Transcurren los días finales del 38° Festival Internacional de Cine de Mar del Plata y con ellos se cierran sus secciones competitivas. Eso incluye a la Competencia Argentina, que presentó sus tres últimos títulos que pusieron de manifiesto algunos de los ejes que atravesaron su programación. Como ocurría con Alemania, de María Zanetti, proyectada al comienzo del festival, Vera y el placer de los otros se desarrolla sobre el subgénero del coming of age, películas de iniciación que retratan los pormenores de ser adolescente.
Vera aprovecha que su madre se dedica al negocio inmobiliario para, a sus espaldas, alquilar un viejo departamento desocupado a distintas parejas de chicos sin lugar para intimar. Así, el espacio se convierte para ella en un Aleph donde convergen sus fantasías. Y también será el lugar en el que de forma accidental caerán algunos tabúes, que se llevarán consigo lo que a la chica le quedaba de inocencia.
Dirigida por Romina Tamburello y Federico Actis, Vera y el placer de los otros coincide con el trabajo de Zanetti en expresar la ambivalente naturaleza de la adolescencia, en la que el límite que separa el placer del sufrimiento es siempre difuso. Además ofrece una dosis muy alta de erotismo explícito, recurso inusual dentro de una película protagonizada por adolescentes. Y por supuesto, la representación de algunos rituales “tribales” que dan cuenta de la búsqueda intensa por construir una identidad individual a partir del reflejo de lo colectivo.
Al mismo tiempo, Vera y el placer de los otros incluye un vívido paisaje sonoro de varias capas, que no solo potencia la sensualidad del relato sino que funciona como manifestación tangible de las fantasías de la protagonista. Es verdad que por momentos resulta áspera la convivencia de ese abierto erotismo con cierta candidez que se percibe un poco artificial. Pero eso quizás también pueda pensarse como otra de las contradicciones propias de la adolescencia.
La mujer hormiga también establece un diálogo con Alemania, en tanto ambas tienen en el vínculo entre hermanas uno de sus temas centrales. Una relación que en ambos casos se encuentra mediada por cuestiones atravesadas por la salud mental. A diferencia de las chicas de la película de Zanetti, empantanadas en el Rubicón de la adolescencia, la pareja de hermanas que protagoniza el film dirigido por Betania Cappato y Adrián Suárez ya superó la barrera de los cuarentipico.
A ambas mujeres no solo las une el vínculo, sino también un trauma anclado en la niñez, que les ha impuesto a cada una distintos roles dentro de la constelación familiar. Una, la menor, ocupa la plaza vulnerable; la otra, la hermana mayor, carga con la obligación de velar por la estabilidad de las dos. Cuando una crisis de la primera active el mandato en la segunda, una nueva instancia de convivencia abrirá la posibilidad de que esos lugares se inviertan, obligándolas a moverse por territorios emotivos que hasta ahora desconocían.
La mujer hormiga urde una trama que, con la metáfora como plataforma, permite que algunas cuestiones intangibles se vayan volviendo concretas, haciendo que la película de a poco se convierta en una olla a presión emocional. Así, un hormiguero bajo la cama se convierte en síntoma de lo inesperado socavando lo que se daba por sentado. Y una charla sobre aguantar la respiración bajo el agua puede servir para entender que, quizás, esta sea una película sobre la resistencia como condición sin la cual la vida no es posible.
Cappato y Suárez utilizan planos largos y sostenidos como marca de estilo, un recurso que ayuda a darle forma a esa atmósfera tensa sobre la que se asienta la historia de La mujer hormiga. Un título que hace imposible no recordar que estos insectos son famosos por su capacidad de cargar entre 10 y 50 veces su propio peso. Característica que también define a estas resilientes hermanas, obligadas a sostener un alto tonelaje emocional a puro músculo emotivo.
El documental El empresario, de Germán Scelso, es el único título de esta competencia que dialoga de forma directa con el lema “Cine y Democracia”, elegido por el Festival para conmemorar el 40° aniversario de la recuperación democrática. Una película que, a cuatro décadas del final de la dictadura, pone en escena un asunto que sigue siendo difícil de abordar.
Scelso es hijo de dos miembros de la agrupación subversiva ERP-22 de Agosto. Ambos participaron del secuestro de Dante Tarana, uno de los gerentes de Compañía General Fabril Financiera, uno de los grupos económicos más poderosos en los '70, manejado por un núcleo de familias de origen italiano. Y fueron desaparecidos el mismo día que el ejército liberó al empresario, en septiembre de 1976, apenas meses después del nacimiento del director.
En la película Scelso entrevista al hijo y los nietos de Tarana, quienes representan el reverso de su propia historia, ocupando también un lugar de víctimas que sigue resultando engorroso de cara a la discusión sobre lo ocurrido en dictadura. El director lo sabe mejor que nadie y pone su oficio al servicio de abrir un diálogo hasta ahora cerrado. Se trata de un ejercicio de empatía que Scelso traslada al espectador, obligándolo a ponerse unos zapatos incómodos para el punto de vista progresista. Porque el director no aborda a los familiares del hombre que secuestraron sus padres con intención de discutir, sino que les ofrece la oportunidad de tener una voz después de cuatro décadas de silencio. Eso no significa que El empresario carezca de una mirada propia respecto del asunto, sino que, con inteligencia, articula esos testimonios con datos que ofrecen un contexto.
La película además realiza el gesto generoso de colocar al cine como espacio de encuentro, a partir de una coincidencia en el placer de hacer películas que une al director de este documental con el empresario secuestrado, quien filmaba y editaba sus propias cintas familiares. Una declaración de principios perfecta de cara al futuro.