Ya eran las diez de la mañana y el abuelo aún no entraba a la casa. A esa hora siempre estaba sentado, tomando mate. La tía abrió la puerta del patio, para ir hasta la pieza del abuelo y ver si estaba bien. “Si está vivo”, dijo a modo de chiste. Cuando volvió anunció:

-Se volvió loco.

Nos contó que estaba haciendo un pozo en el patio. Que el pozo era tan profundo que ya casi lo tapaba a él. Le prohibió que se acercara y amontonó muebles viejos y basura para que no pudiéramos pasar.

Fui al patio y miré al abuelo que cavaba. Miré su cabeza. Tenía puesto un sombrero de paja.

-¿Estás bien? -pregunté.

El abuelo dejó de cavar. Se apoyó sobre la pala y respiró agitado. Se pasó el dorso del brazo por la cara. Levantó la vista y me clavó los ojos verdes, desencajados. Parecía asustado.

-No te acerqués -ordenó-. Es peligroso.

Le pregunté si necesitaba que le alcanzara algo, un mate, agua, unas galletitas.

-Agua -dijo y percibí que tenía la garganta seca.

Le traje una botella de la heladera y él tomó, desesperado. Se quitó el sombrero y se volcó el agua sobre la cabeza. Me senté en canastita al borde del pozo.

-¿Qué buscás? -pregunté.

El sombrero le tapaba la mitad de la cara. No podía ver la expresión del rostro. Vi su boca apretada, como una raya pálida y horizontal.

-Es peligroso -dijo-. Muy peligroso.

Una semana entera pasó el abuelo así, cavando. Llenó el patio de pozos. Un poco de información le pudimos ir sacando. “Como con sopapa”, decía la abuela, cada vez que se acercaba por un plato de comida o agua.

Había viajado a Brasil y ahora era devoto de San La Muerte. Tenía una estampita con la figura del santo en el bolsillo de la camisa. Yo le pedía ver de vez en cuando la imagen. El esqueleto con la guadaña me asustaba. Y me fascinaba. Cada vez que pedía verlo, el abuelo le daba un sonoro beso a la estampita y volvía a guardarla en el bolsillo. Le habían recomendado a un vidente muy conocido de allá. Lo llamaban Pascualito y le había dicho al abuelo que habían tirado algo en la casa. En el patio. Que tenía que encontrarlo y quemarlo, pero sin que nadie lo tocara. Ni siquiera él.

El abuelo sospechaba que había sido una de sus hermanas, con la que hacía más de diez años que no se dirigían la palabra. Pero también podía ser la vecina, que -según él- era bruja. No estaba muy seguro. Lo importante era encontrar aquello, fuera lo que fuera, y quemarlo diciendo una oración.

Los días pasaban y el abuelo parecía irse desgastando, poniéndose cada vez más amarillo y cansado.

-¿Sigue cavando el viejo? -era lo primero que decía la tía al abrir la puerta por las mañanas.

El tío se quedaba de pie, a una distancia prudencial del abuelo, y desde ahí conversaban. Le comentaba alguna noticia que había visto en la tele, para luego, con rodeos, sugerirle que dejara de cavar, que entrara y se diera un baño, que comiera algo rico. Ya había probado de todo, incluso comprarle vino o cerveza, y no hubo caso.

Yo me paraba detrás de los muebles y con una caña larga revolvía la tierra.

-¿Es esto? -preguntaba cada vez que aparecía algo.

-No -respondía el abuelo.

-¿Y esto? -insistía yo.

-No, tiene que estar dentro de una bolsa cerrada -decía el abuelo.

Me daba pena verlo así. Los ojos verdes perdidos en la tierra negra, en los gusanos y las lombrices que surgían con cada una de sus paladas. Busqué una bolsa transparente, de las que me daban cuando compraba el pan, y por la siesta, cuando todos dormían, metí dentro de la bolsa tiras de trapos de colores que la tía guardaba del trabajo y pelos de un cepillo. Después dejé la bolsa en el último pozo que estaba haciendo el abuelo.

Esa noche lo vimos encender el fuego en la parrilla. Ayudándose con la palita del asado quemó la bolsa, de pie, resoplando, como un toro cansado.

 

Ya no volvió a cavar.