Una mañana de noviembre de 1954, en el otoño nórdico, Stig Dagerman, a los treinta y uno, dos años después de escribir Nuestra necesidad de consuelo es insaciable, se encerró en el garaje de su casa, encendió el motor del auto y esperó que las emanaciones de gases tóxicos terminaran con él. Nuestra necesidad... es uno de esos textos infrecuentes de la gran literatura, ensayo confesional entre el autorretrato y la declaración irrefutable de principios éticos. Si una comparación vale, Nuestra necesidad… es una pócima amarga. Se dirá que estas referencias (el texto, el suicidio) son excesivas y sobredimensionan a un escritor que irrumpió en el marco de las letras suecas como un rayo. Dagerman produjo una obra caudalosa en pocos años y, a pesar de su juventud, su literatura fue más allá de una promesa. Pero, la idea del suicidio, desde el comienzo de Nuestra necesidad…, alertaba prematuramente esa mañana del garaje: “El suicidio es la única prueba de la libertad humana”, había escrito Dagerman coincidiendo con Camus, en la apertura de El mito de Sísifo: el único problema auténticamente serio en la filosofía es justamente ese, el suicidio. En su artículo “Strindberg y yo” Dagerman había escrito: “El Strindberg que yo amé era el Strindberg adolescente, solitario, encogido, que tiritaba, el que en las noches invernales de la vida llegaba a calentarse las manos en el fuego de la esperanza de ser, un día, capaz de prender un gigantesco fuego con todo lo que fuera feo, gris, podrido y sucio. A ese adolescente yo lo comprendí y lo amé de la forma en que sólo un adolescente puede comprender y amar a otro adolescente”. Aquí puede leerse, mediante una identificación clara, la reinvindicación de la juventud como edad de resistencia a las concesiones que suele imponer la edad de la razón. Y esta sería entonces una justificación del suicidio y su reclamo. Aunque hay quienes aducen que en la causa de su muerte está la culpa por no pasarle dinero suficiente a su ex mujer, madre de sus hijos, Ana Götze, mientras convivía con la segunda, Anita Björk, actriz de varios de los primeros films de Bergman. Pero, vale preguntarse, no es acaso esta una conjetura simplista.

(Cabe aclararlo: escribí sobre Dagerman hace unos años. Y ahora, en estos días, se me ocurre necesario, casi impostergable, acercarlo al presente. Las razones están a la vista.)

El suicidio no deviene anecdótico al leer hoy a Dagerman. De hecho, las ediciones de sus libros (casi todos provenientes de España en traducciones deficitarias) y que hoy llegan a las librerías locales, suelen destacar su relación con la muerte a una edad temprana. Cabe preguntarse hasta dónde el dato, no dirige y tiñe la lectura en un sentido romántico, barniz que Dagerman, impiadoso en sus relatos, habría deplorado. Como directriz de lectura, el suicidio puede inclinar la lectura hacia una comprensión sensiblera, a justificar desde ahí los abismos de negrura que Dagerman plantea en su obra relegando otros no menos relevantes que justifican una visión atormentada de la realidad, sin ir muy lejos, la posguerra, el viaje de cronista que Dagerman hizo por la Alemania bombardeada y los campos de concentración. En su “Historia natural de la destrucción” Winfried Sebald habrá de citar a Dagerman cuando describe a los habitantes de una ciudad en ruinas en la Cuenca del Rhur, las cavernas subterráneas, el humo, la hediondez y la escasa comida, el hambre, el frío y el agua en los zapatos. Los rostros de esa gente, según Dagerman, parecían exactamente los de un pez cuando sube a la superficie y toma aire.

La recopilación de esos relatos fueron reunidos en Otoño alemán (1947), que le deparó el salto a una fama inesperada que habría de afectarlo. En “El escritor y la conciencia" escribió: “Cómo es posible por una parte, por ejemplo, comportarse como si nada en la Tierra fuera más importante que la literatura, y por otra parte darse cuenta de que la gente sólo quiere vencer al hambre y que necesariamente consideraran que la cosa más importante es lo que puedan conseguir al final del mes. Debido a esto es que él (el escritor) se confronta con una paradoja: mientras lo que él quiere es escribir para aquellos que pasan hambre descubre que sólo aquellos que tienen los recursos para comer son los que notarán la existencia de su literatura”.

“Los suicidas son homicidas tímidos”, anotó Pavese antes de envenenarse en un cuarto de hotel. Se quiera o no, se acepte o se rechace, el suicidio es un acento en la lectura de los escritores que lo asumieron. Y este es el caso de Dagerman, solo que, a diferencia de Pavese, era joven, “tan joven”, diríamos hoy. Es cierto, la mitología opina que los dioses quieren que los héroes mueran jóvenes. Pero, qué significa ser joven en aquel momento de su suicidio, casi fines de los ’50, y qué significa hoy cuando la juventud es el valor de rendimiento de la cultura capitalista.

También, en “Matar un niño”, Dagerman escribe: “Es la mañana feliz de un mal día, porque este día un hombre feliz va a matar un niño”. El cuento, encargo de una campaña de vialidad, tiene una austera precisión formal. Desde el comienzo se advierte que un automovilista atropellará un niño. La tensión impregna este día soleado. Y, a su modo, también deviene crónica de una muerte anunciada. Pero sería torpe juzgar este cuento breve como su pieza maestra. Su autor produjo en su vida corta una cantidad notable de artículos periodísticos, relatos, piezas teatrales, novelas y poemas. Dagerman, inagotable, llegó a escribir un poema diario para un periódico anarquista. “El escritor anarquista (a la fuerza pesimista al ser conciente de que su contribución no puede ser más que simbólica) puede, por el momento, atribuirse con buena conciencia el modesto papel de gusano de tierra en el humus cultural que, sin él, quedaría estéril causa de la sequía de las convenciones. Ser el político de lo imposible en un mundo donde los políticos de lo posible son muy numerosos es, a pesar de todo, un rol que me satisface a la vez como ser social, como individuo y como autor”. Contra el totalitarismo de cualquier signo, Dagerman tampoco perdona la farsa del sistema parlamentario y califica al mismo como dictador responsable de brutalidad psíquica. Desde esta perspectiva es que reinvindica un primitivismo cultural cuyo modelo se acerca al Thoreau de Walden.

 

Aquella mañana de otoño, antes de encerrarse en el garaje, Stig Dagerman había entregado al periódico Arbetaren su último poema: “¡Cuidado con el perro!”: “Es sin embargo lamentable que/gente que vive de la ayuda social/tenga un perro / acaba de declarar un concejal de Varmland.// La ley es ciertamente imperfecta: / da a los pobres derecho a un perro./¿Por qué no se procuran una rata?/ Es graciosa y no cuesta dinero.// He ahí gente que en su casa/ cuida a un perro toda su vida./ ¿ Por qué no jugar con moscas/ que son también excelente compañía?// La comuna es la que paga,/Se ha de acabar esta ganga/ si no, verán que pronto/ querrán tener una ballena.// Yo, de proponer una medida, no veo más que una:/ matar todos los perros. O, sin dudar, /para salvar a los últimos de la comuna/ será a los pobres a quienes se habrá de matar”.