desde Rosario

En la tarde del jueves 31 de agosto, en la ciudad de Rosario –donde no por nada el coronel Manuel Belgrano dio indicaciones de diseño, con detalles de excelsa modista, a la señora María Catalina Echevarría y sus colaboradoras para que cosiera por vez primera el paño celeste y blanco de nuestra bandera– hubo un letrado coloquio en homenaje a los ciento cincuenta años de la muerte de Charles Baudelaire (1821-1867). Una de sus jornadas se clausuró con un desfile en homenaje a las relaciones oblicuas y complejas del gran poeta de la modernidad con el mundo de la moda: “Mi querida madre, te ruego me disculpes por no haberte ido a ver inmediatamente, tal como te había prometido. Ten la seguridad de que no olvido nada de lo que te he prometido. Si no voy a verte en seguida, se debe en primer lugar, a que tengo el firme propósito de poder afirmarte con toda certeza que mis cosas van mejor, y en segundo lugar, por un motivo que te hará reír, de tan pueril que te va a aparecer, y es que no me encuentro lo suficiente bien vestido para ir a verte” (Cartas de Baudelaire). 

En el concentrado ámbito de la espléndida Biblioteca Argentina de Rosario, en la que tubos salientes (que expresan acaso un progreso siempre futurista) conviven con libros que esperan su “lector pacífico y bucólico”, una pasarela evocó a Baudelaire y a sus guiños al arte de cómo vestirse para no mezclarse en la multitud, en ese concentrado de esteticismo que puede llegar a ser cada construcción vestimental cuando se vuelve material artístico -e hipersigno- para desentumecer a la burguesía en ascenso de las ciudades modernas. En dúos o en ramilletes, chongos rosarigasinos devenidos dandis remataron sus figuras con galeras exponenciales cual “flores saliendo de sus tallos”, y, al compás gatuno de varios lied (muy bien cantados por Lucas Álvarez) deidades oscuras –siempre con algo de equívoco como las flores “malsanas”– coparon el crepúsculo de la ciudad al borde del río Paraná bajo el lema: “La nada embellece lo que es”. Así, ante nuestro festivo asombro, desfilaron émulas de Jeanne Duval (la Venus negra), de Madame Sabatier (la Venus blanca), de Safo (a quien el poeta inmortalizó en su poema Lesbos) y de George Sand (la amada/odiada y siempre travestida de macho).

Baudelaire defiende a ultranza la elegancia como un derecho a la vida; sin embargo, su noción de dandismo es tan personal y contradictoria como su vida misma. Baudelaire (“Sé muy bien que soy de aquellos a quienes los hombres no aman, pero soy de los que siempre se recuerdan”) lucha cuerpo a cuerpo con la mujer –en primer lugar contra su madre– para arrebatar esa “femineidad de dandi” que le parece esencial para la constitución de su poeta y su art de vivre: femineidad que es toda ella un artificio, ya que no hay nada más abominable que una mujer despojada de afeites; “La mujer es lo contrario del Dandi”, y, el maquillage sólo le despierta a Baudelaire elogios entusiastas ya que, como si le hiciese la mejor de las publicidades, supo decir que tapa las manchas, mejora texturas, retoca la naturaleza misma y es –todo él– arte en estado puro: nada más efectivo que un buen polvo volátil. 

No sabemos si maquillado, pero sí tiñéndose el pelo de verde para sorprender a Maxime du Camp o vistiendo un saco de terciopelo fucsia (acaso bellamente raído por acción del tiempo), el poeta supo que su amor estaba del lado de los distintos, o de aquellos que –ya sea por acción de la naturaleza o el azar– marcaban en su cuerpo las acciones que el destino o del deseo, esas otras patrias, imprimen. La giganta, la negra, la enana, la sifilítica-enamorada, la musa venal o la mujer barbuda son figuras de su vasto estro. Bajo la batuta de Cristian Molina, el diseño de vestuario de Tony Escobar y la intervención de Nacho Estepario, Rosario tuvo una velada en homenaje a Baudelaire, como si una vez hubiésemos recitado en tono queer su poema: A toda aquella que sea demasiado alegre: Tu cabeza, tu gesto, tu aire/ son bellos como un bello paisaje;/ la risa juguetea en tu cara/ Como un viento en el cielo claro. (…) Tus locos ropajes son emblema/ De tu espíritu recargado;/ Loca, que me has enloquecido,/ Te odio tanto como te amo.