Para la Bobe Victoria lo mejor de la vida era patear córners.
El Tío Adolfo, uno de los hermanos mayores de la Bobe Victoria, atribuía el origen de esa pasión por los córners a la desgracia más que a la gracia. Había que oírlo al Tío Adolfo, un devoto del teatro ruso que de fútbol desconocía hasta la dirección de la Bombonera. Qué hombre: frenaba el aire, le ponía un semáforo rojo al reloj, carraspeaba durante medio segundo y relataba, con la voz vuelta una lluvia de dolores, un pasado que siempre penetraba en el presente. Nos hablaba de la Tía Ofelia, a su vez tía del Tío Adolfo, quien solía caminar con miedo por la periferia de una cancha de un barrio bravo de una ciudad de nombre irrepetible de la Europa Oriental. Allí, según el Tío Adolfo, unos tipos rústicos liberaban instintos pugnando por una pelota. En una de esas ocasiones, justo cuando atravesaba tiritando por un extremo de la cancha, la Tía Ofelia escuchó un susurro que nunca supo desde dónde había partido, acaso un susurro divino, que le avisó: “Váyanse, váyanse de este pueblo: aquí el futuro no existe”. Se ve que la Tía Ofelia lo interpretó como un mandato o como una oportunidad para fugarse de los miedos que le generaban esos tipos y esa cancha, metió sus tres trapos míseros adentro de una valijita, agarró de la mano a su hermano menor y se subió a un barco que la depositó en otro barco con destino a la Argentina. “¡Pobre Tía Ofelia! ¡Qué decisión! Ese hermano menor era el padre de la Bobe Victoria y era mi padre”, se desgañitaba el Tío Adolfo. Luego, pedía que le prepararan un té ardiente para atenuar los dolores de su voz y cerraba su magistral actuación dilucidando el misterio: como a la Tía Ofelia el aviso salvador le había llegado en la zona del córner, la Bobe Victoria, su sobrina, de algún modo había recibido el designio de que, en nuestra familia, los córners importaban.
Toda familia es una memoria y toda memoria familiar carga con su lado triste. El Tío Adolfo era el sobrino sufriente de una señora sufriente como la Tía Ofelia. Necesitaba de un pasaporte de privaciones para conceder y concederse el permiso de algún goce. Cuando le mencionábamos la consagración de un crack del fútbol, su voz de nuevo llovía dolores y, desinteresado de cualquier gol, sentenciaba: “Lo que habrá padecido para llegar hasta este momento”. Después, como para ratificar su condición de hermano mayor de la Bobe Victoria, se sentaba en un córner de su casa, a embeberse del verso favorito de “Naranjo en flor”, el tango desde el que Homero Expósito advertía eso de que “primero hay que saber sufrir”. Y sufría.
La Tía Golde, también hermana mayor de la Bobe Victoria, no había nacido para patear córners pero sí para marchar por la existencia como la contracara del Tío Adolfo. Era un cascabel, una canción, una fiesta, una máquina de conquistar novios de los que se desvinculaba rápido pero a los que también rápido les contagiaba un cacho de alegría que los impregnaba hasta la eternidad. Amaba al fútbol. Y a las mujeres y a los varones que luchaban para que el porvenir no oliera a podrido. Y a la vida en cada latido. Y a la Bobe Victoria. Aunque de la Bobe Victoria la separaba algo más que un matiz. A la Tía Golde los córners no le parecían atractivos. Prefería los saques de arco.
“Mi hermana, la Bobe Victoria, -vociferaba la Tía Golde- no siente que los córners son lo mejor de la vida por esa historia desgarradora, tan propia del Tío Adolfo. Al contrario. Su problema antes y ahora es otro. Lo cuento sin vueltas: detesta despeinarse. Qué se yo: llámenlo coquetería. Igual que yo. O igual que nuestro padre, que directamente odiaba despeinarse y jugaba de 5 todos los domingos sin que se le moviera jamás un pelo aunque tuviera que tirarse al piso para recuperar la pelota. Por eso me gustan los saques de arco: uno no se despeina en los saques de arco. Y la Bobe Victoria patea córners para no tener que ir al área a cabecear, es decir a despeinarse. Eso es todo. No hay secretos. Creo que de eso estaba enterada hasta la Tía Ofelia, que en la Argentina le perdió el miedo a las canchas y hasta se casó con un wing derecho que la lanzaba besos largos casi desde el córner”.
Ninguna familia sería una familia si no apilara contradicciones. En la nuestra, la contradicción no devenía ni de las peleas de dos primas por una herencia, ni de los senderos curiosos que reunieron en almuerzos a hinchas de Boca con hinchas de River, ni de la densidad exacta que demanda la sopa de cebada. Lo que ponía en debate a los cuñados con las sobrinas y a los hermanos con los hermanos residía en un solo interrogante, en ese campo abierto que cabía entre la versión trágica del Tío Adolfo y la exposición feliz de la Tía Golde: ¿por qué a la Bobe Victoria patear córners le parecía lo mejor de la vida?
Es que la Bobe Victoria pateaba córners buenos, muy buenos y excelentes. Pero de eso no hablaba.
No hablaba ni cuando se lo preguntaban las nietas o los nietos que sí se despeinaban al cabecear los pelotazos que llegaban desde sus córners. Y ni siquiera tenía intención de hablarlo cuando su relación con los córners se transformó en un hecho público que aceleró la inquietud de la prensa. No es necesario disponer de la imaginación de Iniesta para darse cuenta: una bobe pateando córners, en una humanidad más o menos prejuiciosa sobre las bobes y sobre los córners, constituía flor de noticia. La llamaron cronistas con dignidades que respetaron su silencio y, también, soretes famosos, más famosos como famosos que como soretes. Uno de esos, enfadado por la negativa de la Bobe Victoria, emprendió uno de sus habituales procedimientos extorsivos, enfatizó su relevancia como líder de audiencias y le anunció que, si no le daba una entrevista, predicaría verbos horribles sobre ella. La Bobe Victoria, que hacía rato había asumido que en la vida hay personas con las que se patean córners y otras con las que no se patea nada, lo trató con indiferencia, ni consideró las amenazas y siguió pateando.
Sin embargo, aquel episodio no sólo transparentó a un crápula disfrazado de periodista. Además, impulsó a la Bobe Victoria a convocarnos. Nunca investigamos si lo resolvió para abastecernos de un antídoto frente a las posibles mentiras de ese o de otros miserables de la época o si, audaz como cuando pateaba córners con parábolas especiales, provocó a los soretes como si les mandara un mensaje: “No sólo que no converso con vos, con vos que sos un sorete famoso, sino que este tema lo converso con otros que ni son famosos ni son soretes”.
Eso evitó explicarlo. Lo que nos explicó fue por qué le gustaba patear córners.
Nos nucleó, naturalmente, al lado de un banderín de córner y no faltó nadie. El Tío Adolfo desembarcó con sus sufrimientos en la voz y la Tía Golde apareció abrazadísima a un novio flamante. Con los ojos dispuestos para elegir el rumbo exacto y con la seguridad de los que saben la razón de su tránsito hacia ciertos rincones del mundo, la Bobe Victoria apoyó la pelota en su sitio dilecto y nos dijo: “No sé del todo por qué me gusta patear córners. Y tampoco sé si me corresponde andar explicándolo. Lo que si sé es que hay muchas cosas que valen la pena aunque no estén en el centro de la escena. Bah, como los córners”. Enseguida, nos leyó una crónica del primer gol olímpico y nos desmintió que, contra los supuestos de una entusiasta del amor como la Tía Golde, mucho antes de ser bobe hubiera vibrado por un romance con un juez de línea. Al final, opinó que, pateando córners o haciendo lo que fuera, hay gente que se mueve en los márgenes del mundo, saliéndose de la ruta de lo establecido, y le da mucha vida a la vida.
Todas las familias tienen instantes cumbres. Ese fue uno.
Porque, claro, de inmediato la Bobe Victoria puso todo en orden para empezar a patear córners. Aunque la que pateó no fue ella.
Pateó el Tío Adolfo, que, por fin sonriente, ni parpadeó mientras la pelota viajaba maravillosa hasta el corazón del área. La esperaba la Tía Golde, lista para el primer cabezazo de su vida bien vivida, lista para despeinarse.