivos de pantalla (televisores, computadoras y celulares). A través de ellos conseguía alienar a las personas, aprovechando su pasividad para asumir el control del planeta. En ese contexto, un grupo de jóvenes de barrio, inmunes a ese influjo, acababan convertidos en la resistencia. La nueva película retoma aquella historia que había quedado abierta, haciendo que la batalla contra los invasores ahora se de en el terreno cultural.
La historia tiene todos los elementos que conforman el ADN del cine del director, desde sus protagonistas sensibles, un sentido del humor cándido y situaciones que muchas veces bordean el absurdo, hasta el trazo deliberadamente elemental de sus dibujos, que juegan con la simpleza de lo infantil. Recursos que Blasco pone a disposición de una historia que logra sumar algunos grados de profundidad, a partir de una idea de memoria vinculada a la conservación y protección de las obras de arte, aunque el relato no siempre logre sostener sus ambiciones. Declarado fanático de El Eternauta, obra cumbre de la historieta argentina, en Lava 2 el director se da el gusto de ampliar su propia historia de resistencia ambientada en las calles de Buenos Aires.