Los juegos del hambre: La balada de los pájaros cantores y serpientes - 5 puntos
(The Hunger Games: The Ballad of Songbirds & Snakes / Estados Unidos, 2023)
Francis Lawrence
Guion: Michael Amdt y Michael Lesslie, sobre el libro de Suzanne Collins
Duración: 157 minutos
Intérpretes: Tom Blyth, Rachel Zegler, Viola Davis, Hunter Schafer, Peter Dinklage, Burn Gorman y Jason Schwartzman
Estreno en salas.
Hace poco más de una década, Los juegos del hambre sucedió a Harry Potter y Crepúsculo en el trono del mega best seller juvenil del momento adaptado al cine. Pero en esta trilogía no había niños magos ni triángulos amorosos imposibles entre lobeznos, vampiros y dulces doncellas, sino una fábula con olor a distopía vehiculizada en la dinámica brutal de los juegos anuales del título.
Para participar, cada uno de los doce distritos que conformaban el imaginario Panem enviaba dos representantes, y el ganador –o ganadora, dado que la protagonista era una Jennifer Lawrence empoderadísima incluso antes de que usara ese término– era el último en quedar vivo. Valía todo, desde matarse entre ellos hasta tejer alianzas, y la acción era transmitida en vivo por televisión. La saga chocaba de frente contra el pudor hipócrita de Hollywood para representar de manera gráfica la violencia juvenil, pero ese mundo autónomo a la vez que muy parecido al “real” le dio a la saga un gramaje dramático capaz de ubicarla, por lejos, entre lo más interesante de la época.
Ese interés se diluye como una gota de lavandina en un tanque de agua en esta muy lavadita precuela, cuyo título es tan largo como su dos horas y media de duración. Los juegos del hambre: Balada de pájaros cantores y serpientes transcurre unos sesenta años antes que el punto cero de la saga y una década después de la rebelión que terminó en la división de Panem en doce distritos, siendo el 1 el más rico y poderoso y el 12, el más pobre y marginal. De este último venía la Katniss Everdeen de Lawrence. Y también de allí es oriunda Lucy Gray (Rachel Zegler, catapultada al firmamento de la industria luego de su debut en Amor sin barreras, de Steven Spielberg), que termina participando de unos juegos muy distintos a los que se conocían, pues aquí están enmarcados en un espacio cerrado con un aire al mapa Assault del Counter Strike y rodeado de cámaras mandadas a colocar por la directora del evento, Volumnia Gaul (Viola Davis), con la idea de levantar los alicaídos números de audiencia. Misma razón por la que el público puede enviar medicamentos o agua a modo de donación.
Por otro camino narrativo viene Coriolanus Snow (el anodino galancito Tom Blyth), personaje que en las entregas previas era el maquiavélico presidente y aquí, un muy responsable estudiante que intenta mantener a flote a su familia mientras sueña con ir a la facultad. Para eso, claro, necesita dinero y cumplir con el flamante requisito de que su “tributo” (así se conoce a los jugadores) sea el ganador. Menuda tarea tendrá por delante con Lucy. A diferencia de Katniss, ella es pequeña y no porta el don de la bravura. Tampoco la presencia escénica de Lawrence. Lo único que tiene es su voz: como si fuera Julie Andrews en La novicia rebelde, ella soluciona todo, se gana el cariño del público y hasta salva su vida con sus cantos a capella. Que esa posibilidad sea lógica en un universo imperado por la violencia, que la faena se paralice ante sus melodías, es menos creíble que el Javier Milei en modo gatito mimoso de las últimas semanas.
Pero el juego es secundario. O, al menos, no es lo central de Balada de pájaros cantores y serpientes. Un problemón, en tanto la idea de un grupo de adolescentes matándose por puro regocijo televisivo fue el pilar narrativo central de la saga. La película despacha relativamente rápido la cacería juvenil –que no tiene ni una décima parte de la crueldad de las anteriores– para adentrarse en los pliegues internos y los dilemas de Snow, esbozando cómo será su transformación de aspirante universitario a mandatario con ínfulas mesiánicas. Lo que supo ser una alegoría política un tanto obvia pero que jugaba en el fleje de lo “mostrable”, aquí se transforma en una superficial aproximación a cómo se construye el poder.