¿Cómo se hacen las películas? ¿Cómo hacer películas con palabras? Las películas, ¿se hacen? ¿Quién las hace? Son preguntas válidas que pululan por la mente de cualquier estudiante de cine antes de anotarse en una carrera, pública o privada, dentro de esa amplia gama de oportunidades agrupadas bajo el mote de “mundo audiovisual”. Y es probable que, cuando termine la carrera, título en mano, con las puertas del mercado laboral no siempre disponibles, aún se las siga haciendo.
Ilusos nosotros, fuimos con esa premisa aristotélica a Martín Rejtman: “¿Cómo hacés para hacer tus películas?”. Para el hacer debe existir un método, una fórmula; una poética. Alfred Hitchcock la tuvo y así lo dejó impreso en sus charlas con François Truffaut. Orson Welles dejó sus ideas en manos de Peter Bogdanovich. Incluso Billy Wilder explicó cómo hacía las cosas que hacía ante Cameron Crowe. Si había alguien en el cine argentino a quien preguntarle cómo se hacen las películas ese era, para nosotros, Martín Rejtman.
Crecimos y estudiamos el cine de Martín en las escuelas y las universidades. Aprendimos de su narración que es como un reloj con lógica propia, de una puesta en escena cuidada, de un trabajo con el arte que funciona dentro de cada cuadro con identidad propia, de un trabajo con los actores y de un diseño de producción que parece ajustarse a las necesidades de la película. Y, por otro lado, el cine de Martín abría las puertas de la cinefilia hacia mundos distintos; el nuevo cine taiwanés, Yasujiro Ozu, Preston Sturges. Una batería de señas y contraseñas que parecían, a priori, no ser compatibles, pero que se respiraban en sus películas.
Martín debía tener una técnica. Una forma de trabajar pulida y perfeccionada en cada nueva película, desde Rapado hasta Dos disparos. ¿Cuántas películas había en el cine argentino de los últimos años que uno podía llamar rejtmanianas? ¿Cuántos y cuántas habían copiado su estilo de humor? ¿Cuantos podían aprender del cine de Martín, uno de los directores más importantes del cine argentino, no solo de los últimos treinta años, sino de su historia? Le propusimos a Martín la idea. Un libro de conversaciones, un libro que funcionara como un manual, que los lectores pudieran abrir y sacar ideas.
Primera respuesta y primer error nuestro. Martín dijo: “No sé cómo hago las películas que hago. Me muevo de manera intuitiva. Trabajo con la gente que tengo alrededor. Uso sus historias. Pongo las cosas que me gustan en plano”. Sus respuestas eran sintéticas, muy breves. Decidimos invitarlo a ver sus películas. Que nos contara, plano por plano, qué había pensado y cómo había diseñado la arquitectura interna. Martín empezó a hablar con mayor soltura. Las charlas se hicieron en varios lugares, en casas, por zoom, en bares. Fueron largas y distendidas. Lo cierto es que recordaba todo: cada decisión, objeto, movimiento que había en sus encuadres. Sus respuestas seguían siendo breves, directas. No había una teoría.
Durante días, meses, años, nos preguntamos cómo hacer con la forma de este libro. Ya no podíamos armar capítulos de preguntas y respuestas, porque la manera que tenía Martín de pensar su técnica no tenía esa dinámica. Podríamos decir que, como en sus películas, no había una relación conductual; cada respuesta era incierta y desconcertante. Cuando desgrabamos las conversaciones, decidimos borrar nuestras preguntas o comentarios y pegamos, una detrás de otra, las respuestas. Lo que apareció fue la voz de un texto.
Esa voz estaba mezclada de recuerdos de juventud: el tiempo vivido en Estados Unidos, el paso por la Universidad de Nueva York, el cine argentino de cierta época, las formas de producir alternativas a una industria que no admitía nuevas voces ni nuevas formas de mirar el mundo, y sobre todo la escritura: cómo escribir. Cuando empezamos a corregir los textos con Martín apareció ahí su manera de pensar. La escritura como una forma del pensamiento. Su estilo empezó a cobrar vida delante de nuestros ojos. Esa era su manera de pensar el cine y la literatura. Y eso era lo que nos habíamos propuesto en un comienzo.
A la voz de Martín, le sumamos otras: actrices, técnicos, productores, críticos, amigos. Un director de cine se completa con la mirada de los otros. Nos interesaba saber, por ejemplo, cómo tres directores de fotografía distintos, con carreras o universos diferentes, podían haber hecho casi el mismo trabajo. O incluso las actrices: cómo habían hecho para trabajar y qué habían aprendido de él. También pensamos en los productores, porque el cine de Rejtman, como el cine de los directores agrupados bajo el sello de Nuevo Cine Argentino, no puede no pensarse sin los modelos de producción, siempre acechados por los cambios políticos y económicos de un país.
El cine de Martín Rejtman no solo fue importante por su estética en una época en la que los adolescentes parecían no tener voz ni rostro en el cine, o en el que las formas de humor –simplificadas– estaban determinadas por la televisión y el costumbrismo, sino también porque cambió una forma de mirar cine. En eso contribuyó en gran medida la crítica y las revistas de cine, las escuelas y universidades que se abrieron en la ciudad de Buenos Aires, y la necesidad urgente de narrar algo nuevo.
La primera vez que Martín llegó a una de nuestras casas para iniciar las conversaciones, cayó una lluvia torrencial. Una de esas lluvias que cada tanto inundan las calles, hacen caer las ramas de los plátanos y levantan la basura de los callejones. Fue tan fuerte y cayeron tantos rayos que en la grabación apenas se escucha su voz. Es un zumbido seguro y por momentos monocorde. Si alguna vez pensó o diseñó una teoría cerrada sobre su cine, nos gusta creer que tal vez esté oculta en esa grabación, detrás del ruido de aquella lluvia torrencial, que cae sobre la ciudad para anunciar el final del invierno.
>Un capítulo de Es solo una película
TORRENTES DE AMOR
Martín Rejtman recuerda la creación de Silvia Prieto, su segundo largometraje, que se estrenó en 1999.
Silvia Prieto tiene un origen inusual. Una compañera del secundario de Valeria Paván salió durante mucho tiempo con un hombre casado. Él le había prometido que se iba a separar y después a casarse con ella. Así que entre los dos fueron comprando electrodomésticos para cuando se mudaran juntos. Los aparatos se acumulaban en el garaje de la casa de los padres de ella. Pasaba el tiempo y cada vez tenían más electrodomésticos, pero no había señales de que el hombre cumpliera con su promesa. Muy angustiada, fue a hablar con Valeria y le contó su situación. Valeria entonces le dijo: “¿Por qué no vas a ver al gordo tal que también está en banda?”. La chica y el gordo se encontraron, se llevaron bien y se casaron. Supongo que habrán usado los electrodomésticos porque estaban guardados en su garaje. Ella se llamaba Silvia Prieto. El nombre me gustó y lo usé para la película, la anécdota era linda también.
En esa época, a comienzos de los noventa, además, tenía una amiga, Cecilia Echegaray, que era actriz. Y en Cinecolor había una secretaria que también se llamaba Cecilia Echegaray. Dos perso- nas con el mismo nombre: una actriz y otra secretaria, en un mundo bastante chico. A partir de ahí se me ocurrió jugar con la idea de dos personajes con un mismo nombre. De una manera muy literal, y tal vez superficial, en el sentido de no ahondar en la idea del doble como un motivo psicológico.
Antes de contarme la historia de la verdadera Silvia Prieto, Valeria Paván me había pasado el manuscrito inconcluso de una novela que había escrito, La raíz de una planta. Estaba pensando qué filmar después de Rapado y me atrajeron algunos personajes y situaciones de la novela de Valeria. Así empecé a armar el guion de Silvia Prieto. En un principio tenía la idea de escribir escenas, filmarlas y a partir de ahí escribir nuevas escenas, repitiendo el procedimiento hasta tener una película. Pero empecé a escribir el guion y seguí hasta el final. La novela fue un punto de partida. La protagonista, por ejemplo, trozaba los pollos, contaba los cafés, estaba el personaje de su ex-marido.
En ese entonces era muy común usar botellas de whisky para hacer lámparas. Estaba de moda, agarrabas una botella y hacías una lámpara. En la quinta de mis abuelos siempre había Ye Monks, que no eran botellas de vidrio sino vasijas de cerámica, y esas eran las preferidas. Una noche en una reunión en casa de Cecilia Biagini, estaba Rosario, también otros amigos, habíamos fumado un poco y no sé por qué empezamos a hablar de las lámparas de botella y lo que significaban. ¿A quién se le dice lámpara de botella? A los inútiles, a los que están de adorno. Ese tema se convirtió en el leit motiv de la noche y después pasó a ser parte del guion de la película.
En Rapado, Diego Kaplan, que era uno de los que hacía el casting, se cruzó a Vicentico por Cabildo y se le ocurrió que podía hacer el personaje del dueño del local de videojuegos. En ese momento no me pareció que pudiera ser ese personaje, pero siempre pensé que Vicentico podría ser un buen actor. Un par de años después lo conocí a través de Rosario que se había hecho amiga de él y de Valeria Bertuccelli en el rodaje de 1000 boomerangs (1995) de Mariano Galperín. Después nos empezamos a ver y nos hicimos amigos. Escribí el guion de Silvia Prieto para ellos. Me gustaba la idea de trabajar con músicos porque saben pararse en un escenario frente a un público y manejan la escena, tienen algo de actor: pueden estar frente a una cámara, o frente a un público y superar ese vértigo.
Yo quería filmar directamente. No quería hacer todo el tramite- río de buscar plata en el INCAA ni conseguir un productor ni buscar fondos en otros países, dos o tres años me iba a llevar. Esos años, en lugar de buscar dinero los usé para filmar. Me parece que es algo para hacer una vez, filmar a lo largo de tanto tiempo. Me divertí haciéndolo. En 1994 daba clases en el CIEVYC, una escuela de cine, y arreglé con ellos que en lugar de pagarme me dieran película virgen 16 MM y procesos de laboratorio. Terminaba cobrando un diez por ciento de mi sueldo, no sé de qué vivía. Inicialmente Silvia Prieto se financió de esta forma y con un préstamo ínfimo del Fondo Nacional de las Artes.
La cámara, una Arri Super 16 MM, era de Paula Grandío, que también tenía una Traffic en la que nos movíamos. Las luces, trípodes y accesorios eran de Ana Poliak y los tuve en el living de mi casa durante más de cuatro años, había que esquivarlos para poder entrar. Después apareció dinero de Francia a través del Fonds Sud.
El rodaje empezó en 1994 y terminó en 1998: parecen cuatro años, pero en realidad empezamos a fines del 94 y terminamos a principios del 98. Tenía el guion, sabía que tenía que filmar todas las escenas que había escrito, pero no tenía conciencia de cuánto tiempo me iba a llevar hacerlo. En general filmábamos los fines de semana cuando los actores y el equipo técnico podían. En el medio pasaba de todo: los actores cambiaban, por ejemplo, Valeria Bertuccelli quedó embarazada, otro actor se rompió una pierna, a Marcelo Zanelli se le pegó algo en el pelo y tuvo que cortárselo bien corto, otro actor engordó, etcétera.
Silvia Prieto tiene la ventaja de que las escenas mantienen cierta independencia, hay muchas elipsis. No es una película que transcurra en dos días. Creo que eso fue una ventaja para que haya continuidad entre escena y escena.
El canario que Silvia Prieto se compra al comienzo de la película, en realidad fueron muchos. Mi casa también era la oficina de producción y alguien había ido a la Feria de Pompeya a comprar un canario, entró a mi casa y dejó la jaula arriba de una silla. Esa tarde cuando volví, mi perra Siouxsie no aparecía por ningún lado, la llamaba y no venía. Subí a la planta alta, salí a la terraza, y vi que estaba abajo de la parrilla, donde solía dormir, con cara de loca y la boca llena de plumas. El canario estaba muerto al lado suyo, no se lo había comido, solo había jugado un rato con él. Los canarios no duraban mucho y los necesitábamos para varias escenas. No parábamos de comprar canarios.
Tanto Valeria Paván como Rosario Bléfari trabajaron de mozas en el bar de la Fundación Banco Patricios en Callao y Sarmiento. Era uno de los primeros bares modernos de Buenos Aires. Ahí usaban mamelucos naranjas diseñados por Gabriel Grippo. Cecilia Biagini también trabajó en ese bar, pero solo una semana porque se olvidaba de todos los pedidos.
Filmamos en la casa de Albertina Carri, que era la foquista. Me acuerdo que usamos una silla de Jacobsen que en una época estaba en el comedor de la casa de mi mamá y todavía tengo. Muchos de los objetos que se usaron en la película son míos o de familiares y amigos. Pasa lo mismo con el vestuario, por ejemplo, el suéter verde escote en V que usa Vicentico me lo había regalado Piero Corubolo en Nueva York. El actor que hace de Armani era un amigo de una amiga, no era actor, para ese personaje buscaba un italiano, aunque no fuera actor, y el saco Armani que usa me lo prestó Guillermo Kuitca. La campera que usa Valeria Bertuccelli era de mi papá. Una campera de corderoy Lee. La tengo colgada todavía. La muñequita de Silvia Prieto la conseguí en un bazar del Once. Es de las que se ponen arriba de las tortas de fiestas de quince. Tapamos el número 15 con pintura rosa para que no se notara. A Fabio Suárez, el marido de Rosario, le había pasado lo que le pasa a Brite en la película. Le regalaron un muñequito y le dijeron que se parecía mucho a él. Lo puso en un estante y no podía dejar de mirarlo.
Como la película se filmó durante tanto tiempo, casi todo el equipo técnico iba cambiando salvo Paula Grandío y Albertina Carri en el equipo de foto y cámara, y Néstor Frenkel y Javier Ntaca que hicieron el sonido directo. En los créditos del final de la película está todo el mundo: Hernán Musaluppi, Daniel Barone, Adrián Caetano, Julián Apezteguía, Anahí Berneri, Alejandro Hartmann, Ada Frontini, Ana Piterbarg, Paula Zyngierman, Julia Solomonoff, Rodrigo Moscoso, Sebastián Orgambide, Martín Mainoli, Axel Linari, etc. La gente aparecía, era un momento en el que tampoco se hacían muchas cosas.
La manifestación de las promotoras se filmó en Arévalo y Paraguay. Esa escena fue polémica porque la hicimos a última hora del día; no llegábamos, corríamos, teníamos citadas a las promotoras, había que hacerlo. Estaban todos los extras ahí. Teníamos que filmar y se iba la luz. Finalmente hicimos dos o tres tomas, pero Paula Grandío decía que no había suficiente luz, el material iba a tener demasiado grano y no iba a servir para ampliar a 35 MM. Lo que pasó entonces fue que Paula secuestró el material. Lo tuvo guardado durante unos meses, pero después aceptó mandarlo al laboratorio y no estuvo tan mal. Paula era muy cuidadosa con la imagen, mandaba el negativo al laboratorio solo cuando Inés Cullen, la química de Cinecolor, le decía que habían cambiado los líquidos de revelado.
La película tiene muchos registros, hay varios momentos documentales, el recital de El Otro Yo y la parte del camarín, filmado con cámara en mano, y después, claro, el final con la reunión de las Silvia Prieto reales y las entrevistas. Me gustaba la idea de hacer una película un poco pop, donde se mezclaran muchos elementos.
Silvia Prieto se estrenó en Sundance, después estuvo en el Forum de la Berlinale y fue la película de clausura del primer BAFICI en 1999. Me habían ofrecido ir a la competencia, pero no quise. Sundance convenció a Diego Lerner de Buena Vista International para que la distribuyera.
Buena Vista no sabía qué hacer con una película así, no sabía cómo distribuirla. Era un producto demasiado raro para ellos. Me acuerdo que Diego Lerner nos invitó a cenar a su casa a Valeria Bertuccelli y a mí. Vivía en Pilar, en un lugar con guardias armados. Su casa era una especie de campo grande donde tenía caballos y había un spa donde les hacían masajes a los caballos. Era muy excéntrico. Nos mostró el “cuarto mexicano” de la casa. Cuando nos sentamos a la mesa había cuatro platos. Éramos tres, pero había puesto un cuarto plato para una supuesta novia, que no existía. Se sabía que no existía, era un chiste, como un corto malo.
La reunión de las Silvia Prieto del final de la película fue una producción aparte para encontrarlas. Se buscó a las Silvia Prieto reales a través de la guía telefónica pero, como se dice en la película, había solo dos. Después llamaron a todos los Prieto preguntando si no tenían algún pariente de nombre Silvia. Y al final fuimos a los padrones electorales. Ahí es donde apareció la mayoría y las convocamos para la escena final. Una sola no aceptó. En el estreno de la película en el BAFICI, cuando terminó la proyección, una mujer se acercó para hablarme y me dijo: “Yo soy la Silvia Prieto que dijo que no”.