Artista único y original, sin parangones posibles, Pascal Quignard es un proteico investigador, traductor y narrador de la cultura, heredero de tres grandes disciplinas que ha dejado el siglo XX: la etnología, el psicoanálisis y la lingüística. Nacido en la comuna francesa de Verneuil-sur-Avre (Le Havre), en 1948, tuvo una infancia marcada por períodos de autismo y anorexia; se dice que fue su tío –quien estuvo preso en el campo de concentración de Dachau– el que lo llevó a recuperar, ante la primera ocasión de autismo, la voz. De ahí que señalara en una entrevista en 2004: “Para mí el silencio no es únicamente un tema. De niño, de una manera involuntaria, me quedé varado en el silencio hasta sumirme en el mutismo. El silencio definía a aquel a quien el lenguaje había dejado desamparado, su residuo. Cuando la humanidad adquiere el lenguaje, este trae consigo una sombra, que es el silencio. No hay silencio sin lenguaje. Y más que portavoz, me siento ‘portasilencio’”.
Nieto del lingüista Charles Bruneau, su familia le dio un entorno erudito en música y literaturas clásicas, lo que le permitió, en tanto “niño frágil”, aislarse de hermanos y hermanas, en la lectura: “Si no hubiese podido refugiarme de mis hermanos y hermanas y de todos, si no hubiera podido retirarme a un rincón, para poder recuperarme y leer, yo creo que me habría suicidado”, dijo en una entrevista televisiva en 2007. Sus preferencias de juventud fueron la música, el piano y el violonchelo (como su hermano menor) y la literatura, el latín, el griego, y los estudios etimológicos. Cursó Filosofía en Nanterre –teniendo como profesores a Ricoeur, Lyotard y Lévinas–, en la época del Mayo Francés, comenzando una tesis sobre el estatuto del lenguaje en Henri Bergson, y entre sus primeras publicaciones se encuentra un ensayo sobre la obra de Sacher-Masoch: El ser del balbuceo (1969). Las novelas El salón de Wurtemberg (1986), Las escaleras de Chambord (1989) y Todas las mañanas del mundo (1991, adaptada al cine ese mismo año por Alain Corneau); obras que comienzan a destacarse y a hacerle ganar su público.
Pascal Quignard fue profesor universitario, consejero del Centro de música barroca, presidente del Concierto de las Naciones, y uno de los fundadores y responsable del Festival de ópera y teatro barroco de Versalles, y editor responsable en la editorial Gallimard, desde 1969, a lo largo de veinticinco años. En 1994 abandonó esa y todas las demás actividades y compromisos públicos, para dedicarse sólo y exclusivamente a escribir. Autor de tiempo completo, tiene más de sesenta volúmenes publicados –aunque pasó por largos momentos donde distintos editores no aceptaban sus proyectos, a veces descomunales–, y continúa escribiendo, a la par que viaja y brinda charlas públicas y entrevistas –donde además ha tenido que desmentir o negar varias veces un carácter que se le adjudicara, de “ermitaño” o “reticente” hacia la prensa.
En Argentina es la editorial El cuenco de plata quien ha hecho una gran apuesta en su catálogo por la traducción y difusión de este autor, especialmente con la publicación de una serie de “novelas” (así denominadas por el mismo Quignard), agrupadas bajo el título Último Reino: Las sombras errantes (I), Sobre lo anterior (II), Abismos (III), Las paradisíacas (IV), Sordidísimos (V), La barca silenciosa (VI), Los desarzonados (VII), Vida secreta (VIII), Morir por pensar (IX), El niño de Ingolstadt (X) y El hombre de las tres letras (XI). A esta colección, que probablemente tenga dos o tres entregas más (en 2024 se publicará el volumen XII de Último Reino: Las horas felices), hay que sumar otros títulos, también publicados por El cuenco: los ya mencionados El ser del balbuceo y Todas las mañanas del mundo, junto a Albucius (donde rescata y recupera a un personaje lateral de Roma, olvidado de la época clásica), Las lágrimas, y los ensayos El odio a la música, El sexo y el espanto y Retórica especulativa, entre varios más. Por su parte, la editorial InterZona aportó tres títulos de Quignard: El nombre en la punta de la lengua, El origen de la danza y Princesa, vieja reina. Otras obras, también, fueron traducidas al castellano y publicadas en países como España y México. En este último, los ocho tomos de Pequeños tratados, reunidos en dos volúmenes que suman 900 páginas, y la novela Todas las mañanas del mundo, por ejemplo. Admirado y reconocido entre colegas y lectores, candidato desde hace tiempo al Premio Nobel de Literatura, Quignard recibió recientemente el Premio Formentor.
LAS PARTES Y EL TODO
Cada libro de Pascal Quignard contiene una delicada combinación de narración y música(s), de historia y teoría, de teatro y poesía, de tradición y traducción, elaborado a partir de profusas lecturas, estudios e investigaciones, lo que incluye viajes a China y a Japón, con sus diversas experiencias, y la recuperación de filosofías del oriente antiguo, así como del medioevo europeo y el “siglo XX americano”. Son libros conjeturales, sensibles y reflexivos, realizados con fragmentos y citas de manera diestra, tan admirable como deslumbrante. Abarcando vastos campos del devenir de las sociedades, hurgando en los orígenes y cambios de significados de determinadas expresiones o palabras, recuperando y recreando historias (propias y ajenas), inquiriendo en los procesos mentales y corporales del individuo, Quignard concreta un gigantesco mosaico humano de perfil humanista, por medio de traer a escena (como presentación y re-presentación) múltiples “cuentos”, “historias” y “episodios” de toda índole, sin dejar de arriesgar reflexiones sobre los temas siempre fundamentales para el ser humano y, relativamente, para las sociedades: el nacimiento y la muerte, el amor, el arte y la cultura, las injusticias y las guerras, los episodios célebres de la historia, con sus anécdotas y detalles, y muchas “dimensiones” y “planos” más. Un barroquismo poético de alta erudición.
En Sordidísimos puede encontrarse un diálogo como este: “¿Qué tratabas de encontrar en todos tus viajes?, le preguntó la reina a Lancelot”. “Aventura para descubrir mi nombre. Desafío para conocer mi fuerza. Historia para que mi alma salga a la luz. Pruebas para que mi cuerpo, cuando muera, no perezca tan rápido como el rocío”. Y esta seguidilla valorativa: “Las invenciones británicas son inigualables: el impermeable de Charles Mackintosh en 1821, el cemento, la tela rayón, la minifalda de Mary Quant en 1964”.
Temas como la identidad y el lenguaje, y acaso una fenomenología transmutativa de la lectura sean la médula de la reflexión y literatura de Quignard; así se la encuentra –casi como máximas, prácticamente síntesis líricas– en El hombre de las tres letras: “El libro se abre. / Leer vuelve a abrir el pasaje hacia la vida, el pasaje por donde pasa la vida la súbita luz que nace con el nacimiento. / Leer descubre la naturaleza, explora, hace surgir la experiencia en la palidez del aire, como si naciéramos”. “El lector es un brujo en su pequeña alfombra voladora de dos páginas que cruza los mares, atraviesa las mayores distancias, salta los milenios”. “¿Qué es estudiar? Estudiar es leer escribiendo”.
En Abismos aparece la historia de Varrón: “nació en 640. Murió prope nonagenarius (casi nonagenario) en 728 en Roma. Tenía diez años más que Cicerón o Pompeyo, que fueron sus amigos y a los que sobrevivió largamente. Su curiosidad era infatigable. Fue el segundo arqueólogo después de Estilón”. “Se decía anticuario. Literalmente: hombre obsesionado por aquello que estuvo antes (ante)”. Y más: “A propósito de la lectura, Cicerón dijo que era el alimento del exilio. Varrón replicó que la lectura era el país”. Y se recupera algo que este escribiera, a modo de sentencia: “Legendo atque scribendo vitam prosudito (leyendo y escribiendo una forja su vida como un hierro)”.
En Las sombras errantes, Quignard reflexiona, a modo de sucinto recorrido histórico y estado de situación actual: “En cuanto al rostro humano, la esclavitud, el cristianismo, las trincheras, el gas, los fascismos, las deportaciones masivas, las guerras mundializadas, las dictaduras comunistas, el imperialismo democrático finalmente arruinaron su figura. Ya no hay más humanidad alucinógena. Hay una prodigiosa desorientación irreversible, insensata, tempestuosa, terrible”.
Monumental y fragmentaria, es una audaz apuesta literaria la que proponen tanto Último Reino como los demás volúmenes de Quignard.
PRIMER REINO, ÚLTIMO REINO
En los intersticios, ausencias y silencios, en la mixtura de la vida individual, la historia y las sociedades humanas, Quignard interroga y asocia constantemente lo que sería -y significaría para cada ser- la experiencia de haber pasado del “primer reino” al “segundo” (y último), el de la vida tras el parto, atmosférica, extrauterina. En Morir por pensar, postula: “Todo sobreviviente necesita de su compañero imaginario. El compañero imaginario es la voz más antigua que uno mismo. Todo niño tuvo una madre. Del mismo modo que cada pensamiento tiene su Sirena. La palabra psique en griego quiere decir aliento. ¿Cómo reconoce el recién nacido, bruscamente entregado al Aliento por el grito que lo hace palpitar al salir del primer reino, el cuerpo perdido del cual proviene? Por la audición de la voz de ese cuerpo. Tal es el hilo de Ariadna psíquico. La ‘voz de la madre’ puede volverse ‘lengua materna’, dieciocho meses más tarde, porque durante nueve meses fue el soprano de la mujer que llevaba el feto y que lo envolvía con su cadencia y lo insertaba dentro de su canto”. Proponiendo poco después, a modo de conclusión: “De allí el lazo indivisible entre la música y el pensamiento”.
Dice Quignard sobre otro origen, en otro libro, en cuanto la relación palabras-sociedad: “Albucius escribió este bello pasaje: ‘Nadie es libre ni esclavo por naturaleza. Es tan sólo el azar quien espolvoreó luego estas condiciones sobre los seres’. Albucius Silus presenta de este modo, escrita sobre una pequeña tablilla de haya, una minúscula declaración de los derechos del hombre de los tiempos de Augusto: Los hombres no nacen libres ni esclavos, ni desiguales en derechos o deberes, ni iguales. Las distinciones sociales se fundan en nombres. La libertad consiste en ser lo menos posible el esclavo de otro. El ejercicio de los derechos naturales de cada hombre sólo tiene límite en esta esclavitud en la sociedad, donde el hombre vive bajo los poderes que lo someten a ella”. Y destaca de este hombre olvidado que vivió hace más de dos mil años: “Ya de muy joven, Albucius estaba habitado por esta inclinación por las palabras más precisas, las más incisivas, las más verdaderas, por este empeño deliberado en no satisfacerse con palabras vanas, y esto hace de él mi eterno maestro en la determinación en que persevero”.
En esa misma determinación, dialogante (entre eras, geografías seres y lenguas), en El niño de Ingolstadt Quignard recuerda: “En sus cartas dirigidas a los grandes escritores del pasado, Petrarca inventa la tradición del ‘diálogo más allá de los siglos’. Ese discurso que ya desconoce el tiempo culmina con Maquiavelo, con la Boétie, con Montaigne, con Rousseau, con Hofmannsthal”.
CON SUS LECTORES EN BUENOS AIRES
Como colofón de esta lenta, sostenida y creciente relación con el público de Argentina, Pascal Quignard viajó a Buenos Aires en octubre pasado: llenó el Teatro Margarita Xirgu, en el barrio de San Telmo, espacio cultural de la Universidad de Tres de Febrero, invitado por la Maestría en Escritura Creativa de la Untref –con dirección de María Negroni–, junto a otras instituciones colaboradoras (las fundaciones Jan Michalski, Medifé y el Institut Français). Semanas previas, la organización del evento avisaba en un e-mail que la inscripción en el mismo no garantizaría el ingreso, debido a los límites de capacidad de la sala –para unas quinientas personas–. Aun así, el día en cuestión hubo una larga fila, a lo largo de toda una cuadra, esperando para poder ingresar. Quignard participó de la Serie Lecturas Frost: hizo una ponencia sobre la novela junto a una conversación pública, mientras que un día antes dio una conferencia de prensa para los medios gráficos locales.
Quien aquí escribe, presente en la conferencia de prensa, pudo hacer varias preguntas al escritor. La primera, referida a Último reino: en el volumen El niño de Ingolstadt dice que busca “otra manera de pensar en el límite del sueño”. “¿Cómo se da u ocurre esa relación entre sueño y escritura?” fue la pregunta.
Contestó: “El sueño es la noche. Y yo escribo saliendo de la noche y de los sueños. El sueño que contamos, el relato de un sueño es idioma, lengua. Pero en la historia de la humanidad, entre el sueño y el relato del sueño hay algo muy particular que es el cuento. Y en la serie Último Reino, creo que soy el único escritor francés que escribió tantos cuentos. ¡Unos trescientos, cuatrocientos tal vez! En las novelas hay detalles, por ejemplo. En el cuento cada personaje tiene un detalle –un gorrito rojo, una espada–. Los cuentos tiene una escritura más simple que la de los sueños”.
Sobre la relación lectura-escritura, cómo se da ese pasaje en él, cuándo y cómo pasa de una actividad a la otra, dijo: “La lectura es la experiencia más profunda. Es una experiencia que no está hecha para todos. Leer es dejarse invadir por completo por otro mundo. El lector es completamente pasivo, y se deja desbordar. Con una superposición de lecturas, cuando uno no hace otra cosa que leer –como yo–, hay algunas lecturas que faltan: esos son los libros que uno escribe”.
Sobre la cuestión del fragmento, encarada o adoptada desde la teoría o alguna técnica o “método” literario, respondió conciso, y de manera autobiográfica: “Es mucho más simple de lo que se pueda pensar. Nací en una ciudad en ruinas. Hubo que esperar siete años luego de la guerra para su reconstrucción. En el inicio de mi vida no encontré las cosas hechas, la arquitectura. Yo sólo conocí fragmentos en el principio. Y Último Reino reúne todos los fragmentos posibles. No hubo catedral… es una ruina”. A lo que agregó, con triste ironía: “Como el puerto de Mariúpol”.
Respecto al “rescate” de personajes, obras e historias, asintió afirmativamente varias veces, y dijo sobre el contenido de Último Reino: “Son fragmentos de todos los géneros literarios. Al principio mismo de la literatura, las listas, los fragmentos de cartas, fragmentos de novelas, fragmentos de poesía… Todos los géneros posibles están allí, en estado omnívoro”. Y entre risas: “¡De carroña… u omnívoro!”.
También comentó también sobre sus libros en Japón, varios de ellos todavía no publicados en Francia, y afirmó ser un escritor “monolingüe”: “Yo he trabajado ‘la lengua de la lengua de la lengua’. Francés, francés, antiguo, latín, griego y sánscrito. Eso lo conozco, y es vertical. Siempre estuve obsesionado por descubrir el origen de las cosas. Soy un escritor arqueólogo”. Otra similitud posible que apareció fue la del arte bruto. “Soy un artista bruto”, propuso Quignard en un momento, recordándose el nombre de Jean Dubuffet, y una característica del origen: las obras de los internados por problemas mentales, que las esconden bajo el colchón y en otros lugares, “sin importar la recepción”. Y el símil entre el carácter de su obra, o más particularmente de él en tanto autor que escribe sin preocuparse por clase alguna de público: “la naturaleza es así: los cuernos de las cabezas de los ciervos no se dirigen a nadie; y el arte es así. Creo que algunos de los que me leen consideran que lo que escribo es auténtico”.
En el evento en el Margarita Xirgu, María Negroní leyó un texto dedicado al autor, donde dijo: “Pascal Quignard escribe sin distraerse un instante de alucinar con lo perdido, con la noche sensorial del útero. Esa música que, como un viejo bramido, nos transporta a la parte más íntima de la lengua, el continente sonoro donde se movía nuestro cuerpo, durante la existencia prenatal, antes de la respiración, del grito, de la posibilidad de hablar”. Por su parte, el autor leyó “¿Qué es una novela?”, y luego dialogó con Lucía Dorin, poeta y egresada de Escritura Creativa, y Silvio Mattoni, poeta, investigador y traductor de Quignard.
Al finalizar el evento, sonriente y feliz, con paciencia y cordialidad, Pascal Quignard firmó por más de una hora ejemplares. Fue el colofón de un paulatino proceso de descubrimiento, y de espera del escritor, por parte de su público, firme y constante.