Estas breves líneas, Sr. Milei, se las escribe un simple escritor argentino que es columnista en este diario desde hace más de 30 años, y que todo lo que se propone ahora es decirle respetuosa pero firmemente lo que muchos compatriotas piensan: que lo verdaderamente grave de su candidatura son su ignorancia e imprevisibilidad.
Está claro que eso no tiene importancia, en lo personal, porque jamás seríamos amigos. Cuestión de estilos, de educación, de linajes culturales. Pero la cosa es seria porque usted no es del tipo de gente que se digiere fácil. Usted encarna, y muestra incluso con altanería, lo peor de la soberbia y la violencia oral. De ahí, posiblemente, su natural violencia verbal, su maltrato a interlocutores. Todo eso que tantas veces lo lleva a perder contacto con la realidad circundante y explica sus silencios súbitos en la tele, sus miradas extraviadas, sus vertiginosos pases de furias a sonrisas y viceversa.
Usted quizás piense, y acaso diga, que le importa un pito lo que aquí se escribe. Y está en su derecho y hasta podría acusar a esta nota de insolencia. Pero nada de eso despejaría lo que muchísima gente, millones de compatriotas, están viendo a diario en usted: un audaz mentiroso, un verdadero patán que se comporta de forma ignorante, tosca y grosera.
Por supuesto que puede carecer de importancia la opinión de un columnista, pero sí importa lo que ven millones. Que ven que usted pretende presidir una república democrática pero promete destruirlo todo para construir luego quién sabe qué ni cómo. Por eso el asunto es de gravedad. Y si encima se ve que usted es un hombre pequeñito, solitario, sin amigos ni amigas, una especie de infeliz de toda la cancha en el que nadie confiaría para hacer un gol, es natural que desconfíe medio país.
Desde luego que verlo en la tele pronunciar algunas de sus confusas aseveraciones, permite pensar que el fastidio que producen es natural y obvio, aunque también hacen sentir —al menos a este columnista—alguna forma de piedad, porque ha de ser muy duro estar en su cuero, viejo, cómo no entenderlo. Una soledad de más de 50 años sin amor —que quién sabe si usted sabe lo que es, lo que significa, lo que serena, cauteriza y alegra el amor, el buen amor— ha de ser un calvario íntimo como el de ciertos viejos personajes de García Márquez.
Y es que —es sólo una intuición— parecería que usted no ha recibido amor jamás. Digo amor del bueno; se nota a la legua que no se lo dieron y de ahí —respetuosa hipótesis— ese caracter podrido y violento que muestra casi a diario con sus gritos, amenazas y ofensas gratuitas. Pobre alma la suya, como diría mi madre, "cuánto sufrimiento ha de tener adentro ese muchacho".
Por supuesto que las aquí redactadas son nada más que hipótesis, tanteos en procura de entender no sólo su mal humor y peligrosidad cuando lo incendian las culpas, o los miedos. Pero hipótesis que al menos validarían conjeturas inevitables acerca de usted, un candidato a Presidente de la República que —Dios no lo quiera— en una de esas va y sale como chijetazo y se sienta en el sillón de Don Rivadavia para pánico de muchísimos, entre ellos este escriba. Y también de los que importan, o sea empresarios, artistas, científicos, docentes, agronegociantes, académicos, funcionarios actuales en el intercambio con las hordas venideras, en fin, para qué seguir el listado si ya del pánico más de uno abandona esta nota y chau.
Le confieso que, lego y todo, lo vengo estudiando si se me permite decirlo, sobre todo para desentrañar cuál es y cómo será lo que usted ha de sentir. Cuando está solo en su habitación, digo, o sentado en el water y revisando lo hecho o, peor, planeando lo por hacer. No dudo que se le cruzan pensamientos tormentosos, sí que horribles. Pobre usted, Javier, si me permite llamarlo así. Las culpas que ha de sentir, las sombras que lo envolverán aunque las niegue, porque siempre están. Y joden, vamos, bien lo sabe cualquiera que va al trono como al tribunal de las grandes decisiones y entonces los análisis, pensamientos, ensoñaciones y culpas y etc... Yo apuesto a que usted enfrenta un infierno. Y por eso creo verlo entregado a la interacción humana no con amor sino con espanto; no con humor sino con miedo y sobre todo con la carga tremenda de tener que disimular todo y todo el día y todos los días. Un averno, digamos, que se expresa en tremenda soledad y desazón. Y frustración, también, que me parece que es el motor que a usted muchas veces lo mueve y quién sabe si conmueve, pero que seguro lo urge, lo enerva y lo hace tan gritón, violento y maleducado, como diría mi vieja.
En fin, a este paso quién sabe, pero huele como que todo puede terminar mal, Milei. No sé si entenderá lo que le estoy diciendo, de onda pero alarmado: que estoy absolutamente seguro de que si usted no detiene sus furias en los próximos días —sobre todo esos miedos que a cada rato le ve todo el país en la tele—; o sea si no consigue aunque sea unos minutos de serenidad y un claro sentido de cómo son las cosas, y sigue escapándose de la realidad, la Historia, viejo, lo va a condenar de la forma más severa. Y a usted le importa eso, claro que le importa. A todo político le importa el juicio de la Historia aunque no la alcance a ver.
Entonces quedan tres posibilidades, Milei:
1) que el Sr. Massa obtenga más votos que usted. En tal caso acéptelo con hidalguía y reorganice su vida con más amor y menos perros, y sin gritos. Y córtese el pelo. Creáme que son buenos consejos.
2) que usted reciba más votos que Massa; y en ese caso pues disfrútelo, pero sereno. No amenace ni sea revanchista hacia nadie; desatienda llamados de chupamedias y mejor cene rico y con buen vino, y luego regálese una noche de buen amor, si acaso lo consigue. Y al día siguiente convoque a conferencia de prensa en la que reconozca que también le interesan la Patria y el bienestar del Pueblo Argentino, y que todas las barbaridades que dijo eran meros recursos electorales o algo así. Y enseguida admita ante sí mismo que tanto daño que ha prometido a la República no tiene sentido; sería maldad al cuete, de manera que mejor presente una delicada y formal renuncia ante el Congreso, que lo va a aplaudir en pleno como toda la ciudadanía. Y quedará en la Historia.
3) Y deje de mostrarse necio, vulgar y estridente. Que eso no sirve para nada y sólo confirmaría la condena que hoy parece esperarlo ahí, mismo, en la Historia.