Componer música, dice Marco Sanguinetti, es un acto de construcción de identidad. Es lógico, entonces, que en su tríada formada por los discos Ocho (2013), 9 (2017) y Diez, de reciente publicación, aparezca representada la vida de sus últimos años en Buenos Aires. En Diez, enfatiza, están las huellas de sus músicos admirados: Beethoven, Poulenc, Ligeti, Piazzolla, Cuchi Leguizamón, Jarrett, Svensson y Radiohead. Tensión de cuerdas y espacios de improvisación se entremezclan con ritmos folklóricos y cadencias rockeras, entre el caos y el equilibrio. “Todos ellos le dan forma a mi entidad cultural y a la vez pintan los paisajes de las calles donde vivo, en San Telmo”, larga Marco, de 50 años, y siente que la tríada es una suerte de suite compuesta por tres episodios. Diez, su octavo disco, como lejana postal de cuando empezó a tocar en reductos de jazz intercalando temas propios con Chopin y Debussy, algo que se cristalizó en su magnético Improvisiones (2005).
No teme a sonar metafísico. “En esa suite imaginaria los 28 temas, desde ‘Cuchillo’ hasta ‘Diciembre’, han sido mi salvación en los peores momentos y la celebración en los mejores. Esta música es para mí una manera de existir. Es mi lugar, mis amistades, mis miedos y mis amores”, confiesa, y la lista de referencias musicales se ensancha a Gismonti, Saluzzi, Spinetta, Bowie, Genesis y Pink Floyd.
Por fuera de mandatos y normas, la de Marco Sanguinetti es ciertamente una obra híbrida: más que renegar de los géneros, el pianista los toma como punto de partida de otra cosa. Son piezas en movimiento, y no casualmente se originaron en colaboración con otros artistas de la danza, el cine y el diseño. En Diez, con su quinteto, dice que priorizó la creación de “melodías claras implantadas sobre bases climáticas densas”. Hace unos años una revista norteamericana rescató ese aspecto experimental, impulsor de un nuevo género dentro del jazz. “Es lo que me interesa: abrir una nueva posibilidad en esta escena a la que finalmente pertenezco, de un modo auténtico, porteño y contemporáneo”, sintetiza.
El quinteto está integrado por Belén Echeveste en cello, DJ Migma en bandeja de vinilos –que suena como un instrumento más, con su aporte de fraseos–, Ezequiel Dutil en contrabajo y Tomás Babjaczuk en batería, con Marco Sanguinetti en piano, composición, arreglos y producción general. Los registros de campo –paisajes de las calles de San Telmo, un secarropa, voces y vehículos– se yuxtaponen en círculos sonoros, al estilo del Mono Fontana o Laurie Anderson. Así lo define Marco, contento con una edición especial del disco que lleva un libro con la participación de cien ilustradores: “La propuesta sonora se ha sostenido predominantemente acústica, intersectada por la contundente presencia conceptual de la bandeja de vinilos y la manipulación en el proceso de edición y mezcla de Mariano Manza”.
Escuchar y traducir lo sonoro a una dimensión visual. A Marco le interesa enfatizar que Diez es un acontecimiento colectivo en tiempos de “individualismo y artificialidad”, donde cien ilustradores crearon imágenes para cada uno de los temas. “Para mí no es posible componer ni diseñar sin la suposición de un destinatario. Creo profundamente en la empatía con el receptor. Saber que alguien estará dispuesto a escuchar es la motivación para seguir creando”, dice, casi asumiéndose como un romántico en épocas donde la fragmentación de la escucha conspira contra su creencia en la totalidad del disco. “En mí todavía resuena eso de que la música surge desde la fuerza del disco, armar un plan compositivo alrededor de piezas para un grupo y todo bajo el liderazgo de un buen productor sonoro”.
Intuitivo y cercano tanto a Ryuichi Sakamoto como a Philip Glass en la noción conceptual, rechaza toda idea de partitura cerrada, lo que lo lleva a repasar críticamente aquellos estudios de piano con los que se formó en el Conservatorio Williams. Prefiere invocar a Gerardo Gandini, que un día lo escuchó tocar y le recomendó a Marta Lambertini y Diana Schneider. “Durante años tuve el privilegio de ingresar a sus casas, conocer sus pensamientos, sus mundos, sus discos y partituras, mientras era escuchado y motivado para progresar en mis ideas artísticas. Sin dudas, son las dos personas a las que más aprecio y agradezco en mi vida musical”, y destaca que en esas clases analizaban partituras de Schoenberg, Berio, Ligeti, Kagel.
En su familia no había músicos ni instrumentos, pero sí música. Sus padres –él médico y pintor, ella psicóloga y escritora– escuchaban óperas y sinfonías clásicas, intercaladas con los Beatles. Recuerda las vacaciones de verano en Córdoba, los viajes en familia apretados en el Torino y sobrecargados de equipaje. Eran largas horas en la ruta y allí estaba su padre con una mano al volante y la otra gesticulando intensidades rítmicas, mientras tarareaba cada aria de las óperas que sonaban en el pasacassette. Jorge Luis Borges era amigo de su abuelo materno, y por su casa pasaban personajes como el Mono Villegas, Gerardo Gandini, Ivonne Bordelois y Guillermo Roux.
Otro amigo de la familia era el arquitecto Luis Caffarini, que había vivido un tiempo en Brasil trabajando con Oscar Niemeyer. “Era una persona con una enorme cultura general. En su casa había inmensas bibliotecas con libros de arte y algo que siempre admiré: una pared repleta de discos de vinilo de todos los géneros musicales posibles”, rememora Marco, que por su influencia se anotó en la carrera de Diseño Industrial: hoy es profesor titular en la FADU, donde se doctoró con su tesis Diseño de la dimensión sonora en los objetos. Suerte de padrino musical, Caffarini lo llevó a ver en vivo a Pappo, Litto Nebbia, Charly García, los festivales de La Falda. La fascinación por el rock sigue indeleble: en varios momentos de Diez irrumpen acordes y rítmicas al palo, ambientes que supo condensar en su disco Inmoral (2019) junto a Tweety González sobre música de Gustavo Cerati.
La memoria se aquieta en 1981, con la visita de Queen a Argentina. Marco tenía siete años y era fanático, pero no pudo ir al recital de Vélez: sus padres prefirieron evitar cualquier riesgo en tiempos de dictadura. “Cuando vi las imágenes en la tele y comprobé que Freddy Mercury tocaba el piano me encapriché con que debía aprender ese instrumento. Vivíamos muy cerca del Conservatorio Beethoven, así que me anotaron para tomar clases de piano allí. Nadie en la familia esperaba que esas clases transformaran la vida de ese niño, tanto como ocurrió en los meses siguientes”.