Los hijos del fascismo no son locos ni odiadores. Los hijos del fascismo tienen un plan.

El peligro al que nos enfrentamos en las próximas elecciones no es la locura sino la normalidad, la normalización que transforma, lentamente pero sin pausa, la frase inaugural de nuestra memoria, nuestra verdad y justicia, de estos últimos cuarenta años, el “Nunca más” en “Otra vez es posible”, y ya no en dictadura sino en democracia. No los mueve el odio ni la locura, lo mueve a él y a su aliada un plan perfectamente diseñado y trazado. Del mismo modo que a las feministas no nos mueve solamente el deseo sino una conciencia política y una práctica militante. Del mismo modo que tampoco es cierto que el amor venza al odio, como si fuera cierto que en la vida sucede como algunas veces en el cine y en tantos libros: al final el bien triunfa y los malos pierden. Del mismo modo que la grieta no separa al amor y al odio porque amor y odio hay en todos lados. Los deseos, los amores y odios nos mueven a todos, en todo caso.

Es cierto que ese plan para llegar al poder necesita votos. Los consigue, y vaya que lo consigue, movilizando y agitando odios, odios que gozan de buena salud y que tienen una larga historia. El odio antiperonista es uno. El odio y el hartazgo de que la política, aun cuando haya logrado ampliar y profundizar derechos, no nos incluya del mismo modo a todos, y el odio a “la casta”.

También agitando amores, el amor a la justicia por mano propia, porque “el que las hace las paga”, el amor a la libertad como ejercicio pleno del derecho al consumo y el amor al mercado como instancia suprema que nos protegerá de políticos planeros y de vagos y piqueteros. Del amor a la moneda que nos ha colonizado, como si la moneda en sí misma fuera un pasaje sin escalas al primer mundo y no una experiencia de nuestra historia reciente que nos hundió entre lecops y patacones tanto como entregó nuestra soberanía. El amor a la seguridad entendida como territorio de fuerzas armadas. Amor a la fuerza.

La libertad que propone Milei es la de no restringir la vida productiva y mercantilizada, por eso califica de “crimen de lesa humanidad” a la cuarentena. No vale la vida si no es vida capaz de producir y consumir. La vida que no rinde ganancias no vale nada.

No es la locura el peligro del que cuidarnos sino la fuerza del poder conservador, sus hijos “sanos” con sus negocios que lucran con la medicalización y el encierro, en total concordancia con la representación de locura como arrebato a enjaular y marginar. Todas y cada una de las batallas que el poder emprende tienen como baluarte la defensa del ”bien común”. Ningún poder ha confesado jamás sus intenciones y si lo ha hecho la justificación --por supuesto-- es el bien común y las buenas intenciones, tanto como el peligro y el daño a eliminar y erradicar. Ningún poder genocida, ningún poder fascista a lo largo de la historia y en el presente aún lo vemos, en estos mismos días está ocurriendo, llega a consolidarse de la mano de la locura, ni tampoco se sostiene en el odio aunque se valga del odio y el terror y el miedo, aunque los utilice.

Estamos releyendo por estas horas un libro de Zygmunt Bauman, titulado “Modernidad y holocausto”. Ese autor despliega un trabajo descomunal, en el esfuerzo de explicar que la Modernidad y su ideal de progreso y desarrollo también ha sido la responsable de engendrar holocaustos y genocidios. Bauman sostiene que las condiciones de posibilidad están dadas cuando se encuentran una serie de factores. Niveles enormes de desamparo, incertidumbre y temor, son el suelo fértil. Sin embargo, un genocidio de magnitudes como la que ha tenido el holocausto o la última dictadura cívico-eclesiástico-militar en nuestro país, responden, ocurren gracias a un plan fríamente armado, y fríamente ejecutado. No se trata únicamente de un plan de destrucción. También es un plan de creación, de creación de medios, tecnologías y mecanismos para llevarlo a cabo. No es locura ni inteligencia artificial sino inteligencia y cordura humana, lúcida, orientada en tiempo y espacio y no afectada por delirios ni alucinaciones. Bauman lo compara a la creación necesaria para que exista un jardín, hay que eliminar las hierbas malas y las plagas indeseables, para que un determinado orden social florezca y perdure: o en nombre de una raza superior, o se tratará de erradicar el terrorismo, de protegernos de la subversión. O de “extirpar un cáncer”. Puede asumir variadas formas y nobles justificaciones, pero siempre hay un plan fascista, incluso cuando se lo vista con ropajes negacionistas.

Milei y Villarroel tienen un plan y no están solos. Los dinosaurios no han desaparecido, aunque no los veamos, aunque algunos hayan muerto encarcelados y juzgados y otros sigan viviendo aún. No están solos.

La crueldad es una potencialidad humana común a todos nosotros. La crueldad de participar y de consentir, también la crueldad de la indiferencia.

No somos locos versus normales, ni buenos contra los malvados, ni los que amamos y los que odian. Tampoco amamos a quienes nos odian, ni necesitamos amarlos para no querer erradicarlos o borrarlos del mapa. No será ningún odio ni ninguna locura lo que esgrimamos para des-humanizarlos. Son tan humanos y mortales como nosotros, la misma materia humana nos ha conformado. Sin embargo, hay sí una fundamental diferencia: no hacemos lo mismo con nuestros amores y con nuestros odios. No hacemos lo mismo con nuestras potenciales crueldades. No nos va a salvar el amor sino el trabajo ético que enlaza nuestros sentimientos siempre conflictivos, al otro. A los otros.

La sociedad argentina entera se debate ahora entre el Nunca más y el Otra vez es posible. La desesperanza y la esperanza, el amor y el odio nos mueven, nuestros locos y genuinos sueños, nuestras utopías, también el compromiso, las batallas que queremos dar, los límites que no estamos dispuestos a perder ni a cruzar ninguna nueva vez, ni ayer, ni hoy ni mañana.

Lila María Feldman y Ana Berezin y son psicoanalistas.