“El autor no quiere que resuelvas el misterio. Quiere que permanezcas en él”, afirma una voz que parece ser la del escritor Salman Rushdie cerca del final de El Bosco - El jardín de los sueños, largometraje que vuelve a demostrar los límites, pero también las posibilidades del documental de “cabezas parlantes” cuando lo que prima es la yuxtaposición y diálogo entre las ideas y no la mera acumulación de las mismas. Dirigido por el muy experimentado camarógrafo y documentalista José Luis López–Linares (en el primero de esos terrenos su extensa filmografía incluye El sol del membrillo, la obra maestra de Víctor Erice; en el segundo títulos como A propósito de Buñuel y Extranjeros de sí mismos), El Bosco surge como un encargo del Museo del Prado y sus sponsors a propósito de una exposición especial que tuvo lugar el año pasado, en ocasión de las celebraciones del quinto centenario de la muerte del célebre artista. Data de muerte que, como tantas otras circunstancias de su vida (la propia película se encarga rápidamente de aclararlo), permanece abierta a discusión entre los historiadores del arte y los expertos en la obra de Hieronymus Bosch.
Tal vez para evitar, precisamente, la acumulación de mojones y detalles cronológicos, la película se concentra no tanto en la vida del artista holandés –uno de los más notables representantes de la pintura flamenca primitiva– sino exclusivamente en una de sus creaciones. La más reconocida y famosa, incluso a nivel popular, cuyo origen, sentido, interpretaciones y cambios de ubicación y dueño proveen al documental de muchas de sus líneas de discusión más interesantes: el tríptico conocido actualmente como “El jardín de las delicias”, un encargo de Enrique III de Nassau terminado por el artista en algún momento entre 1485 y 1515. ¿Se trata de una obra de juventud o de madurez? Los especialistas tampoco logran ponerse de acuerdo al respecto. Didáctico en el mejor sentido de la palabra, el film alterna comentarios e impresiones de una treintena de invitados –escritores, pintores, músicos, escritores, filósofos, historiadores, restauradores– mientras la cámara recorre exhaustivamente cada uno de los tres paneles, desde lo general a lo particular y viceversa. Destacando, en el proceso, la doble y paradójica condición de obra religiosa blasfema y la enorme imaginación visual de un artista que, según afirma el historietista barcelonés Max, “dibujaba como pintor y pintaba como dibujante”.
Partiendo de una imposibilidad, la de reflejar el proceso creativo del artista (algunos de los mejores documentales sobre pintura abordan precisamente ese tema, desde El misterio Picasso, de Henri-Georges Clouzot, a la ya nombrada El sol del membrillo), López-Linares y su guionista Cristina Otero se las arreglan bastante bien a la hora de comunicar algún vislumbre de las ideas y sensaciones que pudieron haber recorrido el cuerpo y el espíritu de El Bosco, apoyados en la posibilidad tecnológica de recorrer el fondo del lienzo con rayos infrarrojos y ultravioletas para determinar los cambios producidos en el tiempo, desde los primeros trazos del borrador hasta los últimos detalles. Asimismo, las imágenes de algunos elementos de la pintura unidas a las reflexiones de los entrevistados logran dar una idea bastante acertada de la cosmovisión en la época de su creación. Huelga decir que el film no está dirigido necesariamente a entendidos sino, muy por el contrario, a un público general. En ese sentido, El jardín de los sueños –sutil juego de palabras que le otorga preeminencia al carácter onírico de los “placeres”– logra contagiar una parte de la emoción que un cuadro de grandes dimensiones sólo es capaz de transmitir en su totalidad en vivo y en directo.