Los dos jóvenes gays atacados esta semana en una parada de colectivo en La Plata por una patota adolescente generó escándalo nocturno, suturas de heridas graves, quejas de la CHA por la falta de una ley antidiscriminatoria y por el terrorífico silencio de las autoridades, más preocupadas por mostrar la eficacia de las cámaras de seguridad que de procurar condenar el imperio jamás desarticulado de la homofobia. Ese imperio simbólico subsiste en el no diseño de verdaderas campañas educativas sobre diversidad en las escuelas, pero que no deben ser dictadas en ese tono de Hada Buena sino mediante imágenes y textos ejemplares que conmuevan. Sobre todo, digo, ese imperio oprobioso se sostiene por la falta de difusión de la no violencia contra las poblaciones más perseguidas. Las que son (somos) elegidas a la hora de buscar fantasmas para el sueño de exterminio callejero. Cacería de fantasmas que, a la vez, cohesionan a los pendejos victimarios: los putos, y sobre todo, los jóvenes negros putos que se atreven a tomarse de la mano en un arrebato insoportable de felicidad, pero que ante la aparición de la horda estarán siempre indefensos.
Carlos Jáuregui sostenía que había que estar preparado para el recrudecimiento de estos actos de violencia cuando cada hito legal en nuestro beneficio se visibilizase y difundiera del mismo modo que nuestra vida comunitaria, sin el fantasma de la culpa. Esa percepción de Carlos se completa hoy, cuando existe cierto consenso social sobre lo positivo de recuperar la memoria de casi medio siglo de luchas sucesivas lgtbi. Y que esa memoria sea incorporada en la trama arquitectónica urbana como un relato heroico; por ejemplo en el caso de la Estación de subte Santa Fe-Carlos Jáuregui.
Dicho esto, que es lo que surge de inmediato en el mientras tanto de la indignada lectura de los acontecimientos (un pibe destrozado sobre el asfalto, recogido por un automovilista compasivo) se va trazando en el límite de las impresiones otras inquietudes. La Argentina vive de nuevo en un estado excepcional de violencia, más allá de las históricas posiciones políticas y de clase cuyo origen es el origen mismo del país. Mientras el Estado hoy intenta minar la ficción de la movilidad ascendente de una clase baja y otra media baja, supuestas víctima de imposibles sueños de consumo, otros ensayos destructivos van asomando en nombre de la incorrección política (“déjense de joder con las minucias del relato zurdo” o, como escuché de una psicoanalista, “la violencia no es de género, no es de los hombres a las mujeres sino recíproca. Esa lectura es de un feminismo que no busca la igualdad sino la segregación”).
¿Cómo experimentarán los adolescentes en patota el decurso de esta violencia recíproca material y simbólica sino con el deseo de estar del lado de los fuertes? La historia que los adultos nos contaron sobre la propia comunidad, se dirán, ya no tiene sentido para nosotros una vez que regresan los discursos de barbarie más entretenidos y supuestamente lógicos y verdaderos. Un puto no es otra cosa que un peligro a mi integridad masculina; un negro pobre alimenta mi sueño de convertirme en su Amo. Esos dos espectros, que no obstante se nos parecen “en algo” poseen características no del todo humanas (sino tendrían otro color de piel, otras maneras, y otra vestimenta o productos de consumo); son un catálogo de las abyecciones sociales, incluso cuando se nos pretenden igualar.
Cuando nos atacan, creo, no buscan en estos tiempos de violencia solamente humillarnos y castigar o aniquilar nuestros cuerpos, sino sobre todo infligir una derrota sobre lo que ellos consideran una ficción, que es nuestro universo simbólico que fue asentándose en medio siglo de luchas por el reconocimiento jurídico, por la pedagogía de la no violencia contra los diversos, por el amor a la diferencia (al menos en mi caso). Dirán que apenas se trató de una patota adolescente. Es cierto, pero el espectro que emerge en una época de desapariciones forzadas y gendarmes en plena cacería, donde ninguna estabilidad parece garantizada, se apodera primero de muchos adultos (que la gozan incluso desmintiendo la porción de sufrimiento que adviene), y después de sus propios hijos que observan su reflejo e incorporan su discurso del modo que mejor les sale.